– No te las quiero dar yo. Con tu permiso.
Vuelve a la puerta y con un gesto propicia que Juanito Grasica entre, cohibido, triste, fatigado, reverente ante Lucrecia.
Y el instalado silencio entre los tres ya es el mensaje porque Lucrecia pregunta o afirma:
– Ha muerto César.
El silencio sorprendido vuelve a ser suficiente noticia. No pregunta la mujer ni cómo, ni dónde y el cuándo le parece instalado en el centro de su pecho. Ahora. Ahora ha muerto su querido, su odiado hermano César. Lucrecia se levanta y se dirige a Strozzi.
– Organízale ceremonias fúnebres como si fuera un príncipe,
como si hubiera sido el príncipe más grande de la Tierra.
Va a retirarse, pero la retiene el reclamo de Grasica.
– ¿No quiere saber cómo ha sido?
– ¿Cómo ha sido?
– Se lanzó él solo contra veinte hombres, ante las murallas del castillo de Viana.
– O César o nada.
Ha sido una reflexión, no un comentario. No espera respuesta.
De repente parece no ver a quienes la ven y marcha Lucrecia a la estancia de al lado y nada más cerrar la puerta explotan sus sollozos, que llegan a los dos hombres, inmovilizados. Strozzi reprime el impulso de acudir en dirección al llanto.
– He corrido como nunca. He acordado con el rey de Navarra retener la noticia todo lo posible para ganar tiempo. He reventado caballos. Quería comentar con la señora lo sucedido antes de que los enemigos saquen provecho.
Pero Strozzi no le escucha y finalmente salva la distancia que le separa de los sollozos de Lucrecia.
Grasica aún no ha entendido la reacción de Lucrecia. Sigue sin entenderla cuando se la comenta a Maquiavelo.
– Luego salió de luto e hizo poner crespones en todo el ducado de Ferrara. Las campanas tocando a muerto. Pero nada me preguntó.
Nada quiso saber de los detalles.
Y me sorprende que no haya llegado hasta aquí la noticia precediéndome.
– Aquí estoy aislado y a la espera de la evolución política de Florencia. Escribo consejos que de momento nadie necesita. La muerte de César deja el campo libre para toda clase de apetitos y tal vez los sueños republicanos de Florencia sean sólo sueños. Esas estrellas que perseguía Leonardo.
– La muerte de César deja las manos libres al papa.
– Julio Ii ha puesto sitio a Bolonia. Eso sí lo sabía. Este papa es un militar, como César, y se ha puesto el nombre de Julio para que no quepa duda de que es la reencarnación de Julio César.
¿Un Borja se hizo llamar César?
¡Pues él, Julio! La teatralidad del poder. Los Borja fueron maestros en esa teatralidad, y en el futuro no habrá poder sin teatro.
¿Qué son las cortes reales o feudales? ¿Y los cortesanos? Actores de teatro. Julio Ii está haciendo la misma política que los Borja, porque sólo esa política era posible. Juanito, empiezo a entender el sentido de los tiempos.
– Pues si usted empieza, con lo sabio que es, ya me dirá a mí.
¿Qué sentido tienen los tiempos?
– Durante décadas hemos impulsado cambios fundamentales y todo parecía preparado para el gran cambio. Todos los síntomas conducían a un salto propiciado por la razón y el hombre como medida de todas las cosas. Así han prosperado artistas, humanistas, caudillos, y la realidad por fin era la realidad, esa realidad que tan bien conocen los que tocan directamente las cosas, los campesinos primitivamente y los comerciantes con inteligencia. Toda la modernidad viene de los filólogos y los comerciantes.
Los filólogos hemos tenido la referencia de la cultura clásica, pero los comerciantes han tenido que entender lo nuevo a través de su propia práctica. Los comerciantes y los banqueros están haciendo su mundo. ¿Qué papel ocupaba Dios en esta aventura, a pesar de que todo se hacía en nombre de Dios?
– Yo mismo. Todo lo hago en el nombre de Dios.
– A partir de ahora tratarán de frenar la audacia de los hombres para imponer la razón del sistema, un orden no justificado por la virtud del individuo genial, un orden en el nombre de Dios. En el futuro algo habrá que hacer para escapar de ese dominio. La liberalidad de estos tiempos ha sido excesivamente peligrosa. ¿Quién la controla? Juanito, a toda época de liberalidad le sigue otra de control.
– Señor Nicolás, se me escapa lo que dice, pero entiendo que éstos no hubieran sido buenos tiempos para el señor César. ¿Quiere que le recite el poema que han colocado sobre su tumba como epitafio?
No espera la respuesta de Maquiavelo y recita:
– "Aquí yace en poca tierra El que toda le temía, El que la paz y la guerra En la su mano tenía.
Oh, tú, que vas a buscar Cosas dignas de loar, Si tú loas lo más dino, Aquí pare tu camino; No cures de más andar."
– Es una hermosa poesía, ¿no es cierto?
Parecía no haberla escuchado Maquiavelo, pero comenta.
– ¿Por qué no consta como epitafio su lema: "O César o nada"?
– Yo lo propuse, pero el rey de Navarra dijo que era demasiado agresivo y tampoco era del agrado de los sacerdotes y obispos que oficiaron en la ceremonia. No era políticamente correcto. ¿Y Dios?, decían. ¿Qué papel le queda a Dios si sólo se puede elegir entre el hombre y la nada?
Se golpea Maquiavelo la cabeza con una mano y se lanza sobre Juanito para abrazarle.
– Ya puedes irte en paz porque acabas de darme una gran idea. He de reconciliarme con la Iglesia porque son tiempos de Inquisición y algún día volveremos a la Virtud. ¿Adónde te encaminas?
– No lo sé. Busco un señor para meterme en su tropa.
– Miquel de Corella anda buscando voluntarios para el ejército de Toscana.
Se boquiabre Juanito.
– ¿Corella está vivo?
– Estuvieron a punto de matarlo por matarife, pero los convencí de que era tan buen matarife que era preferible aprovechar su buen oficio. Cerca de San Gimignano le encontrarás con tropa acampada.
Ya se iba corriendo Juanito cuando repara en lo improcedente de su conducta.
– No sé cómo agradecerle su hospitalidad, señor Nicolás. Tenía razón César. Es usted uno de los pocos sabios que no parece tonto.
Dispensa Maquiavelo a Juanito de cualquier otra liturgia y se asoma a la ventana para verle platicar con la recelosa criada y emprender a continuación la marcha.
Los labios de Maquiavelo se mueven.
– En el futuro, los sabios sólo sobrevivirán si parecen tontos.