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Victorino Perdomo

Cuando Valentín y yo entramos al corredor de Humanidades, ya Isidoro se había fumado tres cigarrillos metido en su chaqueta de excursionista (jamás ha trepado un cerro), montado en sus zapatos de jugar basket (ni como espectador ha pisado una cancha), Isidoro con sus bigotes desconsolados de indio peruano y su caminar valseadito de la misma raza, ninguna de esas apariencias se ajusta a la realidad, Isidoro es el responsable de la UTC que cooperará esta tarde con la nuestra en el asalto a la sucursal del Banco Holandés, Isidoro se desliza danzante tras de nosotros a lo largo del corredor, Fidel y sus barbas nos sonríen paternales desde las paredes, ninguno de los tres saluda a nadie, ni siquiera a los afiches de Fidel, ni siquiera a Mireyita, Mireyita nos mete la alcancía en la, sacude el menudo, nos increpa con voz de contralto, ¡Coopera con las guerrillas, pichirre!, apretamos el paso, Mireyita nos persigue un buen trecho, ¡Es para las guerrillas, camarada!, ¡Es para los presos, si le tienes miedo a las guerrillas!, finalmente se resigna, hablaremos más allá del edificio de las Residencias, ni un alma merodea por aquellos andurriales autónomos, a lo lejos se divisa una yunta de futuros médicos devorando su Anatomía, a lo lejos, hemos llegado, tengo yo la palabra.

Por esta puerta, digo, le expongo a Isidoro el encadenamiento de nuestros pasos, mi mano va y viene sobre el plano que he trazado en el cemento del piso, por esta puerta entramos el comandante Belarmino y yo. Por esta otra puerta, digo y la sirena de una ambulancia rumbea hacia el hospital universitario (me callo mientras pasa), por esta otra puerta aparecerán Freddy y Espartaco. A este cajero, digo y lo construyo con una cruz, lo pongo yo manos arriba. Y en este lugar, digo y la tiza se me quiebra al afincaría por segunda vez, está parado el policía que Belarmino va a desarmar. Este otro cajero, digo y ya voy por la tercera cruz, será controlado por Freddy, Freddy controla también a la mecanógrafa del fondo, la catirita que se va a desmayar según la opinión de Carmina. Mientras tanto, digo y ahora me sale un círculo, Espartaco deja en el suelo el maletín vacío y llega con la pistola montada a este punto, compañero, este punto es la oficina del gerente, la puerta entrejunta de la oficina del gerente. ¿Está claro?

Isidoro me concede una cabezada alicaída, en el lenguaje de su mímica quechua significa probablemente Está clarísimo.

Sigo en el uso de la palabra. Belarmino con su ametralladora y Freddy con un revólver en cada mano, ahora tiene el suyo y el que perteneció al policía, arrinconan sin contemplaciones a todos los presentes, los dos cajeros, la secretaria desmayada, el policía desarmado, el mensajero, cualquier cliente tardío. Para ese momento ya regresa Espartaco con el gerente exangüe y manos arriba, un queso de Flandes decidido a abrir la bóveda para salvar la calva, como en efecto la abre, es mía la tarea de trasegar los billetes, pasarán de doscientos mil bolívares según nuestros cálculos más pesimistas, los trasiego al maletín de cuero y a la bolsa de lona que trajo Espartaco, después no falta sino la dispersión, compañero.

¿En qué orden? dice el sonsonete desganado de Isidoro. ¿En qué orden? Primero salimos Espartaco y yo con la plata, inmediatamente Freddy y por último Belarmino, el comandante resolvió aguantarse un poquito, aterroriza con la metra, paraliza con sus gritos, Ya lo saben cabrones, si alguno intenta seguirnos le volamos los sesos desde la acera de enfrente. Salimos los cuatro en veinte segundos, los cuatro vamos caminando ligero pero sin correr, frenando los pies que tienen alas como los de Mercurio, y sonrío.

En ese orden llegamos al Chevrolet prendido donde nos esperan Carmina y Valentín, de manos cogidas como un par de novios, a veinte metros de la entrada principal, en este sitio digo.

¿Y después? dice Isidoro.

Tiene la palabra Valentín. Despliega sobre un pretil el plano de Caracas que trajo en el bolsillo, explica la trayectoria en eles y zetas que recorrerá el Chevrolet negro una vez que restallen los portazos anunciadores de nuestro regreso a los asientos. La ruta la ha transitado sesenta veces a pie, veinte en automóvil y diez mil en el cinematógrafo de la memoria. El hilo de Ariadna (Valentín es un caroreño especializado en símiles mitológicos, lo de los pies alados de Mercurio también fue ocurrencia suya, por eso sonreí cuando lo dije) ese camino es el hilo de Ariadna que nos conducirá hasta los carros robados por la UTC de ustedes, camarada Isidoro.

¿Y el tiempo?

Siete minutos para la operación del banco digo.

En otros 7 minutos los llevo al lugar donde ustedes están esperando dice Valentín.

Entramos al banco a las 4 y 27, ustedes nos reciben a las 4 y 41, ¿okey? digo.

Okey, dice Isidoro. Ya tienen dos máquinas en su poder, desde antenoche, con las placas cambiadas, además de la rufa legal, una de ellas estará parada a veinte metros del banco, cuidándole el puesto a Valentín, se lo cederá en cuanto nos vea llegar, dice Isidoro. Los esperamos en esta esquina desde las cuatro y media en punto, dice Isidoro y deja caer un dedo sobre un rincón preciso del mapa.

Estarán en esa esquina, pegados al paredón lateral del colegio de monjas, con la trompa de los carros orientada hacia el Sur, hacia el Cementerio, Valentín frenará a tres metros de ellos, los que llevamos el dinero nos meteremos en el automóvil de adelante, los otros en el de atrás.

Fíjense bien dice Isidoro. Espartaco y tú (habla conmigo), en el de adelante con el dinero. Belarmino y Carmina en el de atrás. Mientras que tú (habla con Valentín), te quedas en el Chevrolet con Freddy, nos sigues un rato, cuidas la retaguardia, ¿de acuerdo?

De acuerdo. Isidoro continúa con la palabra, a Carmina la dejarán después en una parada de autobuses, Belarmino se llevará las armas en un maletín, yo debo tener en el bolsillo tres bolívares para un carro de alquiler, a Isidoro no se le olvida nada. Por último pregunta por qué el comandante Belarmino, responsable de nuestra UTC, no vino personalmente a hablar con él. No era conveniente que lo vieran en el recinto universitario, le digo. Isidoro sonríe por primera vez, se va sin despedirse, se desvanece entre las matas, con sus bigotes desconsolados y sus zapatos inéditos de basket, parece un estudiante que ha perdido el curso por indolencia, por melancolía, tal vez por paludismo. En el acuartelamiento a las 12, le digo a Valentín, Okey responde Valentín y borra con la punta del zapato el plano que yo dibujé sobre el cemento, después se va en dirección contraria a la que tomó Isidoro, son las 9 y 30, Amparo.

Entonces me quedo en soledad contigo, Amparo, detrás del edificio de las Residencias, sediento de las 11 en punto para verte. No vacilo en confesarte que tengo un poco de miedo, un poco más de un poco, pero nunca te hablo de estas cosas, tú apenas sabes que leo folletos de Mao, que una vez me llevaron preso por dar vivas a la revolución cubana, quisiste irme a ver a la Digepol, no te pasa por la mente que soy un activista de revólver, ni mucho menos que pertenezco al aparato militar del partido, que intervengo en asaltos, que me juego la vida y otras partes del cuerpo sin tu conocimiento, a veces me vienen impulsos de contártelo, para que sepas qué clase de hombre es el tuyo, pienso entonces en los que presumen de héroes para darse postín con las nenas, para acostarse con, una porquería, no te cuento nada. Una noche soñó contigo, Amparo y esto tampoco te lo ha contado nunca, corrían los dos desnudos sobre el misterio de una playa desolada, los ojos de Victorino se orientaban por la estela de tus talones y por el ritmo de tus duras nalgas morenas, el asalto insidioso del mar les salpicaba de blanco las rodillas, un trío de alcatraces testimoniales se empecinaban en perseguirlos, tú corrías cada vez más despaciosa, hasta que caíste de bruces sobre la arena, y el cuerpo de Victorino se derramó sobre el tuyo, diciéndote amor mío y besándote los rizos de la nuca, una melodía de voces negras se escapó del mar, esa música era un silábico réquiem excitante, un lujurioso salmo a la muerte. La operación del Banco Holandés ha sido cuidadosamente planificada, Amparo; solamente cuelga del techo una pregunta que todos quisimos hacer y ninguno se atrevió a soltarla en voz alta, ¿y si hay tiros?, si hay tiros, Amparo de mi alma, todo ese plan tan bonito se irá a la mismísima, habrá que inventar soluciones sobre el terreno, guiarse por los gruñidos del instinto, saltar por encima de un cadáver para evitar que salten por sobre el tuvo, tú comprendes, yo acudí de mala gana a aquella cursilona fiesta de cumpleaños, ¿te acuerdas?, acababa de librar con mi padre uno de esos forcejeos políticos deteriorantes, los muchachos del primer año de Letras me llevaron casi a rastras, me aparté distraído a lamentar bajo una enredadera los argumentos que no se me ocurrieron frente a mi padre (Lo grande de Lenin es que adaptó el marxismo a una nueva realidad), tú vestida de negro te acercaste con un vaso en la mano, y me invitaste a bailar, y te dije que no sabía, y replicaste que ese detalle carecía de, y me hundiste la luz de una mirada casi suplicante, y yo salí a arrastrar los pies como un profesor de antropología, en realidad no sabía bailar, y te pregunté de dónde habías sacado la idea de ir a tentar a un solitario, y tú contestaste descocada que así procedías cada vez que te gustaba un hombre, y yo ilícitamente celoso quise saber si eso de gustarte un hombre te sucedía con frecuencia, y entonces tú detuviste en seco el baile, y acercaste tus labios a milímetros de, y susurraste la más inesperada de las respuestas, Es la primera vez que me pasa, eso dijiste, y yo no te creí en lo más mínimo, porque tus ojos eran los más febriles de la fiesta, porque tu boca se entreabría como una, porque tus pezones no se resignaban al sostén, porque cada invitado que pasaba a tu lado se te quedaba mirando de una manera que, más aniquiladora que los tiros es una acción descubierta de antemano, malograda por una delación, ésa que un percance imprevisto no deja realizar, el prendimiento de uno como un pendejo, el desplome en la mugre de un calabozo bajo la afrenta de los culatazos, los insultos a la madre de uno, la cara escupida y las manos esposadas, la pateadura en las bolas para que hable, la boca ensangrentada por las manoplas para que hable, el cigarro encendido chirriando sobre la tetilla para que hable, el revólver amartillado en la sien para que, uno nunca sabe si le alcanzará la hombría, si soportará tanta verga sin hablar, Amparo, te juro que prefiero los tiros, la sorpresa padre me la causaste cuando te propuse, tartamudeando a la orilla de un campari, en un bar oscuro de Sabana Grande, que nos quisiéramos como Dios manda, y tú rezongaste sin mirarme que eras virgen, y agregaste que eso no constituía un impedimento insalvable, con esas mismas palabras rebuscadas, y me citaste, Te espero en mi apartamento a las 11 del día, a esa hora te dejan sola y emancipada, yo tampoco te creía lo de la virginidad, y nos quitamos la ropa como dos amantes acostumbrados a sus desnudeces y a sus, y resultó que efectivamente eras virgen, y desahogaste tu pequeño dolor en un gritico de ratón, y manchaste de rojo las sábanas, y comprendí que habías conservado ese, que lo habías guardado para encontrarte conmigo, fatalmente conmigo, y entonces, hoy iré a verte a las 11, no habrá nadie sino tú en el apartamento, Nicolasa anda de compras, tu madre no ha regresado del trabajo, me revuelven la sangre estas ganas de volver a entrar en tu, de recibir tu salivita entre mis labios, antes de hacerle frente a un trance tan jodido como el de esta tarde, y no te diré una palabra del asunto, Amparo, los únicos frutos de la revolución que maduran en tu patio son los versos de Maiakovsky y la sinfonía Leningrado de Chostakovitch, tienes una sensibilidad exquisita, Amparo.

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