Vuelve Corella al comedor donde se celebra el juicio y sale César sonriente y aliviado hasta la entrada de la calle donde aguardan los jefes de las escoltas de los invitados.
– No es preciso que esperéis.
La cena ha empezado y vuestros jefes quieren que lo paséis lo mejor posible. En las caballerizas hemos dispuesto manjares y bebidas para que lo paséis lo mejor posible.
– ¡Gracias, César!
Se repiten las gracias con entusiasmos decrecientes y César se solaza con el frescor del relente en su rostro púrpura por la infección. Por la cuesta sube una figura aquilina reconocida y César aguarda la llegada ligera de Maquiavelo, expectante, y con las preguntas puestas en el resuello.
– ¿Cómo ha ido?
– Según lo convenido.
Hay tanta admiración en los ojos de Maquiavelo que son inútiles las palabras.
– Los traidores están en pleno juicio. Ahora sólo falta que mi padre cumpla su parte.
No se decide a volver César al interior del palacio por el pasillo de negruras, pero al fondo de las tinieblas imagina las cabezas de los encadenados Olivaretto y Vitellozzo, retorcidas una tras otra por la destreza estranguladora de Michelotto. En una celda los Orsini aguardan bisbiseando oraciones. En sus aposentos, César pellizca apenas los alimentos que reposan sobre una inmensa fuente, Maquiavelo escribe sin descanso y Corella toca una guitarra.
– Habrá que esperar el eco de lo que ha ocurrido.
Mientras Corella combina los acordes, Maquiavelo reflexiona en voz alta lo que escribe.
– Hay que entender que el nuevo príncipe no puede responder al modelo convencional de un hombre bueno. A veces para defender al Estado hay que obrar contra la caridad, contra la humanidad y contra la religión. El nuevo príncipe, pudiendo no separarse del Bien, en caso necesario debe saber entrar en el Mal…
Ajeno a lo que declama Maquiavelo, insiste Corella en los acordes y en su razonamiento.
– Ha sido un acto de legítima defensa. ¿Qué opiniones te interesan, César?
– Más bien debes preguntarme qué opiniones espero.
Las opiniones llegan a través de un Miquel de Corella entusiasmado por el balance. Tu padre ha dicho: César es un genio. Invitad al cardenal Orsini a los festejos por la toma de Sinigaglia, que nada sepa de la detención de sus sobrinos, y en cuanto llegue, lo introducís en la sala del Papagayo, lo encadenáis y me lo metéis en una mazmorra del castillo de Sant.Angelo. Los Orsini son ya puro pasado. Ahora a ver cómo reacciona Luis Xii. Orgullo de padre, sin duda, pero es que Luis Xii le comenta al cardenal D.Amboise y a Carlota de Albret: debes estar orgullosa de tu marido. Lo que ha hecho el Valentino ha sido una hazaña digna de un romano. César Borja tiene el temple de Julio César. Y de momento más suerte. Ha sido un golpe definitivo. Todas las familias italianas están aterradas.
– ¿Qué ha comentado Carlota?
– … ¡Tanta sangre! ¡Tanta sangre! Pero espera, hasta Isabel de Este se ha rendido y en la corte de Mantua, cuando Francesco de Gonzaga mostraba su preocupación ante el emisario portador de las nuevas, Isabel de Este estaba encantada: ¡ha sido una maravilla!
Voy a enviarle una carta a César proponiéndole que descanse después de tantos trajines y le voy a regalar cien máscaras. Creo que le gusta mucho disfrazarse. Su marido decía que había que aplastarle y ella que nada de nada: ¿aplastarle?
¿Por qué? Hay que aliarse con él.
Me ha ofrecido a su hija como futura esposa de nuestro primogénito.
¿Tan pronto? Un poco más y los casamos en tu vientre.
– ¿Y Lucrecia? ¿Qué ha comentado Lucrecia?
En pérgola de platonismos y contactos furtivos, Lucrecia y Bembo pasean mientras ella lee la carta que acaba de recibir de Francesco.
– Francesco está preocupado, pero me dice que su mujer está entusiasmada por lo ocurrido en Sinigaglia.
– Ha sido una magnífica jugada.
– ¿Qué será ahora de los Orsini?
– ¿Lo dudas?
Corella prosigue ante César el balance de los ecos triunfales y no se extraña cuando el Valentino le pide especial noticia sobre la acogida de Leonardo. Lo sabe de buena fuente Michelotto, porque ha sido Maquiavelo quien le ha relatado su encuentro con el artista en su taller lleno de recetas de cocina y de armas de guerra:
– ¿Qué le ha parecido lo de Sinigaglia?
– Muy trabajoso, señor Nicolás, muy trabajoso. Fíjese en esta máquina. Es un repetidor de disparos, de tal manera que con una sola pulsión pueden salir docenas de disparos continuadamente. Un artillero con esta máquina podría haber diezmado a todas las tropas conjuradas en pocos minutos.
– César se desespera. No necesita máquinas tan ambiciosas.
– Le he preparado ballestas mecánicas, catapultas jamás probadas, plataformas que permiten escalar las murallas más altas. Las próximas batallas de César pasarán a la historia de la ingeniería militar. Por eso me maravilla que lo de Sinigaglia haya sido en el fondo tan primitivo.
– Llevo tres meses casi día a día al lado de César y día a día consigue sorprenderme. Yo llegué a Sinigaglia cuando ya había empezado la gran representación y todo fue según lo había programado Cé sar. Esta vez había que hacerlo a base de más rústicos artificios y sobre todo del ingenio de un hombre singular, pero reconozca que ha sido un bellísimo engaño.
La expresión le ha gustado a Leonardo.
– ¡Bellísimo engaño! ¡Bellísimo engaño! Cierto, Nicolás. No hay duda de que es usted un buen literato. ¡Un bellísimo engaño! Y así dicho, ¿verdad que parece imposible que se hayan producido estrangulamientos y que César haya finalmente ahorcado a los Orsini que había retenido? Me han dicho que la anciana madre de los Orsini vaga por las calles de Roma pidiendo asilo, sin más compañía que la de dos criados. ¡Bellísimo engaño! Gracias, Maquiavelo, acabo de descubrir el aspecto compasivo del lenguaje cuando enmascara la realidad, esa realidad que tanto le gusta a usted. Yo sigo prefiriendo los sueños que son como estrellas del firmamento interior. Nicolás, nunca se extraviará aquel que mira fijamente una estrella.
– Jamás había soñado una situación como ésta, César. Las familias están vencidas. Dominamos el corazón de Italia. Vas a ir a Nápoles a asegurar una alianza con el Gran Capitán que nos permitiría plantar cara a los franceses si fuera necesario. Soy feliz, hijo mío. Soy feliz. Se habla de cómo administras los antiguos feudos de la Romaña, y tus súbditos no añoran a los antiguos dueños. Al contrario. Tenemos el ejército más poderoso de la península. Se acerca. Se acerca el momento.
– El momento llegará cuando la Toscana sea nuestra. Entonces podremos pactar de tú a tú con Maximiliano, con los reyes de España, con Luis Xii. No te sorprenda si en Nápoles pacto con el Gran Capitán otra alianza antifrancesa. La Iglesia, España, Venecia y mientras tanto crecer, crecer, crecer.
Alejandro contempla el panorama de viñedos oscurecidos y se recrea espiando de reojo la serenidad meditativa de César. Los dos a solas. En la contemplación de su hijo, el papa ultima la memoria, el sentido de una estirpe. Dice, reverente:
– César.
Y nada añade a pesar de que su hijo se ha vuelto a la espera de algo más.
– César -repite.
– Me parece mágico. Te das por aludido y hoy decir César es como mencionarte a ti y mencionar al gran Julio César. No sabes lo orgulloso que estoy. Necesitamos que tengas un hijo. Esa hija que te ha dado la francesa no nos sirve. ¡Un hijo! ¡Hemos de tener continuidad! ¿Por qué no está tu mujer a tu lado?
– No lo sé y sí lo sé. A veces quisiera verla, y se lo he pedido al rey de Francia, pero la retiene porque se cree que me presiona.
Otras veces ni la recuerdo. Quizá añoro a mi hija. Por cierto, estoy al habla con Isabel de Este para casarla con su primogénito. En cuanto a mi mujer, me pareció una muchacha muy impresionable.
– Todas las cortes se regocijaron ante su ingenuidad. Iba proclamando a los cuatro vientos lo bien que habías cumplido con ella.
¿Por qué no repites? Necesitamos un heredero.
– Joan tuvo un heredero. Será el futuro duque de Gandía.
– Está bajo el control de su madre, una loca, herida en su orgullo, no para de reclamarme el cadáver de Joan y de recriminarnos atribuyéndonos su muerte. Ha jurado inculcar a su hijo odio eterno a los Borja.
– Podríamos reclamar a tu nieto.
– Podríamos, si lo pactamos con el Rey Católico, por eso es también tan importante tu viaje de mañana a Nápoles. Tú y el Gran Capitán podéis entenderos. Dos grandes jefes frente a frente, más aún, un gran jefe y un caudillo, un rey de Italia. ¿Qué es eso?
Ha oscurecido y a los pies de Alejandro Vi ha caído un bulto que examina sin tocarlo. César se inclina.
– Es un búho muerto.
Ha levantado el cadáver del ave prendida por dos de sus dedos y Alejandro retira el rostro, asqueado.
– ¡Un búho muerto es señal de mala suerte! Es el símbolo de Átropos, la Parca que corta el hilo del destino. Cuando canta el búho alguien ha muerto o va a morir.
– Éste no ha tenido tiempo de cantar.
Lanza César el cuerpo del ave hacia los viñedos y el papa sigue su falso vuelo con disgusto.
– Vayamos a cenar.
Sirven los criados vinos especiados, primeros platos de frutas frescas y secas, y se introduce la liturgia del comer y el beber mientras Alejandro quiere intercambiar planes y César sólo informar de sus poderes.
– Las nuevas máquinas de Leonardo son extraordinarias. La plataforma inclinada me permitió entrar en Ceri sin apenas bajas y cuando ultime las máquinas que sueña…
– ¡Que sueña! Me gusta y me disgusta oírle hablar. Leonardo no cree en el hombre.
– No. No cree en el hombre.
Maquiavelo, que nunca sueña, tampoco cree en el hombre. Yo tampoco.
– ¿En qué podemos creer sino en el hombre?
– Pocas veces hemos hablado tú y yo de creencias.
– Sería improcedente hablar de creencias con un papa.
– Tienes razón.
Suda el papa y se le va la cabeza. Se lleva una mano a la frente y trata de concentrar la mirada en su hijo.
– César, ¿hay niebla en esta habitación? ¿Humo?
– No.
– Siento náuseas y todo me da vueltas.
Se ha levantado más pesado que fornido Alejandro Vi y no puede tenerse en pie, por lo que se precipita sobre la mesa sin darle tiempo a César para acudir en su ayuda. César consigue incorporarse y trata de llegar antes que los criados hasta el cuerpo de su padre, pero también a él le da vueltas la habitación, no puede avanzar, apenas logra tender los brazos marcando el espacio que los separa.