Al padre de Victorino, el ingeniero Argimiro Peralta Heredia, no hay mujer en florescencia, azucena soltera, magnolia casada, lila viuda, que le tienda la mano sin que él se le quede mirando a lo guardabosque de Lady Chatterley, en repaso de inventario, se diría que al borde de quitarse el pijama para acostarse con ella. Victorino nunca ha logrado explicarse de un modo satisfactorio cómo los maridos, los hermanos, los amantes, no le zumban a su padre una bofetada preventiva, jurídicamente inobjetable. Mami, por su parte, se estrella ante la enguantada dialéctica del acusado:
Pero Mami (usurpa un tratamiento que sólo Victorino tiene derecho a usar legalmente hablando), los celos a nuestra edad son un delito de lesa cursilería, a los cuarenta y cinco años sigues viendo visiones de colegiala, ¿cómo se te ocurre que? y al día siguiente le llegan a Mami orquídeas de incógnito, y ella sonríe crepuscularmente al darle las gracias, no tiene cuarenta y cinco sino cuarenta y ocho.
Victorino, en exiguos suspensorios por exclusiva vestimenta, se ha sentado en la banqueta del vestuario a contemplarse las uñas de los pies y a denigrar de su padre, Es un cínico, piensa. La uña del dedo gordo derecho es fuente de su máxima preocupación, mezquina y encajada de nacimiento, no hay doctor Scholl que valga frente al pulgar macrocéfalo y pensativo, arzobispo o banquero cuya calvicie desentona en la vecindad de sus nueve hermanos armoniosos, entallados, blancos, como espárragos enlatados. El ombligo es un grano de café agobiado por los orondos músculos del abdomen, frutecen desvaídas las tetillas sobre los dilatados pectorales, Victorino se acaricia con la palma de la mano el vello bermejo que le sombrea la muñeca, golpetea con los puños cerrados sobre los compactos cilindros de sus muslos, y usted, Malvina, prima y novia suya, permanece atrincherada en su terquedad de caja fuerte, ¿de qué le sirven a Victorino sus soponcios cuando la besa, ni su temblor de animalito con fiebre cuando le toca los senos, ni el pegadito molusco de su vientre, ni su ronroneo de gatica ovillada entre suspiros y palabras carnales, de qué le sirven si los dos están de pie, a la luz del mediodía y con la ropa puesta, Malvina?
Victorino, ya embutido en el overol azul, blancos los calcetines de lana e igualmente blancos los zapatos de goma, entra a trote de boxeador a la plataforma del gimnasio. Louis Bretón, el entrenador, desatiende levemente los ejercicios para ladearle un bon jour de recibimiento. Louis Bretón fue campeón peso pluma en Argelia, conserva atestiguantes recortes de periódicos a disposición de los suspicaces, pero la grasa del tiempo y los menús hispanoparlantes lo han convertido en un barrilete cubista, gruesos anteojos de miope le domesticaron la mirada agonística, dos muelas de platino le metalizan la sonrisa. Lleva pantalones azules y zapatos blancos como sus discípulos, si bien se diferencia de ellos en la escotada camiseta (en vez de overol corrido) que lo viste desde la cintura hacia arriba. Del nervudo pescuezo le pende una cadenita de oro, de la cadena una medalla: las eñgies de San Roque y su perro se aislan del mundo, refugiadas en la pelambre eremita que le enmaraña el pecho a Louis Bretón.
Ramuncho, Ezequiel y William, los tres compañeros predilectos de Victorino, yacen boca arriba sobre tablones enlodados, encogen y despliegan sus extremidades en ritmo de pistones acoplados al dispositivo de la voz (la voz imparte sus instrucciones amistosamente, como quien da un consejo, Las manos bajo la nuca y los pies alzados, vamos muchachos, flexión de los hombros a izquierda y derecha, póngale ganas, a tocarse la punta de los pies, no te aflojes Ezequiel, tú no eres de mantequilla) de Louis Bretón. El timbrazo de un reloj de pared desprovisto de números (es un reloj descaradamente mondrianesco: tres cuadrantes son amarillos y el otro rojo, el secundario es una solitaria manecilla negra, dinamismo expresivo, boogiewoogie del tiempo, neoplasticismo en marcha) ordena un receso en el entrenamiento, huele bruscamente a sudor pero a sudor de gente bañada con jabón Pears, Ramuncho bufa incongruentes palabrotas sentado en posición yoga, se reanuda la práctica, ahora pedalean con las piernas en alto (cuando Louis Bretón grita Allez) una bicicleta imaginaria.
Victorino cruza por entre los caminos artificiales que tejen en el aire sus compañeros tumbados, le retribuye su bon jour al entrenador y dirige el trote hacia el sur del largo rectángulo, allá donde están hacinadas las barras y las pesas. Tendido de espaldas sobre una tosca chaiselongue forrada en cuero, Victorino elevará los brazos a viva fuerza, sus manos empuñan una barra de acero, a los extremos de esa barra se adaptan circulares pesas verdes. En el vértice del impulso enrojecen tensos los músculos del cuello, rechinan como bisagras los dientes apretujados, se deforman los labios en un rictus de aparente, o voluntario, sufrimiento.
Estoy duro, Malvina. En la substancia que consolida los músculos, no en la gelatinas fantasiosas del cerebro, reside la genuina inteligencia, si le damos a la inteligencia su rango de manantial de energía, nunca el de aguja remendadora de virginidades rotas y debilidades congénitas, pensaría Victorino. Victorino querría ver hasta qué límite los acompañarían la firmeza de carácter y la vocación humanística a esos Faustos de veinte años, con la espina dorsal torcida y corrimientos en las encías, si un insinuante Mefistófeles les ofreciera cambiarles los diez libracos que han leído y la estima innegable de sus profesores universitarios, amén de la consabida alma, por una musculatura y una salud como las suyas, por el derecho a mirarse en el espejo del baño desafiantemente desnudos, como él se mira. Se les irían al mismo carajo (perdóneme la confianza, Malvina) las aberrantes teorías, elaboradas al alimón por los moralistas y los sádicos con el propósito de. Victorino está duro, Malvina, y la convicción de su consistencia le basta para sentirse satisfecho de haber nacido y crecido. No se disminuye al amanecer bajo las toses quejumbrosas de los fumadores, sino respira libertad y frescura como los novillos y las plantas. No se despierta entre nubarrones de jaqueca y presagios funerarios como los bebedores, sino mira la mañana con pupilas impávidas y corazón en reposo. Abomina toda calamidad que marchite los tejidos, llámese nicotina, alcohol, masturbación, mesa de juego, enfermedad o tristeza, y por iguales causas abomina la moral corrosiva de quienes despilfarran su juventud, apergaminados prematuramente por el aburrimiento y la pedantería, entre textos de química orgánica y especulaciones filosóficas, rumiantes apersogados en los pesebres bibliotecas. En este instante levanta pesas de veinte kilos, Malvina, y podría duplicar el gravamen si lo apuran mucho, porque está duro y sus músculos responden al llamamiento de su voluntad. Victorino desearía aclararnos enseguida, Malvina, que esa fortaleza, más apropiadamente superioridad, la ha adquirido, no por don milagroso del Espíritu Santo sino gracias al sudor imperturbable de sus. Cada recién nacido, salvo los enclenques y los heredoalgo, trae a este mundo la posibilidad de edificarse torre, y torre se edificará siempre y cuando invierta las horas vivas en el cuajamiento de su mampostería. Qué puede preocuparle a Victorino que un competidor escriba versos, componga música o resuelva ecuaciones, si en la emergencia de ser hombre, desnudo el otro, desnudo Victorino, desnuda usted, Malvina, en el palenque de una isla desierta, será de Victorino el privilegio de tirarlo al agua, lo tirará, no tenga la menor duda, con sus yambos griegos y su gastritis, para quedarse en soledad con usted, Malvina. Bien pueden predicar sermones y pintar pajaritas preñadas los oradores y los periodistas, los curas en sus pulpitos y los tratadistas en sus tomos. Periodistas, oradores, tratadistas y curas no han servido hasta el presente sino para igualar arbitrariamente al débil con el fuerte, armando al débil de cañones mortíferos y códigos leoninos, guiados por el frenesí de atizar la matanza entre los unos y los otros, etc. así pensaría Victorino si le diera por pensar. Estoy duro, Malvina, eso es todo lo que piensa, hace descender la barra sobre su pecho, sus pulmones se desahogan en un suiiifff esponjoso y agradecido.
William y Ezequiel se aproximan a los sacos que cuelgan del techo, giran en guardia alrededor de los torsos de cuero, amagan con la mano izquierda y descargan luego la derecha en oblicua y violenta travesía, se amparan la quijada con los guantes como si el zurrón bamboleante tuviera brazos para responderles. Louis Bretón los obseva, los asesora, mejora esajab, William, y tú, así no se mueven las piernas Ezequiel; siempre con su voz protectora y cortés. Victorino ha dejado las pesas en su sitio, ahora aporrea la pera negra del punching bag, la pera bate vertiginosamente contra la plancha de madera que la sostiene, el puño repercute riguroso y sincrónico, cincuenta veces tac como redoble de palillos en la membrana de un tambor de caja seca.
En el salón de las duchas se reúnen los cuatro. Victorino ha hecho girar la llave hasta su último viraje, el agua se estrella tumultuosa sobre su espalda y luego se despliega en comba de surtidor, Victorino sopesa como duraznos sus testículos remojados, le llega el grito de William por encima del tabique izquierdo:
¿Sabes la última? Esta noche hay pachanga casa del Pibe Londoño, nos negrearon, no nos invitaron.
Victorino cierra la regadera y descuelga la toalla del gancho. Entonces aparece, montada en pelo sobre las violas del agua que la vieron nacer, la voz gorgoteante de Ezequiel que redondea la noticia desde el tabique derecho:
Llamamos por teléfono al Pibe para sondearlo, se cortó todo, no dijo una palabra de la fiesta, Esta noche tengo un compromiso para estudiar álgebra, eso dijo el gran fulastrón de mierda, me cago en su álgebra.
Salen los cuatro al corredor a pasearse en conciliábulo, envueltos en sus toallas heroicas, vindicatorios senadores romanos. Parte narrativa: la honorable familia Londoño celebra los quince años de la Nena, ofrece una recepción bailable esta noche en sus salones, ha invitado a medio Caracas. Parte motiva: La familia Londoño ha decidido, tras un análisis concienzudo de los probables riesgos y de las posibles derivaciones, retener las invitaciones de ellos, los amigos del alma del Pibe Londoño, para liberarse de tenebrosas (camorra, traumatismos, árnica) consecuencias; y el infeliz Pibe Londoño, nuestro pana entrañable, ha aceptado sin chistar la indecencia discriminativa de sus progenitores. Ezequiel es estudiante de Derecho, no hay que olvidarlo.
De todos modos, vamos a esa fiesta sentencia draconianamente Victorino.