– Ha llegado el cortejo de Nápoles. Jofre y doña Sancha saludan a la multitud.
– Ésta es otra historia. Por lo que me han contado, Sancha, la mujer de Jofre, se mete siempre desnuda en la cama.
– Y con todo el que puede.
– Mi hermano es casi un niño y ella una sureña de dieciséis años.
Mal asunto los maridos cornudos.
Preso de un ataque de cuernos por los devaneos de Giulia Farnesio, el infeliz Orsini quiso irse a Jerusalén, pero le ha sido más cómodo refugiarse en un castillo de la familia y reclama que su mujer le acompañe. Desde allí conspira para destruir a mi padre y resucitar un partido francés, ahora que Carlos Viii regresa a Francia con la cola entre las piernas. Mi padre le ha prohibido a Giulia que haga vida marital ¡con su marido!
Cuadro completo. Mi hermano Joan en Gandía compensa la muerte de Djem y la cristiana continencia de su mujer con todas las putas del ducado y Jofre se saca la espada más que el sexo para compensar las aventuras de doña Sancha. Miquel, demasiados cuernos en esta historia.
Las alegres risotadas de los compinches son acogidas con complicidad por el recién llegado Alejandro, que sin decir nada abraza a César larga, emocionadamente.
Se despega de su hijo, lo contempla como una lejanía.
– Espléndido, César. Tu fuga del ejército francés ha sido extraordinaria y no hay corte que no se ría de ella.
– Va a quedar poco tiempo para la risa. Carlos Viii se retira pero ha puesto en evidencia la fragilidad defensiva de los Estados italianos. Nos quedamos alelados cuando vimos entrar al ejército francés, el verdadero ejército moderno nacional: tres mil jinetes, cinco mil infantes de Gascuña, cinco mil infantes suizos, cuatro mil arqueros bretones, doscientos ballesteros y un importante cuerpo de artillería lo suficientemente ligero como para ser arrastrado por caballos y no por bueyes. Los Estados italianos no se pueden defender a base de mercenarios y de señores feudales irresponsables, un puñado de condotieros venidos a menos, más mercenarios que los mercenarios plebeyos y sólo pendientes de la finalidad de su propia tribu.
Pasaron los tiempos en que los condotieros como Sforza podían incluso llegar a tener sentido de Estado. Hay que crear un ejército regular y quiero que me escuches.
Tengo proyectos.
– Lo comentaré con tu hermano Joan. Le haré venir de Gandía para castigar duramente a los Orsini. La situación tiene una inmensa ventaja. Desenmascarado Giuliano della Rovere, ha buscado refugio en Francia. Nos libramos de esa mosca cojonera.
Ante las risas de los amigos de César, Alejandro finge una festiva sorpresa.
– ¿De qué os reís? ¿No somos los Borja bueyes y no es la mosca cojonera una habitual de las partes de los bueyes? Con toda su fortaleza el buey no puede embestir a esa mosca y mejor que se haya ido.
De momento tengo proyectos defensivos no militares. ¡Alianzas!
¡Alianzas de sangre! Se ha roto la de tu hermana con los Sforza, pero ahí está Jofre y doña Sancha. Tu hermano quedó como un Borja la noche de bodas. El "xiquetet" (3) se subió tres veces encima de doña Sancha y ella no consiguió descabalgarle y lo acredita el testimonio del cardenal legado y del mismo rey de Nápoles.
Tu hermana Lucrecia se la pasaré al hermano de doña Sancha y eso acabará de completar una gran jugada napolitana que implica a la Corona de Aragón y al rey de España. Pero de momento sigue sin dejarte ver demasiado. El rey francés ha dado orden de busca y captura contra ti y yo le he enviado una nota de pesar, lamentando tu irresponsable conducta. El muy memo se [3] había proclamado rey de Sicilia y de Jerusalén.
– ¿Por este orden? Es un enunciado imaginario, pero muy usado.
Es como proclamarse rey en la Luna.
Consiente el gozoso Alejandro la burla de César y le ve marchar con orgullo y respeto. Se acerca a la ventana para contemplar la llegada de Jofre, Sancha y su séquito. Ella es una muchacha que luce una espléndida, sabia delgadez de sureña contenida y de mirada desafiante, mientras a su lado el marido barbilampiño mira a diestro y siniestro, superarmado y retador.
Cordial y sensual, Sancha responde con indiferencia ante la reverencia de Burcardo, y se entrega al espontáneo abrazo de Vannozza y al más calculado de Lucrecia. Estudia cuanto le rodea con una mirada posesiva, y al levantar el rostro por la fachada, sus ojos tropiezan con la presencia de Alejandro Vi y César en la ventana.
No baja la mirada la napolitana, sino que la sostiene y abre la sonrisa cuando aprecia la malicia valorativa en los ojos del papa y de su hijo. Alejandro ha iniciado un ligero saludo con los dedos tras los cristales y lo reprime para enviarle una bendición ampulosa.
Al estímulo responde Sancha con el acto reflejo de hincar rodilla en tierra y sonríe el papa en la distancia. Alejandro musita:
– "No comprenc com el xiquetet va poder amb aquesta famella" (4).
Suena la música y, roto el protocolo, los Borja y sus amigos se dejan llevar por la noche y las libaciones. Los ojos de doña Sancha parecen dedicados a seleccionar los gestos del escándalo: labios demasiado próximos de parejas que hablan, las manos del papa pasando de la cintura de Lucrecia a la de
(4) "No comprendo cómo el mozalbete pudo con esta hembra.
Adriana del Milá o sus ojos definitivamente cazadores ante cada desaparición de Giulia. Se detiene la mirada de la napolitana en la poderosa presencia de Ascanio Sforza. La estudia. La saborea, diríase. Intenta Sancha fingir dedicación por el adormilado Jofre, pero le divierte más escuchar cómo el insolente Corella canta una canción a la oreja de una embajadora.
– ¿Sorprendida?
Se ha puesto a su lado César, que va como vestido de luto.
– ¿Hay algo de lo que deba sorprenderme?
– Tal vez no lo hayas visto todo.
– Eso espero.
– ¿Te han defraudado los Borja?
– Es mucho más interesante la leyenda.
– ¿Contribuirás a ella?
– ¿Debo? Parece muy enterado de toda esta gente. ¿Quién es aquel cardenal de tan poderoso aspecto?
– Vamos a ver. Buena apreciación. Ascanio Sforza. Estuvo a punto de ser papa.
– ¿Lo merecía más que mi suegro?
Se aguantan las miradas maliciosamente. Doña Sancha parece reparar en el traje negro de César.
– ¿De luto?
– No era ésa mi intención. Yo casi siempre voy vestido de luto.
– ¿Quién es usted?
Se soprende César de no haber sido reconocido.
– Un personaje de la leyenda negra de los Borja. ¿No le han contado los relatos de las costumbres de Roma? Especialmente del propio papa o de su hijo natural, César.
– Sí. De ambos.
– ¿Le habían contado la historia de las castañas?
– Ésa no.
– Es costumbre orgiástica que en este salón, en presencia del papa, una docena de mujeres desnudas caminen a cuatro patas recogiendo con la boca las castañas que antes les han tirado en el suelo.
Cierre los ojos e imagínelo.
Cierra los ojos Sancha y lo imagina y ve los culos rosados y los senos de las mujeres reptadoras, las castañas por los suelos, el papa presidiendo, Lucrecia y Vannozza jocosas. Abre los ojos sonrientes.
– ¿Lo ha visto?
– ¿Son comestibles las castañas?
– ¿Ha visto cómo los caballeros se subían a la espalda de las mujeres desnudas y las cabalgaban?
– No. Eso no lo he visto.
– Vuelva a cerrar los ojos y haga un esfuerzo.
Así lo hace y sobre la misma escena se superponen los caballeros que montan a las damas y ya Lucrecia está en las rodillas del papa.
De nuevo el vértigo del abismo moral la obliga a abrir los ojos y repasar el mal menor de las justas eróticas livianas que presencian.
Pero César se le ha acercado demasiado, casi pegado a ella, y sus labios merodean los suyos.
– Me presento, hermana mía.
Soy César Borja.
Se ha despertado el joven Jofre a tiempo de ver el acercamiento y se predispone a interponerse entre la pareja cuando tropieza con un criado y su bandeja repleta de copas y botellas, y al estrépito de la caída y al desconcierto del vertido de las copas sobre los vestidos acude Vannozza poniendo orden y cubriendo la tribulación del muchacho. La actitud burlona de César le advierte de algún desaguisado y quiere abrazar a Sancha para protegerla, pero huye la napolitana y sale majestuosamente al jardín abriéndose camino entre miradas desnudadoras, pendiente de César, que dialoga con unos amigos, y comentan algo que intuye la afecta, y ve cómo César se despega del grupo y va hacia ella con todas las malicias en los ojos y cuando trata de ganar el jardín tropieza con el corpachón de Alejandro Vi, que la retiene benévolamente entre sus brazos y la mira arrobado.
– ¡La flor más tierna, hermosa y oscura de Nápoles!
Regatea la muchacha al papa sin perder la sonrisa y llega al jardín, adonde la sigue César con la mirada dedicada, dejando a Alejandro en una perpleja parálisis. Pero poco rato permanece paralítico, porque pasa a su lado Giulia y como ella finge desentenderse sin perder la sonrisa, la quiere seguir Alejandro, pero no le deja el asalto de Vannozza, la voluntad conversadora de la mujer a la que Alejandro responde por una cortesía que no desdice la voluntad de seguir la ruta de la Farnesio.
– Es tu noche, Rodrigo.
– La de toda nuestra familia, Vannozza. Joan emparentado con los reyes de España y Jofre con los de Nápoles, a la espera de Lucrecia, que seguirá su camino.
He seguido la obra del "oncle" Alfons, construir una poderosa familia, y a cada derrumbamiento de ese edificio le he buscado la pieza que prosiguiera implacablemente esa labor. Cuando murió o mataron a mi hermano Pere Lluís, yo hice de mí mismo y de Pere Lluís, yo fui los dos. Le puse Pere Lluís a mi primer hijo para que continuara el destino de mi hermano, para que fuera instrumento de poder de la familia, pero también murió, y he puesto a Joan en su puesto y lo he casado con la que estaba apalabrada como mujer de mi hijo muerto. Tengo instinto dinástico, como otros tienen instinto de supervivencia.
– Todas las piezas están en su sitio, ¿y yo?
– Te haces vieja, Vannozza, no de cuerpo, pero sí de espíritu.
Nunca te habías quejado y te quejas demasiado últimamente, no creo que tengas motivos.
– Yo sólo he sido el reposo del cazador, la paridora que te ha permitido juntar piezas para la construcción del edificio Borja.