– Como rehén. Pero él es un rehén preciado. Es el hijo de un señor de la Tierra y del señor del Cielo. ¿Y el pobre Djem? Yo soy una pieza cada vez más gastada, que ya no interesa ni a mi hermano, ni al papa y no entiendo por qué el rey de Francia me quiere en el botín.
– Consuélate. Se sabe que los fogones franceses compensan los mejores apetitos.
Las campanas al vuelo interrumpen la fiesta y la redoblan porque el júbilo se ha apoderado de todos menos de Djem y se abrazan entre cortesías franceses y papa
les por el acuerdo de paz, pero Carlos Viii ordena:
– Es hora de partir hacia Nápoles, donde pienso proclamarme ¡rey de Sicilia y de Jerusalén!
Se inclina cortés ante Alejandro y se retira para permitir que el padre bendiga a César, le abrace y proclame en voz alta:
– Cardenal, cumpla su misión junto a nuestro aliado y todo sea por la obra de Dios.
Cabalga el rey francés todavía empujado por el redoble de las campanas y flanqueado por César y Djem, mientras que a sus espaldas las carretas transportan botines de guerra y ofrendas del papa, aunque los principales dones sean los dos hombres que rumían distintas preocupaciones. Suda Djem, víctima de la angustia o de un inconcreto mal.
– Extraños sudores tienes en enero, Djem.
– No me encuentro nada bien, César.
– No creo que la cabalgada sea excesiva. Pernoctaremos en Velletri.
Sonríe César cuando llega al galope un mensajero.
– ¡Majestad! ¡Se han perdido las dos carretas que llevaban los objetos de valor!
– ¿Cómo se han podido perder precisamente esas dos carretas?
Interviene César:
– No hay ladrones como los romanos, majestad. Los hay que se roban a sí mismos cuando no tienen nada que robar.
– ¡Van a rodar cabezas!
Cabalga el rey francés con el entrecejo fruncido y mira de reojo a Djem y César.
– Uno de los dos va vestido de turco y es justo porque es turco, pero su eminencia, ¿de qué va vestido?
– De mí mismo.
Es llamativo el traje violeta y fucsia y empieza a gustarle al rey, que analiza de reojo, cada vez más admirado, el vestuario de César.
Mas ha llegado la comitiva al lugar de descanso, descienden los caballeros y la guardia protege tanto al rey como vigila a los rehenes, pero nadie repara en que Juanito Grasica se ha metido en el grupo y lleva la misma indumentaria que César. Se establece un acuerdo entre miradas, y mientras Grasica se integra en la comitiva real junto a Djem en el momento de entrar en palacio, César va rezagándose hasta quedar desconectado y meterse en un pliegue de la noche. Djem no ha advertido la operación y sigue pesada, torpemente en su condición de rehén, pero cuando concentra los ojos en el hombre que creía César, que va vestido como César, descubre que no es él. Va a lanzar una exclamación, pero Juanito Grasica le ordena silencio y en el estupor permanece cuando, satisfecho el rey por el aspecto del zaguán del palacio, se vuelve hacia donde supone va César.
– Espero que sea residencia digna de un cardenal, puesto que lo es de un rey de Francia, del llamado nuevo Ciro de la cristiandad.
Pero no sigue porque César no es César y Juanito Grasica acoge con sospechosa complacencia las perspectivas que ofrece el palacio y el terror no tiene suficiente espacio en los ojos del sudoroso Djem al comprobar que César ha desaparecido, hasta que el príncipe turco se desmaya.
– Por si faltara algo, el miserable que se ha hecho pasar por César escapó aprovechando la confusión. Haré lo que hubiera hecho Ciro en mi lugar, ahorcaré al alcalde de este miserable lugar y pasaré a cuchillo a este pueblo de ladrones y farsantes.
Della Rovere no está colérico pero sí sombrío.
– Majestad, me permito aconsejarle que no haga ni lo uno ni lo otro. Ha sido acogido como un li berador de la tiranía Borja y esas matanzas envenenarían el futuro.
Nápoles le espera y será señor de Italia de norte a sur, de Milán a Nápoles, nada igual desde los tiempos del Imperio romano.
– ¿Y el Estado pontificio?
– Quedará apresado entre la tenaza del norte y el sur.
– Quiero que me traigan a ese hijo del papa ensartado en un palo.
Entre los asesores del rey circulan noticias preocupantes que el rey quiere conocer.
– ¿Qué habláis a mis espaldas?
– Han sufrido emboscadas las tropas que enviamos en busca de César el renegado. Allá donde llegaban las partidas de nuestro hombres eran atacadas por imprevistos grupos armados que una vez hecho el mal se retiraban. Se dice que los dirige César Borja desde un ignorado retiro.
– ¡A ese hijo de ramera lo pasaré por el potro y le haré beber plomo fundido!
– Con todos mis respetos, majestad, fue un error no cumplir el primer plan acordado. Ocupar Roma, destituir a Alejandro Vi, convocar un concilio para nombrar un nuevo papa y ajustar la cuenta a los Borja mediante un proceso ejemplar.
– No estaba madura la situación para ese escándalo, ni todos los socios estaban de acuerdo con su candidatura para el papado, Della Rovere.
– ¡Todo empezaba por romperle el espinazo a los Borja!
No puede recrearse Della Rovere en su ensueño porque se renuevan las malas noticias, y según un apresurado galeno, hay que acudir a la cabecera del príncipe Djem.
– Parece o finge estar seriamente enfermo y apesta como un albañal.
– Vaya, Della Rovere, no puedo soportar a esa bola de sebo vestida de turco.
Djem está semidesnudo entre sudores de invierno y un desasosiego que le expulsa de la cama donde le retienen los brazos de cuatro soldados. Es tal su fuerza incontrolada que uno de los soldados se sienta sobre su abdomen y lo que era angustia se vuelve rugidos de dolor. Della Rovere contempla el desigual combate entre el agonizante y los soldados y sus ojos se fijan en la presencia oculta, disminuida, inapetente del galeno.
– ¿Qué le pasa a este hombre?
– Se le va la vida por el culo y por la boca.
– Justo fin para un pederasta, pero esa respuesta no puedo dársela a su majestad.
– ¡Joan! ¡Lucrecia! ¡Joan!
¿Por qué me habéis abandonado?
¿Por qué?
Los gritos del moribundo se vuelven llanto y baba y vómito, hieden sus ropas, las sábanas, la habitación y no resisten los soldados reductores, ni los testigos que se apartan dejando al príncipe Djem sobre sus propias deposiciones y sudores musitando con regresivas fuerzas el nombre de Joan Borja. El galeno ha retenido el comentario del cardenal Della Rovere.
– Sin duda se trata de algo que ha ingerido y sospecho que, más que una disentería natural, asistimos a un envenenamiento.
No se inmuta Della Rovere y, mientras arroja una mirada de desprecio sobre la poca vida que le queda a Djem, musita:
– La cantarela.
– Eso es una leyenda.
– ¿En cuántas leyendas creemos y cuántas han probado su incerteza?
Me contaron la fórmula de la cantarela, el veneno de los Borja, preparado por César en la finca de Vannozza en San Pietro in Vincoli: arsénico, el sulfato que se emplea para las viñas, orines. No hay muerte sospechosa en Roma que no se atribuya a la cantarela que reparte el señor Canale o a las puñaladas de Miquel de Corella o a las masacres más masivas del torvo Ramiro de Llorca. Corella mata de uno en uno y Ramiro de Llorca de cien en cien. Corella es el instrumento de amenaza personal y Llorca el colectivo. ¿Por qué iba a librarse Djem?
– ¿Por qué?
– ¿A quién servía Djem a estas alturas?
– Pero el príncipe aún no ha muerto. He ordenado vómitos y sangrías, en cuanto se tranquilice.
– No ordene nada. Mírelo.
Djem buscaba algo en el techo mientras de los labios le colgaban salivas y nombres de sombras que se le escapaban. Della Rovere se le acerca y le pregunta:
– Príncipe, príncipe Djem.
¿Me oye?
Lo oye y lo busca con la mirada. Reconoce a Della Rovere.
– ¡Della Rovere! ¡Hemos ganado!
– Hemos ganado, sí.
– El Bósforo.
– ¿El Bósforo?
– Más allá del Bósforo.
– ¿Más allá del Bósforo?
Y se gasta Djem las últimas palabras que le quedan:
– Más allá del Bósforo, la muerte.
Abre las pesadas puertas Joan a empujones sin que los criados se atrevan a detener su avance ni su ruido porque la ferocidad de su expresión sólo está contrarrestada por las lágrimas y desemboca en la capilla, donde María Enríquez ruega a Dios.
– ¡Lo han vendido! ¡Lo han vendido como a un cerdo!
La mujer está desconcertada, presiente un motivo dramático para la tribulación de su marido y se deja llevar por el impulso de abrazarle, pero se contiene.
– ¿Qué ha pasado?
– ¡Djem ha muerto! Lo habían entregado a los franceses como si fuera un animal y ha muerto.
– ¿Tanto pesar por un infiel?
Ahora el desconcertado es Joan, pero del desconcierto pasa pronto a la indignación.
– Era mi amigo.
Y de la indignación al despegue físico de su mujer dejándola en mitad de la capilla en un inútil gesto de retención. Corre Joan hasta encontrar la soledad del salón del trono ducal y grita al aire como si estuviera poblado por su familia romana:
– ¡Le habéis matado!
No obtiene respuesta y ante el muro de silencio se enfurece aún más el duque de Gandía. Pero ¿de qué sustancia estáis hechos? Ha muerto Djem como un perro abandonado y entregado a los franceses y vosotros os reís y celebráis la dura broma. ¿Y el cadáver de Djem? Te acusan a ti, César, maldito, urdidor de esta jugada del detalle final de Djem para que las manos del francés quedaran vacías.
¿En tan poco le apreciabas como para quitarle la vida sólo por un detalle, un detalle, el querido Djem un detalle, un detalle su vida o su muerte? Pero en Roma, César está contento y rompe la carta de su hermano, que ha leído imperturbable, rodeado por Miquel Corella, Montcada, Llorca y Grasica, excitados y pletóricos.
– A mi hermano, el duque de Gandía, no le ha gustado nada, nada de nada la muerte de Djem.
Me dan asco sus lágrimas histéricas y que haya asumido los rumores sobre la muerte del turco. ¿La cantarela de la que habla Della Rovere? ¿Acaso Djem no se dejaba querer por el clan Della Rovere contra los Borja? El pobre gordo me era indiferente y a veces me divertía.
Corella le tiende un puente de ironía.
– Tu hermano está amargado en Gandía. No le dejan vestirse de turco y se dice que su mujer se mete en la cama en camisón con ventanilla.
Grasica se vuelve desde la ventana.