Definitivamente la cólera está muy cercana y Ercole abandona la habitación no sin permitirse una mirada acusatoria dirigida a los poetas.
– ¡Poetas! ¡Poetas!
Lo que son sonrisas placenteras se truecan en expresión de alarma en Lucrecia, que se enfrenta a Strozzi cogiéndole por los brazos, exigiéndole una respuesta.
– ¿Francesco te ha confirmado la detención de Ramiro de Llorca?
– Soy un cartero fiel. Las últimas noticias llegadas a Mantua eran ésas.
– ¡Pero si Ramiro de Llorca era, después de Michelotto, el principal lugarteniente de César!
– Son buenos tiempos para la traición, y el poder de César provoca terror pero también envidia y ambición.
– Que se quede Roma donde está. No quisiera que nada de eso
llegara hasta aquí, ¿verdad, Pietro?
Verdad, le dice Bembo con la cabeza, y besa una mano de Lucrecia, pero la mujer atiende la tristeza teatral que el beso ha producido en Strozzi y se desprende de la mano que le retiene Bembo. Con esa misma mano selecciona una rosa de un jarrón, la besa y se la ofrece a Strozzi. Se conforma el "chevalier servant" con la flor, se retira renqueante con la ayuda de su muleta, mientras Lucrecia y Bembo se alejan por una pérgola enlazados por el talle. Ya siluetas el hombre y la mujer a lo lejos, los labios de Strozzi recitan, con los ojos pendientes del rodar de la rosa entre sus dedos:
– "Florecida en la tierra del goce escogida rosa por su mano, ¿por qué se llena de luz tu colorado?, ¿te ha dado el color Venus o esos labios cuyo beso pintó tu nueva púrpura?"
Pero Strozzi deja caer la rosa y exhala un gemido mientras busca el punto de sangre que ha brotado en la yema de uno de sus dedos.
Es sangre el líquido espeso y mudo que cae de los cabellos de Ramiro de Llorca hacia sus ojos, sedientos de luz, retorcido el cuerpo atado en la penumbra de un ámbito confuso, tratando de localizar la distancia que le separa de las voces de sus verdugos, de las manos de la tortura.
– Miquel, ¿estás ahí?
– Aquí estoy, Ramiro.
– ¿Por qué me haces esto?
– ¿Por qué nos has traicionado?
– Me he limitado a escucharlos.
– No es cierto. Tú sabes que preparan algo contra César.
El silencio es una sombra que se instala en el rostro del dolor iluminado.
– Si te lo cuento no es para salvar mi vida, sino porque no tengo la conciencia tranquila, no estoy seguro de que César merezca perder.
– Buena cosa es la conciencia, Ramiro. La conciencia puede ser un ruido o un soneto. Te voy a hacer un favor. Te permito que conviertas el ruido en un soneto.
– Estoy muy cansado, Miquel.
– Descansarás en cuanto hables.
– Hoy habéis programado el encuentro en Sinigaglia para llegar a un acuerdo. Ese encuentro es una trampa. César puede morir. Que se guarde César.
– Quiénes y cómo dirigen la operación.
– Vitellozzo, Baglione, Paolo y Francesco Orsini, Olivaretto de Fermo.
– Y todo se fraguó en las reuniones de Mafione convocadas por el cardenal Giambattista Orsini.
– Lo sabes tan bien como yo.
César ha pedido que los condotie ros entren en la ciudad sin soldados, que los dejen acampados fuera.
Pero arqueros ocultos están preparados para asaetear a César y si fracasan tal vez el propio Vitellozzo lo mate, y las tropas de Vitellozzo, Olivaretto y los Orsini esperan fuera la señal de la muerte de César. Saben que el Valentino no cuenta con los suficientes soldados para replicarles.
– ¡Qué poco saben!
– ¿Me vas a matar? ¿Por qué?
– César es un estratega genial.
Ha reclutado nuevas tropas y ha jugado con el descrédito de los conjurados. César es un tirano, pero ellos son tiranozuelos despreciables, de crueldades gratuitas, odiados por el pueblo. César se ha dedicado a ser dadivoso con las muchedumbres y las muchedumbres prefieren a un tirano que a una pandilla de tiranozuelos sabandijas. ¿Comprendes tu papel, Ramiro?
– No.
– Te odia el pueblo. Has sido un recaudador implacable y un instrumento de opresión.
– ¡Por orden vuestra!
– Nuestras órdenes te gustaban demasiado. Tú has sido el perverso a los ojos del pueblo y mañana, cuando vean tu cadáver expuesto en la plaza, dirán "¡César es justo!" y se pondrán a nuestro lado.
El silencio se instala entre los dos hombres. Trata de abrir los ojos Ramiro imponiéndose sobre el dolor y la angustia, pero dos manos certeras pasan una cadena por su cuello y un sabio gesto le disloca las vértebras y convierte su lengua en una víbora muerta asomada al vacío. Desaparece la luz sobre el rostro de la muerte y tras él emerge Miquel de Corella todavía con la cadena entre las manos. La voz de César llega desde las alturas.
– ¿Ya está?
– Ya está.
– Hemos de salir hacia Sinigaglia. Divide a la tropa en segmentos para que ellos no nos vean llegar al frente de tan formidable ejército.
Pero Corella se entretiene contemplando los despojos humanos de Llorca que arrastran los carceleros.
– ¿Por qué te sigo siendo leal, César?
La respuesta le llega desde las sombras más altas.
– Tal vez no sepas ser desleal.
Vitellozzo Vitelli observa desde una torre los campos que rodean Sinigaglia. Baja los dos escalones y tiene ante sí a sus compañeros de conjura, Baglione, los dos Orsini y Olivaretto.
– Las tropas de César ocupan los cuatro horizontes. Nada que hacer.
– Ha reclutado tantos mercenarios suizos que no podemos mover a nuestras tropas. Corella nos ha obligado a acampar en un arrabal y tengo a los soldados dedicados a la bebida y al saqueo, porque Corella les ha dado carta blanca. No puedo reagruparlos. ¿Qué hacer?
– Nada, Olivaretto, nada. César ha venido con un blindaje especial y todas las flechas de este mundo no conseguirán traspasarle.
Nada. Hoy no se puede hacer nada.
Gozar de la hospitalidad de César. He paseado por su palacio y he visto que había dispuesto una mesa muy bien surtida.
Descienden los caballeros y se prestan a las gentilezas de César y Miquel, que los esperan al pie de la escalera.
– Una espléndida noche para gozar de una plácida conversación.
– Sobre el pasado y el futuro.
– Vitellozzo, el pasado ya no importa. Lo que cuenta es el futuro. Nos espera una copiosa y delicada cena en el palacio que me ha destinado Corella y después de la cena una mejor sobremesa. El menú me lo ha dictado mi asesor Leonardo da Vinci y puedo juraros que es imaginativo también con las cazuelas. ¿Qué os parece un plato de rabo de cerdo con polenta? ¿Y unos pájaros escabechados, lomo de serpiente, mazapanes?
Parecen conformes los caballeros y abre la marcha César seguido de Miquel, que les da la espalda.
Se miran entre sí los otros, como si se plantearan aprovechar la oportunidad. César y Michelotto avanzan simuladamente despreocupados, vigilantes de que su estela sea seguida por el zaguán del palacio y luego por el pasillo hasta que el grito "¡Traición!" fuerza a César a volver la vista y poder contemplar a sus invitados rodeados de soldados y de espadas. Es Olivaretto quien vuelve a gritar:
– ¡Traición!
Pero sólo podrá hacerlo una vez más porque la punta de la espada de Corella se encapricha de su garganta. Con el pecho marcado por la punta de cuatro aceros, Vitellozzo afronta a César.
– ¿De qué va este negocio, César? ¿No se trataba de una apacible cena, de una mejor sobremesa?
– Será una cena apacible, y es imprevisible la sobremesa. Pero primero seréis juzgados por traición y conspiración.
El más joven de los Orsini, Paolo, demanda:
– ¡César! Te he ayudado a conseguir este encuentro. Yo los he convencido de que vinieran. ¿Así me lo pagas?
– Tienes razón. Aún no te lo he pagado.
Arrastrados cuando no empujados por las espadas, pasan los caballeros a un salón donde los espera un tribunal militar parapetado tras una larga mesa donde aún aparecen dispuestos los manjares de la cena.
Desconcertados los prisioneros por el contraste entre la severidad de los jueces y el colorido de los manjares, no aciertan si mirar a los unos o a los platos. Pero la voz de uno de los militares se impone.
– Vais a ser juzgados por delito de traición y proyecto criminal contra nuestro confalonero, César Borja. La cantidad de pruebas acumuladas es suficiente y determinante de una sentencia de muerte de la que sólo puede salvaros la generosidad de nuestro jefe.
– Jefe y anfitrión -matiza César.
Vitellozzo hincha el pecho y se encara a César.
– Basta de farsa. Supongo la sentencia. Muerte.
– Muerte.
Se descompone el todavía feroz aspecto de Vitellozzo y lloriquea:
– ¡Sólo pido que se me dé tiempo para que el papa me envíe una indulgencia plenaria!
No contesta César a Vitellozzo y espera otras propuestas. Los Orsini, demudados, están entre el sollozo y la indignación. Baglione ha bajado la cabeza. Olivaretto se dirige a Corella.
– Tú, que tan bien usas el puñal, dame uno. Prefiero darme la muerte que recibirla.
Corella le entrega un puñal y Olivaretto lo mira sorprendido, pero finalmente lo empuña. Se carga de valor, lanza un gemido y se clava el puñal en el lugar del corazón. Mana la sangre y se tambalea el caballero, pero no cae y capta que el puñal apenas si se ha introducido en su pecho. Se le acerca Corella y coge el puñal por la empuñadura sin desclavarlo.
– No ha habido el suficiente valor o la suficiente fuerza. Apenas si ha causado una herida de la que podrías sanar, Olivaretto.
– Tú que eres un asesino, empuja el puñal. Ahora. Quiero escoger el lugar donde muero.
– Prepotente imbécil. ¿Así arruinas la inteligencia y la obra de Dios? ¿No sabes que sólo Dios escoge el momento y el lugar? ¿Qué hago, César?
– No debiste darle el puñal.
Arráncalo y que se le aplique el veredicto. ¿Nada tienen que decir los demás?
– ¡Es un monstruoso equívoco!
– ¡César, te han mentido!
– ¡Jamás nos alzamos contra ti!
Pero César se aleja seguido por Corella hasta encontrar la soledad precisa para deliberar.
– Según lo convenido, salvo en los Orsini.
– ¿Vas a perdonar a esas ratas?
– No. Pero si los ejecutamos permitimos que su tío el cardenal Giambattista soliviante a sus clientes romanos. Respetemos el plan: mi padre debe cortarle la cabeza al jefe de la familia, Giulio Orsini, y al cardenal y luego iremos a por los sobrinos. Espero un mensaje de Roma que me confirme la desarticulación de la familia Orsini. De momento ejecutad a Vitellozzo y a Olivaretto y encadenar a los Orsini. Yo saldré a dispersar las escoltas.