– ¡Sabed, florentinos, que las tropas de Carlos Viii, rey de Francia, van a entrar en la ciudad, y bendito sea Dios porque Carlos Viii, el Nuevo Ciro, será el instrumento contra el Anticristo que vive con figura de papa de Roma en la sede de Pedro!
Roma iguala en sus pecados a Nínive o a Babilonia y las rameras del papa han dejado el santo lugar lleno de huevos de la serpiente, crías de Satanás. Hay que volver a la sencillez de la vida cristiana, imitando las costumbres y la vida de Cristo, un Cristo pobre.
¡Una vida cristiana que no puede fundarse en los sentidos naturales, sino en la luz natural de la razón avalada por la Revelación y con el fin de perpetuar el estado de Gracia! ¡Necesitamos un concilio que aleje al Anticristo de la silla de Pedro!
Se despega Maquiavelo de la multitud que sigue el sermón de Savonarola y encuentra la complicidad de un hombre principal vestido de peregrino.
– Cuanto más le escucho más dudo.
Lo ha dicho Maquiavelo y el peregrino finge sorpresa.
– ¿Duda de la santidad de Savonarola?
– Dudo de la eficacia de lo que dice. Tiene discurso para una revolución, pero sólo cuenta con palabras para impulsarla.
– Y con las tropas del rey de Francia.
– Savonarola cuenta con las tropas de Carlos Viii, pero Carlos Viii no cuenta con Savonarola. Es un comparsa para los sueños de anexión de los bárbaros.
– ¿Otra vez los bárbaros?
– A Carlos Viii le llaman el Rey Pequeño y le gastan muchas bromas por el lema de su bandera "Misso a Deo". Pero es un rey pequeño, posiblemente enviado por Dios como instrumento de los bárbaros. La Historia ha construido un statu quo ciudadano en Italia, cada ciudad un sistema, un universo que aspira a reconstruir el universo de la Roma clásica, una razón y en su conjunto una trama hacia una Italia posible, futura, heredera del saber de Roma, tal como se ha esbozado en los últimos doscientos años de sueños del humanismo. Pero están llegando otra vez los bárbaros.
– ¿Los turcos?
– Los franceses, los aragoneses, los castellanos y hasta los suizos se han armado y son los mercenarios más salvajes y amenazadores. ¿Quién va a pararlos? ¿Savonarola? Solamente es un profeta desarmado.
– Un profeta desarmado. Bien visto. ¿Con quién tengo el honor de hablar?
– No son tiempos para confesar identidades, ¿con quién hablo yo, primero?
– El peregrino Remulins, de Cataluña.
Se ríe Maquiavelo.
– Más Remulins que peregrino porque a pesar de la distancia sabemos en Florencia quién es quién en la corte del papa y usted es hombre tan de su confianza como su médico, igualmente catalán.
– Y yo, si no me equivoco, hablo con Nicolás Maquiavelo, hombre escuchado por el gobierno de la ciudad.
– Lo soy pero no sé por cuánto tiempo. Entre Savonarola y los franceses matarán la república. La caída de los Medicis ha significado la oportunidad de traer la república y entre todos la estamos matando. Los Medicis eran truculentos y despóticos pero a veces magníficos. ¿No fueron los Medicis
quienes financiaron a Ghiberti durante cincuenta años para que hiciera unas puertas, las del Baptisterio? ¿Quién puede discutir que la Florencia de Lorenzo el Magnífico creó los mejores brillos culturales desde el siglo de Augusto? En su tiempo, Florencia estaba llena de estudiosos de toda Europa. En cambio, Savonarola y los anti-Savonarola son mediocres, mezquinos, pequeños, beatos. ¿Ha llegado a Roma noticia de la "hoguera de las vanidades"? Retrata a Savonarola y a los suyos. Organizaron una hoguera purificadora para que los florentinos echaran en ella todas sus vanidades y así hicieron.
¿Qué arrojaron a las llamas? Pelucas, barbas postizas, caretas de carnaval, cartas, dados, espejos, perfumes, abalorios, libros, retratos de hermosas damas y hasta algunos artistas quemaron sus obras "licenciosas", como Baccio della Porta o Lorenzo de Credi. Pero a pesar de todo yo prefiero la república, y frente a Julio César, yo estoy con Casio y Bruto.
– Yo he buscado el encuentro con usted.
– Yo no lo rechazo, pero no en plena calle.
Caminan los dos hombres hasta hallarse a cubierto y propone Maquiavelo ser seguido hasta los escalones que llevan a un salón de taberna dominado por una mesa, vasos de vino y hombres reunidos.
Uno de ellos se ha sentido molesto ante la entrada de Remulins y trata de ocultar quién es por el procedimiento de sentarse en segunda fila y colocar la jarra de vino a la altura del rostro.
– No creo traicionar vuestra confianza con la presencia de mi invitado, señor Remulins, asesor de su santidad y hombre interesado por conocer nuestra opinión sobre el fenómeno Savonarola.
– No puede durar.
– Savonarola es un cadáver.
Cabecea Maquiavelo, disconforme con los que así opinan y, tras
tomar asiento y vino, toma la palabra.
– Por el discurso que hoy ha hecho, Savonarola tiene más poder que nunca. Ha mezclado sus argumentos regeneracionistas de la Iglesia con el papel de Carlos Viii como purificador de la cristiandad. ¿Qué más le puede interesar al rey francés? ¿No es un regalo este san Juan Bautista florentino que anuncia la llegada del Mesías y pide un concilio para proclamarlo?
– No blasfemes, Nicolás.
– No es blasfemia, es evidencia. Carlos Viii pasará por Florencia, la aplastará e irá a Roma dejando a Savonarola como un profeta desarmado pero instrumentalizable. ¿No lo ve usted así, Remulins?
– Yo escucho.
– E informa.
No ha podido contenerse el hombre semioculto y adelanta la cabeza, y con ella la cara, el cardenal Della Rovere, y hacia él dirigen todos sus miradas y Remulins la pregunta:
– ¿A quién informo?
– A Alejandro Vi, el próximo objetivo de Carlos Viii.
– Usted mismo, Della Rovere, debería informar como cardenal del Sacro Colegio y defensor de los intereses de la Iglesia.
Trata de sumar la aquiescencia ajena Giuliano y mirando a todos y cada uno de los presentes proclama:
– ¿Acaso los intereses de la Iglesia coinciden con los de los Borja? Un papa que nombra hasta cuarenta y tres cardenales según cuarenta y tres intereses personales o de familia, ¿representa los intereses de la Iglesia? ¿Los intereses de los italianos coinciden con los de los Borja? ¿No es más cierto que esta familia es una raza intrusa que viene de España y ha representado los intereses de la Corona de Aragón en el pasado y hoy los de los Reyes Católicos?
No hay quien se atreva a la respuesta y casi todos miran a Maquiavelo para que se comprometa.
Finalmente habla:
– De lo que estoy seguro es de que los intereses de los italianos no coinciden con los de los bárbaros, y bárbaros y bien bárbaros son los nuevos invasores de Italia.
La soldadesca asalta casa por casa y, como siempre ocurre, los mercenarios sólo sirven para cobrar la soldada y abandonarte cuando vienen mal dadas. Roma está en silencio a la espera del pillaje y del llanto. Milán y los Sforza ceden ante los franceses, Florencia se rinde, Venecia consiente.
¿Qué puede hacer el papa con un puñado de mercenarios? La guardia española y los voluntarios de la colonia alemana resisten en las puertas de Roma, pero es un combate condenado al fracaso. Burcardo, César y Djem escuchan la perorata de Alejandro Vi desde el respeto.
– Y las familias romanas, ¿dónde están? ¿Dónde están esos vendepatrias? Della Rovere es un agente francés, pero Orsino Orsini había recibido mi encargo de hacer frente al invasor, aunque fuera con su único ojo. ¿Dónde está? Por cierto, ¿las mujeres están a buen recaudo?
– No todas.
– ¿Qué quieres decir, César?
– De eso veníamos a hablarte.
Giulia Farnesio está en poder de los franceses.
– ¿Se ha pasado, obligada por su marido, a los franceses?
– La tienen en condición de rehén y te piden un rescate.
– ¿A mí?
– A ti.
Ha oído pero no ha oído el papa. Se ha puesto en pie y quisiera caminar pero no lo hace, también hablar, pero tampoco logra hilvanar una oración compuesta. Sólo consigue decir tres veces "Giulia, Giulia, Giulia" y, ya desahogado, se lamenta:
– Y Joan en Gandía, mi general, mi brazo armado, tan lejos.
Yo le preguntaría: ¿qué podemos hacer?
Mas no contesta el ausente Joan, sino César.
– Pagar.
– Pagar ¿qué?
– El rescate. El secuestro puede tratarse de una burla, conocedores los franceses del mucho interés que te despierta la dama, pero de momento le han puesto un fuerte precio. Están a las afueras de Roma y si pagamos la sueltan.
– ¿A qué esperamos? No importa el precio. César, negocia tú, ahora, corre, no pierdas ni un segundo.
De la penumbra sale Corella, cuchichea con César y se van, dejando al papa con un brazo sobre la espalda de Burcardo, sorprendido por el gesto papal.
– Ya ha empezado la humillación. Entrarán en la ciudad y traen la consigna de desposeerme de la sede, convocar un concilio y nombrar un papa proclive a sus intereses.
Medita Burcardo y no se suma a la tristeza autocompasiva de Alejandro Vi.
– Pero se encontrarán con un buey Borja con las patas bien firmes y la testuz defendiendo la sede de Pedro. Poca fue la resistencia del papa Luna desde Peñíscola comparada con la que yo pueda hacer. Burcardo, escucha y anota, porque puedes oír en estos momentos mi última posibilidad de testamento. Grandes han sido mis faltas, pero siempre he tratado de consolidar la autonomía de la Iglesia frente a los príncipes.
– No todo está perdido.
– ¿Tienes un ejército escondido entre tus libros de rezos o de protocolos?
– El ejército escondido, invisible, pero real lo tiene su santidad. No dé la tiara por perdida hasta no descubrir las intenciones del francés.
Arde Roma, comprueban los dos hombres desde las ventanas asaltadas por las luminarias, y el pillaje se desparrama como el aceite hirviendo. Djem, a espaldas del papa y de Burcardo, se ha sentado a una mesa y come con las dos manos cuantos manjares se ponen a su alcance hasta que nota la mirada desaprobadora de Burcardo sobre sus manos, sus labios grasientos, su cuerpo vencido por el ataque de bulimia. Los ojos de Djem son no sólo los de un animal hambriento, sino también acorralado.
– ¿Qué le pasa, príncipe Djem?
– Tengo hambre.
– ¿Es sólo hambre lo que tiene?
– Júrame que me dirás la verdad, Burcardo.
– Toda la verdad que yo tenga es suya.