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– El poder personal. ¿El familiar?

– El familiar es un medio, sólo un medio y no siempre será válido.

Usted tendría un pacto de familia con el rey de Francia, por ejemplo, su primo, o con el de España, primo de la señora viuda de su hermano Joan. ¿Cuánto costaría romper ese pacto? Las relaciones de fuerza, ésa es la cuestión que guía las alianzas, y la finalidad es el poder como instinto individual o de cada sector social, pero también construir un orden, imponerlo a los que lo necesitan y no lo entienden, un orden hecho a la medida de los intereses menos ilegítimos.

– ¿Menos ilegítimos? ¿Por qué no legítimos?

– No puedo contestarle a esa pregunta. Dejémoslo en menos ilegítimos.

Se asoma a la estancia Miquel de Corella.

– Siento interrumpiros, pero el salón está lleno de embajadores que quieren hablar contigo.

– Que esperen.

– Están el español y el francés.

– Que esperen.

– Te advierto que el francés viene acompañado del cardenal D.Amboise.

– Que esperen.

– Muy bien. Que esperen.

César retoma el hilo de la conversación.

– Correlación de fuerzas. Si mido las mías con los franceses y con los españoles, por separado, tengo las de perder.

– ¡Por eso ha actuado magistralmente sumando sus fuerzas, no midiéndolas. ¡De momento!

Estudia César fríamente la vehemencia que ha empleado Maquiavelo en sus últimas palabras.

– A veces pienso, Nicolás, que es usted más entusiasta de mi finalidad que yo mismo. A veces pienso que yo estoy posando para usted, que soy algo parecido a esos animales que destripan los médicos para estudiar anatomía o los caminos de la sangre. O tal vez un modelo de taller de pintura, como los que utiliza Leonardo. Por cierto, jamás había conocido espíritu tan plural.

– Leonardo es nuestro tiempo.

Habría que conservarlo vivo por los siglos de los siglos para poder decir a las futuras generaciones: mirad, he aquí el hombre de los tiempos del humanismo. Él encarna la unión entre el artesano y el sabio, entre la brujería y la ciencia. Me ha dejado ver sus cuadernos y están llenos de observaciones sobre el trabajo de los artesanos.

Los cambios necesitan hombres nuevos y totales. Pero nunca son los suficientes.

– Pero no me construye nuevas máquinas de guerra.

– De momento las sueña.

– Un humanista que no cree en el hombre. Le he oído decir que el género humano es un rebaño pestilente que necesita un puño de hierro. Dice que el hombre es fundamentalmente malo.

– No está mal como una base para el conocimiento. A partir de esa prevención, todo es posible.

El Bien no existe, César, el Mal sí.

– ¿No existe Dios? ¿Sólo existe el diablo? ¿Eso es lo que creen usted y Leonardo?

De nuevo Corella aparece con una timidez que le es impropia.

– El embajador francés ya blasfema en francés y el cardenal, casi.

– ¿Y el español?

– En catalán. Te dedica a ti todas las blasfemias.

– Buena señal. Que sigan renegando.

Se encoge de hombros Corella y desaparece nuevamente para inquietud de Maquiavelo.

– No quisiera copar su tiempo.

– Quiero que lo cope. Los embajadores "faisandes" son más digeribles. Le preguntaba: ¿no existe Dios? ¿Sólo existe el diablo?

– No me tienta demasiado la teología, pero ¿a qué Dios se refiere? ¿Al del Antiguo Testamento, vengativo, cruel, poderoso, poder mismo? ¿A Cristo, conmovido y sacrificado por los hombres? De hecho utilizamos uno y otro modelo según nos convenga. La religión y la Iglesia sólo sirven como instrumentos de cohesión social, y no siempre es así. Los frailes austeros han ayudado a que el pueblo no se rebele contra el clero lascivo y ladrón. Cuando yo hablo de Bien o de Mal me remito a la escala humana. Al hombre como medida de la bondad y de la maldad, y soy pesimista. No creo en el humanismo seráfico de la Academia neoplatónica de Florencia. ¡El gran milagro es el hombre!, decían. ¿Qué hombre? Los hombres normales son conservadores y cobardes. Prefiero influir sobre los príncipes, sobre el poder, porque el poder es el que puede imprimir en el cerebro de las masas las palabras necesarias, puede rellenar esos cerebros de Virtud.

– Entonces Leonardo tiene razón.

– Tiene razones. Como él mismo diría, también en la percepción del Bien y del Mal, todo fluye, nada es.

Ahora Corella no se detiene en el dintel y se acerca precipitadamente a César para cuchichearle algo junto a la oreja.

– ¿Vitellozzo también?

– También.

– ¿Y Ramiro de Llorca?

– Otro que tal.

Se ha puesto en pie César, de pronto enérgico, con la musculatura tensa y los puños apretados.

– ¿Algo va mal?

Regresa César a la lógica de la situación, poco a poco, asumiendo cejijunto que aún sigue allí Maquiavelo.

– El hombre, Nicolás. El hombre como medida de la estupidez, aún peor que como medida de la maldad.

Ercole de Este se apresta a escuchar y el cardenal Hipólito a informarle.

– Sin duda es un buen revés para César, aunque puede darle la vuelta. La cosa viene de lejos.

Había orden expresa del papa de no tocar la Toscana y César la respetaba, dentro de lo que cabe, porque había conseguido amedrentar a los florentinos y que le proclamaran su capitán. Junto a César combate Vitellozzo Vitelli y unos cuantos caudillos, Orsini o Gravina, por ejemplo, y ya sabes que Vitellozzo odia a los florentinos, a los toscanos, porque ejecutaron a su hermano. También se cuenta que Vitellozzo es demasiado orgulloso para ser el segundo de César y que los Orsini combaten a su lado, pero no pueden olvidar las afrentas que han sufrido de los Borja.

Bien. De pronto los notables de Arezzo ofrecen la ciudad al Valentino, y Vitellozzo y sus capitanes dicen que sí, se meten en Arezzo y se apoderan de todo el Valle de Chiana. El rey de Francia se enfada. Alejandro pide disculpas y César declara que Vitellozzo ha actuado por su cuenta.

¿Me sigues, padre?

– Hasta ahora sí.

– Luego se ha dado la explicación de que César ha jugado con dos caras. Con una cara ha expresado su pesar por las decisiones de sus condotieros, con la otra les habría dado permiso para la provocación. Ya estaba casi olvidado lo de Arezzo cuando los jefes de César vuelven a soliviantarse a propósito de la campaña de Bolonia, se han negado a atacar la plaza.

Se habla de un encuentro en la residencia de Mafione del cardenal Giambattista Orsini, donde se ha urdido un plan para acabar con César, y ha empezado a haber escaramuzas entre ellos. Miquel de Corella mata a los que puede y a su vez Vitellozzo, los Orsini hacen lo mismo. Se habla de que Ramiro de Llorca se ha pasado a los insurrectos.

– Siempre ha sido el paniaguado de César, el hombre que estrangulaba al pueblo colectivamente mientras Corella estrangulaba de uno en uno. ¿Y la tropa mercenaria?

– César ha reclutado mercenarios suizos, pero cada vez está más de acuerdo con las tesis del florentino Maquiavelo, que pregona la necesidad de un ejército regular producto de las levas entre los jóvenes. Un ejército al servicio de la razón de cada comunidad, de cada Estado.

– Habría que sondear a Lucrecia. Tal vez ignore lo que le acontece a su familia. Se pasa el día rodeada de poetas moscones, el cojo Strozzi, no demasiado amigo de nuestra casa, y ese veneciano, Pietro Bembo, que se ha negado a figurar en la corte de mi hija. Se pasan el día entre bromas y acertijos. Mi hijo me ha dicho que son insoportables.

El traslado de Ercole al palacio de su hijo lo hace entre cavilaciones y expresiones que pasan de lo sombrío a lo risueño, hasta que la presencia de Lucrecia acompañada de Strozzi y Bembo le obliga a adoptar un aire cariacontecido.

– Querida hija mía. Ya te he testimoniado mi dolor por el aborto sufrido y el gozo por el nuevo estado de buena esperanza en el que te encuentras.

– Lo uno y lo otro son méritos de su hijo.

– No quisiera que las noticias que circulan sobre los avatares de César, sobre sus problemas, sin duda pasajeros, con sus condotieros, pudieran conturbar tu ánimo, acentuar tu melancolía.

– ¿Mi melancolía? Los filósofos dicen que la melancolía es el mal moderno. Es fruto del desfase entre lo que sabemos y lo que queremos, enfermedad del orgullo del hombre moderno que ya no lo confía todo a la Providencia. Del hombre moderno. Nada dicen de que afecte a la mujer moderna, por lo tanto, mal pudiera estar melancólica.

Pone por testigos Lucrecia a Strozzi y Bembo.

– ¿Habéis apreciado mi melancolía?

Se miran sorprendidos Strozzi y Bembo a la espera de que uno de los dos diga algo, y es Bembo quien se apodera de la situación.

– Si se llama melancolía a lo que siente Lucrecia, quisiera para mí esa melancolía de por vida.

La melancolía equivale a la "divina manía" de Platón y es la antesala de la locura.

Se impacienta Ercole.

– ¡Poetas! ¡Poetas! Guardaros las pamplinas para cuando me vaya.

¿Conoces, Lucrecia, los problemas de César, o no?

– Conozco que no tiene problemas.

– ¿Desde cuándo?

– Desde ayer, supongo. Fue cuando supe que Ramiro de Llorca había sido capturado y que los condotieros han aceptado negociar con César.

– ¿Cómo es posible que tú sepas lo que yo no sé?

– Ésa es precisamente una cosa que usted sabe y que yo no sé. Que usted no sabe lo que yo sé.

Acentúa Bembo el juego de palabras.

– ¿Y cómo podría saber el honorable duque que tú no sabes lo que él considera deberías saber?

Y se sube Strozzi al juego de palabras.

– ¿Y cómo podría saber nuestra señora Lucrecia que el duque no sabe que ella no sabe lo que debería saber?

Reprime su enfurecimiento Ercole para retirarse, pero aún conserva un espolón y lo lanza.

– Mis contables me han llamado escandalizados por tus gastos. No los cubre ni la aportación de su santidad, ni mis buenos propósitos.

Hay que recortar lo superfluo, Lucrecia. Recuerda al gran Horacio: "Vivitur parvo bene"."

– Se puede vivir con poco, cierto, aunque lo que usted me pide es que viva con menos, no con poco.

¿No es así?

– Cierto.

– Le cambio un Horacio por un Séneca, filósofo de su predilección, me consta.

– Sigue siendo cierto.

– Escribió Séneca: "Malum est in necessitate vivere; sed in necessitate vivere necessitas nulla est." Es malo vivir en la necesidad, pero no hay ninguna necesidad de vivir en la necesidad. ¿Somos pobres, acaso?

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