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El inapelable veredicto provoca el despliegue de la risa insólita del acusador Ezequiel Ustáriz, una risa que se entreabre en pianísimo rumoroso, cabriolea en tempo allegro ma non tropo, culmina en exacordos de carcajada redonda, supertónica y dominante, desciende en andante cantábile, morendo en una coda viva de arpegios en carretilla.

Vamos a la fiesta y llevamos a Mona Lisa añade Victorino implacable.

¿A Mona Lisa? La risotada de Ezequiel Ustáriz se reproduce en toda su esplendorosa gama instrumental, sus tres compañeros la corean, jamás produjo tanto jolgorio el nombre de la modelo de Leonardo, Sí hombre, a Mona Lisa. Y Louis Bretón, ex campeón peso pluma de Argelia, también se ríe a lo lejos, sin saber de qué.

Estos cuatro atléticos mocetones que aquí veis, Ramuncho, William, Ezequiel y Victorino, son amigos jurados desde la época trepidante de las motocicletas. Victorino tenía entonces catorce años y aquella fue la primera batalla que le ganó a su padre, también a Mami que se embanderaba de súplicas y reproches ante la idea de verlo trepado a uno de esos aparatos infernales. Mami, tan enemiga de simulaciones y cabalas no tuvo escrúpulos en fabricarse un taimado presentimiento:

He soñado varias noches seguidas, Victorino, que te morías en un choque, un accidente de tránsito, sangre, humareda, tornillos, algo horrible y enjugaba una lágrima para imprimirle mayor autenticidad a la artimaña.

Una mujer culta como tú, Mami, no debe creer en pesadillas, estamos en pleno siglo veinte le replicaba Victorino, y su argumento rebotaba favorablemente en los predios racionalistas del ingeniero Argimiro Peralta Heredia.

Tiene razón el muchacho decía el padre pero no le compraré la motocicleta suicida de ninguna manera, creer en sueños es ver el cielo por un embudo, yo sueño una vez a la semana que duermo con Sofía Loren, la maravilla de las maravillas, nunca me sucede en la vida real.

¿No os dije que era un cínico? Victorino se vio precisado a aprender la conducción de motos en la de William cuya familia, de ascendencia y convicciones inglesas, lejos de temerles se siente orgullosa de esos vehículos que tanto prestigio y beneficios proporcionan a la industria ligera británica. Una tarde irrumpió Victorino en el jardín de su casa por el sendero de los automóviles, montado en la moto de William, con los brazos abiertos como los bomberos acróbatas, Mami en el balcón se cubrió el grito con tres dedos espantadizos, al padre no le quedó otro armisticio sino comprarle una Triumph trepadora, color rojo hemorragia, la más voladora y piafante entre todas las motocicletas del Country.

Ser propietario y piloto de esa Triumph purpurina equivale al enterramiento en urna blanca de su niñez, bajo el macadam de una avenida. A los catorce años de edad ha nacido un nuevo hombre, Prometeo a caballo sobre un leopardo mecánico. Ni cuando su tío Anastasio lo lleve mundanamente a un burdel de Chacao y conozca por vez primera rincón húmedo de mujer (eso sucederá un año después de haber estrenado la motocicleta) disfrutará Victorino como hoy la convicción de su mayoría de edad, de su independencia de pensamiento. Nunca había experimentado antes tampoco la embriaguez producida por ese elíxir que rotulan Propiedad Privada y que tan profunda huella deja en la historia pública de las naciones y en la vida particular de los hombres. Los juguetes jamás fueron suyos sino instrumentos utilitarios que compraban sus padres para mantenerlo a distancia de sus coloquios adultos. Tampoco fueron suyos sino obligaciones, responsabilidades de sus padres, los execrables enseres escolares, ni las ropas que le impedían andar sinceramente desnudo por entre los bambúes que el calor acogota. Ni siquiera era exclusivamente suyo el perro hogareño, Onza, que respondía con humillada zalamería a sus maltratos y amanecía al pie de su cama en súplica masoquista de zapatazos. Ni la bicicleta esquelética que cualquier repartidor de botica carga entre las piernas.

La moto, en cambio, es pertenencia y vínculo, parte de uno como el sexo y los dientes, como la altanería y la voluntad. La moto es un ser infinitamente más vivo que un gato y que un canario: por amiga viva se le quiere con miramientos, por novia viva se le adorna con lacitos, por niña viva se le cuida con esmero y pulitura. Vengan a ver, jevas de todos los países, la Triumph roja de Victorino, con los manubrios en cornamenta que Victorino le ha adicionado, sin una mácula de grasa porque las manos de Victorino la acicalaron, con los parafangos espejeantes porque esas mismas manos de Victorino los cromaron, vengan a verla a paso de vencedores por las calles escarpadas que descienden de las faldas del Avila. Vengan a verla, intrépida y rasante en las curvas, obediente a la vibración de los antebrazos de Victorino como una potranca pura sangre. Vengan a verla, gavilán y relámpago en las rectas, aparearse estimulada por el puño derecho de Victorino al pelotón que la aventaja, situarse en un vuelo a la cabeza de todas, épica como el caballo de un cheik. Vengan a verla, rumbeadora y temeraria, bajando a media noche por el viejo camino enrevesado que conduce al mar, poniendo a prueba la hombría y el instinto de su dueño. Vengan a verla, liberada de silenciadores y mordazas, erizando la mañana de viriles estruendos, despertando a los carcamales con su somatén de juventud. Vengan a verla, tronadora de gases y coraje, intimidando las alamedas con sus tiroteos de guerrillera. Vengan a verla contigo en el anca, Malvina que me anudas los brazos al pescuezo, Malvina que restriegas contra mi espalda los dos limones que te alborotan el suéter, Malvina que me gritas ¡Párate por favorcito tengo mucho miedo!, yo sé muy bien que no tienes ningún miedo sino ganas de abrazarme, Malvina.

Hagamos un safari, boys propuso William al trasluz ceniciento de un atardecer caluroso, la lluvia prometió visita y no había cumplido su palabra, un vientecillo de horno resucitaba periódicos leídos y hojas secas.

Hacía largo rato que los seis bostezaban en expectativa, maldecían el plantón de la lluvia, montados a medias en las motocicletas, un pie en el pedal y otro en la tierra. Aceptaron el programa cinegético de William sin sospechar por un segundo que de aquel safari se hablaría por muchos meses en el Este, que aquel esparcimiento deportivo les acarrearía el odio inquisidor de las damas católicas y el desprecio puritano de los caballeros consagrados, no obstante que nada logró probarles la Policía Judicial cuando el coronel Arellano los condujo desconsideradamente hasta ella. Por lo contrario, más les creyeron a ellos que a su acusador. Mayores visos de lógica que la denuncia gratuita del malhumorado coronel, presentaba el juramento de testigos oculares que prestaron ellos mismos, Ramuncho y el Pibe Londoño, juramento según el cual motociclistas fantasmas, Los vimos con nuestros ojos, demagogos negros de los barrios comunistoides, Qué facha tenían, habían sembrado sangre y muerte en los heléchos del Country y de La Castellana para vengar seculares agravios de raza y de clase.

El safari del cuento, que tan sensacionales dimensiones habría de adquirir a la media noche, se inició al morirse de gris la tarde, de manera divertida y trivial. Los seis corsarios fueron hasta sus casas en decomiso de armas. Al regreso hicieron inventario: dos rifles de cacería, capaces de matar a los tigres del Fantasma si se ponían a tiro, obtuvieron William y Ezequiel en los closets de sus tíos; el Pibe Londoño dio con un tercer rifle en las gavetas de su hermano mayor el hacendado; Ramuncho desenterró de un escaparate aquel esclarecido revólver de cañón largo que engalanó la Entura de su abuelo cuando éste fue Jefe Civil de Candelaria; Victorino pidió prestada, a la guantera del Mercedes Benz de su padre, una pistola browning impaciente y contemporánea. En cuanto al Turco Julián (para esa época andaba todavía con la patota, el muy hipócrita) no logró aportar sino una escopeta de municiones que, salvo los conejos y las palomas, no existía animal agreste que no se riera de ella. Victorino no recuerda cuatro años más tarde si fue la propicia aparición de la escopeta de municiones, o la antipatía que les inspiraba a todos el fox terrier de las hermanitas Ramírez, la circunstancia que los inclinó a iniciar la partida con una pieza de caza menor. El perrito se llamaba Shadow, desvirtuaba por gordo las características de su linaje pero era, eso sí, desdeñoso y sarcástico como la fox terrier que lo parió. La verdad sea dicha, todos los integrantes de la patota andaban, quien más quien menos, enamorados de las hermanitas Ramírez, unos de la mayor con su perfil numismático y sus crespos dibujados al carboncillo, los demás de la pequeña con su mirada de ópalo noble y sus manos tan sutilmente blancas como el aroma del jazminero. Y otra verdad aún más amarga también sea dicha, la efigie de ninguno de ellos pasó jamás por el pensamiento de las dos bellas cuanto presuntuosas habitantes de la calle Altamira. La mayor desfallecía de amores imposibles ante un retrato de sir Lawrence Olivier con una calavera en la mano, el monólogo desentonaba fúnebremente junto a los colorines sicodélicos de su estudio; la pequeña padecía martirizantes clases de piano, ningún recuerdo de muchacho varón era digno de trasponer las alambradas de sus múltiples interminables engorrosos arpegios. Para Shadow (el contraste les emponzoñaba el domingo) todo se volvía desvelos y amapuches, shadowcito lindo, mi sol. Entre los brazos de ellas se plegaban como hojaldre las orejas triangulares del perrito; negra nube sobre las colectivas ilusiones amorosas era el lunar que le anochecía el ojo izquierdo a Shadow; Shadow los vigilaba a distancia con escrutadora socarronería de Scotland Yard; Shadow enderezaba la cola trunca como antena de superchería. La caza del fox terrier le fue asignada al Turco Julián, no en calidad de befa a su candorosa escopeta de municiones, ahora sí recuerda Victorino, sino porque el Turco era el más servil entre todos los adoradores de la mayor de las Ramírez, rondaba musulmanamente horas enteras la verja de la quinta, ella leía un libro de versos (o de cocina) a la sombra

de las acacias, ella estaba decidida a no enterarse jamás de la existencia del Turco Julián sobre la tierra, ingrata. Las hermanitas Ramírez andaban de cine o de concierto, en otra forma de poco le hubieran valido a Julián su astucia siria y su paciencia libanesa. Enjuego puso ambas virtudes ancestrales hasta lograr atraer la silueta de Shadow, desconfiado y alerta pero ahí estaba, atraerlo al claro donde apuntaba su escopeta de municiones. El primer disparo se estrelló en plena barriga, era demasiado gordo para fox terrier el pobre, le empedró un abanico de agujeros. Shadow trastabilló mal herido, dio un barquinazo ebrio contra los azulejos de la pared, gruñó un desafío agónico al agresor inesperado e invisible, una nueva retahila de plomo taconeó sobre el lunar negro que le cubría el ojo izquierdo, de su sagaz pedantería no quedó sino despojos. Las hermanitas Ramírez andaban de cine o de concierto, las barloventeñas del servicio chismorreaban en la cocina remota, ningún ser humano tuvo la oportunidad de presenciar (llorando) la troyana muerte de Shadow ante el portal de su casa.

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