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– Me han dicho que vais a entregarme a los franceses. No tengo a Joan, mi amigo, el único que me protegía.

– ¿Quién se lo ha dicho?

– Me lo han dicho.

– Delira, príncipe. ¿Cree que los franceses han venido a Roma a buscarle?

Hasta las estancias de los Borja empiezan a llegar desde la calle gritos y blasfemias, ruido de armas y de muerte, mientras César y Miquel cabalgan hacia las luces del campamento francés, la mano del Papa protege especialmente una bolsa que cuelga junto a su pernera derecha y no perderá el contacto hasta llegar al campamento enemigo, cuando la tome posesivamente para dejarla caer sobre una mesa rodeada de militares franceses. No ha gustado su prepotencia y un oficial pincha con un cuchillo su garganta, pero Michelotto ha sacado el suyo y lo pone a su vez en el cuello del militar francés. Hay una colérica parálisis de los militares reunidos hasta que en la habitación entra un personaje que merece el grito:

– "Attention! Le roi!" Solicita una explicación Carlos Viii, con la afilada e inmensa nariz en ristre, mal asentado sobre sus pies deformes, bovinos, y se la suministran en voz baja, al tiempo que le enseñan la bolsa llena de dinero que César ha traído. El rey cede el dinero a un ayudante con un mohín de desprecio y va hacia el trío ya desarmado que componen César, Corella y el oficial francés.

– Así que estoy ante el famoso cardenal César Borja, cardenal de Valencia. ¿Sobrino del papa?

¿Hijo quizá?

– Allegado.

– Allegado. ¿Viene en busca de Giulia Farnesio? Su marido el príncipe Orsini es leal a mi causa y no ha puesto demasiado empeño en rescatarla. La dama es hermosa y el precio ha sido alto. El papa es un hombre que sabe valorar lo que quiere, ¿no es cierto?

– Eso dice su fama.

Ordena el rey con la cabeza que se cumpla lo acordado y al instante brota más que sale Giulia de detrás de un biombo de lona. Mirada por todos, a nadie mira, pasa con majestad ante las inclinaciones de los hombres, sale de la tienda y va hacia un caballo enjaezado. A él se sube y será Carlos Viii en persona quien golpee la grupa del caballo, y sobre el animal, Giulia Farnesio, entre las teas encendidas y los ecos de los cascos de los caballos, avanza hacia la entrada de Roma y a lo lejos parecen sólo quedar luces para captar la soledad del papa, empequeñecido en la lejanía, esperando a las puertas el regreso del amor perdido, como si sólo él y ella contaran después de la catástrofe.

– ¿Ves lo que yo veo, Burcardo?

– Lo veo, cardenal Della Rovere.

– ¿Y no te hierve la sangre cristiana?

– La sangre no hierve, eminencia.

Della Rovere da vueltas en torno a Burcardo como si quisiera sitiarle y rendirle por asedio.

Ante ellos se produce el encuentro entre Giulia y Alejandro, ella arrodillada trata de besarle el anillo, él la fuerza a levantarse y llegan a tiempo César, Miquel, Adriana del Milá, el marido Orsini para llevársela. En el momento en que Orsini cobija a su mujer bajo una capa se detiene el gesto posesivo de Rodrigo y hay un desafío fugaz en las miradas cruzadas de los dos hombres, desafío desigual porque, sobre el ojo vacío, Orsini lleva un parche. Finalmente el papa queda solo bajo la luna y los ojos acechantes e insolidarios de los romanos. Una voz oscurecida, hija de la noche, sale como una lengua bífida en dirección al maestro de protocolo:

– Burcardo, esta noche entrarán los franceses en el Vaticano y los Borja habrán terminado. Será necesario el testimonio cercano de alguien que los conoce bien como tú para impugnarlos y que no salgan librados. Un concilio purificador.

Ésta es la cuestión.

Se ha sobresaltado Burcardo ante las palabras que salen del embozado Della Rovere, que sigue a su lado.

– Los del partido francés lo tenemos todo controlado y esta vez Rodrigo no se salvará.

No contesta Burcardo, y va en pos de Rodrigo mientras Della Rovere sigue los pasos del cortejo Orsini que secunda el regreso de Giulia al hogar. Adriana ha acogido entre sus brazos a la deprimida Giulia y Della Rovere se dedica al marido Orsini, que camina como si llevara el peso del mundo sobre sus espaldas.

– Ha sido humillante, bravo Orsini, pero me ha emocionado su gesto de dar la cara por su mujer en el momento en que el papa parecía tomar definitiva posesión de ella. Se dice que su santidad os ha prohibido los contactos sexuales. Ni siquiera permite que el marido haga uso de su esposa. Rompe el vínculo sagrado que Dios ha establecido.

No le escucha Orsini, como no escucha a su madre Adriana cuando trata de sacarle de su melancolía.

– Todo ha pasado, hijo.

Pero desde la histeria irreprimible, grita el marido:

– ¡Todo ha quedado en evidencia! Más que nunca. No pienso quedarme en Roma ni un día más.

El papa es un monstruo y hasta el marido de Lucrecia desde Padua dice que es un repugnante incestuoso y reclama que le devuelvan a su mujer. ¡Mañana partiré hacia Jerusalén como peregrino!

– Me parece muy lejos para ti, hijo.

– No hay lugar demasiado lejano para mi vergüenza.

Obliga Della Rovere a detenerse al joven Orsini tomándole por los hombros.

– Más vergüenza ha vivido y vivirá Rodrigo Borja, al que me niego a reconocer como mi sumo pontífice. Esta noche los soldados franceses han allanado la casa de Vannozza y han hecho con ella lo que han querido.

No se siente cómplice de las desdichas ajenas el deprimido marido y se escabulle Della Rovere tratando de volver al dúo formado por el papa y Burcardo, pero ya entran en palacio seguidos de César y sus amigos y Giuliano queda a una prudente distancia. En el interior, Alejandro va hacia el trono pontificio y se sienta. Con la excepción de Burcardo, sus hijos, los amigos de César y Djem, nadie le acompaña, y a medida que se acerca el ruido de las fanfarrias que preceden a la tropa francesa, aumenta la serenidad del grupo, sin que nadie se aparte de su puesto, y cuando baten las puertas bajo la presión de la soldadesca, Burcardo lanza la última recomendación.

– Santidad, cada cual en su sitio, y el suyo es el de Dios.

Si el rey de Francia lo profanara, la excomunión lo descalificaría.

Sentado en el trono presencia Alejandro la entrada de los soldados, de sus capitanes, que se contienen a una prudente distancia, y finalmente Carlos Viii avanza cojeando por el pasillo, con el único auxilio de la nariz cuchilla para aparecer dominador y distante hasta que no puede evitar el vis a vis con Alejandro Vi. Todos los ojos estudian el gesto venidero y de él dependerá la partida planteada por Burcardo. Carlos Viii hinca la rodilla en tierra y besa la mano y el anillo que le tiende el papa, mano que luego se alza y bendice al rey de Francia, emocionado y entregado como un vasallo espiritual mientras que, tras el papa, César y Burcardo se sienten ganadores y en el cortejo francés Giuliano della Rovere traga un bolo de amargura.

Levanta la copa Carlos Viii en dirección a Alejandro Vi, que inclina la cabeza en señal de reconocimiento.

– Que los malentendidos del pasado sean la base de los acuerdos del mañana.

Parsimoniosamente alza su poderoso cuerpo el papa y se plantea la desigual batalla visual entre el encorvado rey y el erguido pontífice.

– Señor, me avisaron de que con su majestad llegaba Ciro, el gran conquistador persa, nombre con el que le han saldado príncipes y poetas. Yo aprecio junto a Ciro, el hombre de armas, el talento de un Pericles, estadista insigne, y el razonamiento de un santo Tomás, hacedor de nuestra lógica.

Beben los reunidos y suena la música. De todos los rostros del entorno papal expresa furia el de Corella y depresión profunda el de Djem.

– ¿Qué te apura, Miquel?

– Ignoro cómo se te ha ocurrido aceptar la propuesta de tu padre de acompañar como rehén al rey de Francia en su expedición hacia Nápoles.

– Es una prueba de confianza en nuestras buenas intenciones. Djem también viene como rehén.

– Tu padre es fuerte dentro de su debilidad. El rey francés no se ha atrevido contra él y en definitiva ha sido el único hombre de Estado de Italia que ha tratado de enfrentársele. Pero tú ni siquiera eres oficialmente su hijo.

– No me menosprecies. Soy un cardenal. Ahora se trata de otra corrida, Miquel. Mira la nariz del rey de Francia. Este imbécil sólo tiene nariz y presunción.

Se inclina Della Rovere ante Vannozza.

– Me complace ver que la invasión no la ha afectado, señora Vannozza. Circulaban terribles temores sobre actos vandálicos de la soldadesca francesa, actos de los que habría sido usted víctima.

– Alguna lesión ha sufrido la fachada de mi casa. Pero sólo la fachada. Esté seguro, Giuliano, que de haber sido yo víctima de tales ultrajes me habría enterado.

No es gozo lo que queda colgado de las facciones de Della Rovere, pero Vannozza vase a por César, al que coge por el brazo y se lo lleva a un ángulo del salón.

– ¿Cómo has permitido ese acuerdo de tu padre con el rey?

¿Cómo has permitido que te den el peor papel, el de rehén?

– Rodrigo ahora ve la invasión como una tormenta pasajera y ya planea una política de alianzas para poner en cintura a todos los traidores romanos que se han pasado al francés, para empezar los Orsini y Della Rovere. Cuando se vayan los franceses habrá llegado el momento de ajustarles las cuentas. No he visto nada raro en su empeño.

Acaricia Vannozza a su hijo y en sus ojos no sólo hay ternura sino también un cierto temor.

– Eres demasiado confiado.

– Eres el único habitante de Roma que cree tal cosa. ¿De quién desconfías tú? ¿De mi padre?

– No.

– ¿De mí mismo?

– De la situación. Tú deberías estar en el lugar adecuado en el momento justo, de lo contrario perderás tu oportunidad.

– Ésta es mi oportunidad. Sólo me molesta compartirla con el gordo, melancólico, inútil Djem.

– ¿Lo sabe él?

– Lo teme.

Buscan a un Djem desganado que rechaza las ofertas de las bandejas y se acerca a Alejandro Vi, le habla, le ruega algo que el papa no atiende, se pone impertinente el príncipe turco y un guardaespaldas lo retiene, le empuja, le aleja hasta casi entregarlo en brazos de Vannozza que llega en su ayuda.

– Tranquilo, tranquilo, Djem.

¿Qué te pasa?

– Me habéis vendido. Me habéis cedido al rey de Francia como una sobra que ayuda a sumar lo sustancial del acuerdo.

– Sólo será por seis meses.

– ¿Por qué no siete o cuatro?

– Luego volverás. También se va César con él como delegado del pontífice.

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