Victorino abrió la puerta de un puntapié y se fue hundiendo gradualmente en su desgracia. El primer infortunio, la blusa machucada sobre el asiento de la silla, las faldas barriendo el suelo como bandera en derrota, el primer infortunio fue un vestido rojo de mostacillas que Blanquita no descolgaba desde hacía mucho tiempo, Victorino llegó a pensar que lo había empeñado, lo había vendido, lo había regalado en el vecindario. Su segunda fatalidad fue desviar el rostro demudado hacia la cama.
La cabeza de Blanquita destrenzaba guirnaldas de vaselina y pachulí sobre la almohada, por toda vestimenta la cubría un túnico sumario que concluía bastante más arriba de las rodillas y dejaba entrever la pelambrera del sexo. Al lado de la cabeza de Blanquita se erguían en ángulo agudo unos pies de hombre envainados en calcetines blancos. El sujeto estaba tendido en dirección contraria a la ritual, no le tapaba el cuero otra cosa sino aquellos calcetines de primera comunión y unos calzoncillos jockey pernicortísimos.
Victorino reconoció sobre la marcha a un mestizo a quien apodaban el Maracuchito, no se le sabía oficio, porque ni ladrón era. El Maracuchito malbarataba noches de sábados recostado al mostrador de El Edén, su indolencia goajira dejaba entibiar la cerveza en el vaso, ninguna música lo indujo a la tentación del baile, veía pasar con pinta de chulo avezado y tolerante a las ficheras que cruzaban apremiadas hacia el baño, Crisanto Guánchez aseguraba que era un sapo a sueldo, que suministraba informaciones a la policía, pero jamás pudieron comprobarse esas acusaciones, Crisanto Guánchez no creía en nadie.
El Maracuchito también lo reconoció a él, un maretazo de sangre en las fosas nasales le advirtió bruscamente al Maracuchito el funesto atolladero en que se había metido. Aquel semblante indignado que adquirió cuando alguien tocó perentoriamente la puerta, transformóse en rebrillar de rata acorralada, en esfuerzo por anular un pánico que le sería mortal si llegaba a agarrotarle los pasos. Había vislumbrado la intención de los dedos de Victorino al deslizarse crispados hacia el bolsillo del pantalón, había visto blanquear la cacha de la navaja en la semipenumbra, había escuchado el clic premonitorio de la hoja al abrirse. Intuyó que su única, aventurada, riesgosa, pero única escapatoria estaba en la luz de la puerta, no obstante la mano armada de Victorino que le bloqueaba el camino. Su instinto de conservación, o su lógica indígena que filtraba en goterones, le indicaban que el peligro mayor residía en la permanencia expectante dentro del cuarto, a Victorino le crecería la ferocidad a medida que se prolongara el testimonio del agravio, a Victorino se le endurecería el aplomo a medida que amainara su sorpresa, paralizarse acurrucado en la oscuridad era resignarse a morir degollado como un marrano. El Maracuchito se escabulló de la cama en calzoncillos jockey y calcetines blancos, resbalaba estampillado a la pared, trataba de acortar palmo a palmo los dos metros malsanos que lo separaban de la puerta. Avanzaba con los ojos clavados en el puño negro que apretaba la navaja y, cuando ese puño se adelantó relampagueante, el Maracuchito retrocedió en retorcido repliegue de látigo o de llama, el filo heridor cortó el aire a milímetros de su ombligo. Del intestino le brotó una voz miserable:
¿Me vas a matar por una fichera, mi hermano, por una puta vulgar? dijo un renacuajo baboso y pálido, adherido a la madera rosada de un aguamanil.
Y por haber dicho esa vaina no lo maté, Blanquita, a él no le faltaba razón cuando alegaba que tú no eras sino una fichera, una puta vulgar aunque para mí eres mi mujer, pero ese sentimiento mío no tenía él por qué conocerlo, por haber dicho esa vaina Blanquita, en vez de clavarlo sobre las tablas del aguamanil, le grité: ¡Coje tus pantalones y vete corriendo, coñoemadre!, y él no se lo hizo repetir dos veces, brincó como gavilán sobre la silla, engarzó los pantalones y la camisa de un manotón, desapareció pata en el suelo, a los zapatos ni adiós les dijo, desapareció por la puerta del cuarto, por las escaleras, por el portón del hotel, no lo paraba nadie hasta los cerros del Guarataro.
Victorino le puso entonces atención a tus quejidos, Blanquita, un chorrito que parecía nacer bajo los ladrillos del piso:
No me vayas a matar mi amor te juro que no hice nada malo te lo juro por mi madre yo sé que no me vas a creer me emborraché anoche en El Edén para acordarme de ti me emborraché completamente tú sabes mi amor que me da mucho miedo dormir sola cuando tengo tragos en la cabeza me parece que me van a salir los muertos entonces le dije al Maracuchito que me trajera a este hotel y él se quedó a dormir conmigo era muy tarde yo con los pies para abajo y él con los pies para arriba yo sé que tú no me vas a creer mi amor no hicimos nada malo te lo juro por mi madre que está muerta no me vayas a matar.
Se equivocaba Blanquita. Victorino nunca había pensado matarla sino dibujarle un par de navajazos que le dejaran en el cuerpo la rúbrica eterna de la jugada que le había hecho mientras él estaba preso. Le rebanaría del primer viaje una tajada del seno que se le asomaba por la sobaquera del túnico, un seno de tembloroso pezón endrino, se fue acercando poquito a poco al revoltillo de sábanas donde ella moqueaba, la epidermis de Blanquita olisqueó el descenso silbante del hierro, se escurrió como anguila hacia la pared, apenas pudo arañarle la teta, un arañazo que le sacó sangre, es verdad, pero tan superficial que ni marca le dejaría.
Así quedó, encallejonada entre la navaja de Victorino y la pared, de espaldas y desguarnecida, lagrimeando todavía palabras inútiles, No he hecho nada malo, No me mates mi amor, y el túnico se le había arremangado por encima de las caderas, y sus nalgas mulatas lo instigaban, dos tinajas desnudas y frescas sus nalgas mulatas, y decidió en justicia cortarle el culo de banda a banda, y esa vez no podía fallar, y no falló, formó una cruz perfecta con la rajadura natural y el rejonazo de la navaja. Blanquita no pudo contener un grito de loca, se arrepintió en seguida de haber gritado, los asuntos de ellos no debían trascender de las cuatro paredes del cuarto, hasta ese momento había jipeado y suplicado en voz baja, el arreglo de cuentas era asunto de ellos dos y de más nadie, ¿Me quieres matar, mi amor?
La cortada de las nalgas no se quedó en rasguño como la otra sino se hundió en un surco largo y profundo de carnicero. Allá adentro palpitaban tejidos de un hermoso color dorado. La sangre escandalosa embanderaba las sábanas y ennegrecía rosetones en el colchón, una gotita de tinajero empezó a picotear sobre los ladrillos. Las manos de Blanquita lograron capturar la muñeca derecha de Victorino, la de la navaja, y se abrazaba a él sacudida por las cinco palabras que repetía como un viejo fonógrafo, No me mates mi amor, No me mates mi amor, No me mates mi amor hasta que Victorino se bebió la sal de tus ojos sin darse cuenta, él nunca ha querido a nadie como te quiere a ti, Blanquita, por quererte tanto perdió la cabeza cuando te halló acostada con otro hombre, y por quererte tanto le duele en el corazón esa herida espantosa que te cala las nalgas, y tu sangre es un trapo que borra todo lo que hiciste, y te besa la boca que todavía sabe a menta y a tabaco, y llora como un pendejo junto contigo.
El italiano escenifica a Sparafucile al pie de la escalera, bajo de ópera rígido entre las bambalinas cochambrosas del corredor, Victorino desciende penosamente los peldaños, el pie lujado no ha dejado de dolerle, la mujer herida baja apoyada en sus hombros.
Per la Madonna! Che hai fatto?
El perfil del italiano se ha vuelto mascarón de proa, madero absorto ante la huella roja que los talones de Blanquita empozan en su recorrido.
Carogna, che non sei altro!
Victorino la encamina con esmerada dulzura hacia el zaguán, la deja recostada al marco del portón como un objeto, dos transeúntes la observan al pasar sin discernir si es mujer baldada o maniquí mortuorio, los gestos desmesurados de Victorino detienen un taxi.
¡Llévatela al puesto de socorro que tiene una hemorragia, maestro!
El chofer le conoció en los ojos que no era una simple hemorragia sino una puñalada, por las dudas lo ayudó a tenderla en los asientos traseros, Blanquita estaba tan pálida que ni hablar podía, ni para quejarse tenía aliento, ni para la despedida sacó ánimos, Victorino le entregó al chofer la moneda que le había prestado el motociclista y le repitió apremiante:
¡Llévala al puesto de socorro rápido, maestro!
El hombre le disparó una mirada rencorosa antes de arrancar, se leía en el aire lo que estaba pensando. Amanecí salado, esa mujer me va a manchar de sangre los asientos, ya me los manchó, si la policía se entera, se va a enterar, me voy a ver metido en un lío de interrogatorios y citaciones, pero arrancó de todas m.meras, el carro dobló la esquina con Blanquita adentro, Victorino se quedó sembrado en medio de la calle, se le olvidó que la sangre le empapaba los pantalones, se sentía abandonado como un caballo muerto, Blanquita, te quiero mucho, ¿qué necesidad tenías de echarme esta vaina?
¿Te acuerdas de don Santiago? dice sorpresivamente Victorino por decir algo, pretende liquidar un silencio que ha adquirido peso y dureza de mineral, quisiera arrojar un puñado de ceniza sobre la luz envenenada que burbujea en la mirada de Crisanto Guánchez. Salmodian los gallos sus primeros cantos en la ventana abierta que da al barranco.
¿Te acuerdas de don Santiago?
Crisanto Guánchez se acuerda con nitidez de don Santiago pero no responde, como no respondería a ninguna otra pregunta. Don Santiago era un gallego afable y servicial, aguantador discreto como no hay otro, que ellos frecuentaban al iniciarse en las raterías. Victorino consintió en robar pequeñas cosas, no por vocación precisamente, ni porque le interesase su pertenencia, sino como un modo de hacerse digno de la estima de su nuevo amigo Crisanto Guánchez, garafaldo pirao de la isla de Tacarigua. Por ejemplo, el azar estacionaba una bicicleta colorada al costado de una calle medio desierta, ¿dónde diablos se habrá metido el propietario legítimo?, era sencillo echarle la pierna encima y alejarse cemento abajo con la mayor naturalidad. Al taller de don Santiago se entraba por un húmedo zaguán destechado, ruedas oxidadas y tuberías inconexas se recostaban a las paredes musgosas, había que atravesar dos puertas y zigzaguear un laberinto de metales ociosos antes de llegar a la pajarera donde don Santiago trabajaba con gallega tenacidad, sus alicates y martillos no conocían de domingos ni de días feriados, enaltecido por sus proceros bigotes blancos y por sus anteojos trepados a la frente, ¿quién se atrevía a sospechar que no se hallaba ante el más honorable de los ancianos? Uno comparecía a su presencia con la bicicleta en la mano, fingiendo los afanes de quien solicita la reparación de una pieza maltrecha, don Santiago justipreciaba la pata de goma al primer vistazo, ¡Te doy veinte bolívares por ella!, uno discutía que se trataba de una Raleigh casi nueva, don Santiago mejoraba la oferta si estaba de buen humor, uno salía por el zaguán sin bicicleta y silbando un porro barranquillero, Se va el caimán. De limarle las señales distintivas, de pintarla de un color menos escandaloso, de desfigurarla y revenderla quién sabe por cuánto, de tales pormenores se encargaría don Santiago, para eso cultivaba influyentes relaciones y disfrutaba del respeto público.