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Victorino se desploma, muerto, al pie de la arborescencia muda de la campana. El espectro de Alonso Quijano, anoche comenzó a leer el Quijote, se filtra de las alcantarillas para acogerlo entre sus brazos ilimitados. El vigilante y su sombra se desplazan jadeantes sobre la cal de las paredes. El vigilante atribuye al principio el derrumbamiento de Victorino a cansancio, luego vislumbra arrestos insurreccionales, Párese Perdomo, Que se pare le digo. Al palpar finalmente el hielo desvalido de sus sienes, la severidad de su corazón sin latidos, el vigilante acobardado grita para no quedarse a solas con aquella muerte. Una algarabía imprevisible remolca prematuramente la mañana hasta los corredores del Liceo. Los internos acuden envueltos en sus cobijas de onanistas, uno enciende las luces del vestíbulo, otro escapa campanilleante de vilezas en solicitación de autoridades. El cadáver de Victorino escudriña la llegada hegemónica del Director, allá viene bufando.

¡Está muerto! balan en manada sus compañeros, y el director se desvencija bajo las miradas escrutadoras, y por las arterias de su pluma fuente corre tinta de alevosa culpabilidad.

¡Pedimos que se le avise inmediatamente a la familia! ¡Pedimos que lo examine un médico! aulla Villegota, el mejor amigo de Victorino, Villegota hirsuto y cejijunto.

La muerte de Victorino, su propia muerte, ha sido para él un regocijado pasatiempo hasta el momento en que Villegota, su mejor amigo, pronuncia la frase protestatoria y afectiva. ¡Pedimos que se le avise inmediatamente a la familia! La visión del llanto pujadito de Madre decapita sus ensueños macabros, Madre llorando, es preferible no morirse. Hace una hora que ejerce de espantapájaros bajo la campana del patio, le falta otra hora para que el amanecer reglamentario desgaje sobre su cabeza los tres tañidos infamantes del desayuno. Este castigo es la consecuencia inevitable de la noche en que Melecio, su vecino de cama, denunció el escondite de sus cigarrillos, Debajo del colchón, bachiller. Al mediodía siguiente convocó el Director al alumnado en masa, le escupió públicamente a Victorino las palabras más ignomiosas de su argot pedagógico, ¡crapuloso!, ¡degenerado!, ¡corrompido!, por una simple caja de Capitolio. El asunto quedará zanjado, pensaba Victorino, al no más tropezar a Melecio alejado del caserón del Liceo, en un recodo del pinar o tras la columna de bambúes, y fajarse a puñetazos con él hasta cobrarle en glóbulos rojos, más equitativo sería un diente, la delación. La pelea fue pareja porque Melecio es duro, asimila castigo, aprendió no sé dónde a esquivar los golpes, contraataca como un carnero cuando menos se espera. No andaba por las vecindades de la capilla, allí fue el agarrón, ningún pacifista que los aplacase, intercambiaron carajazos e injurias durante un sudoroso cuarto de hora, Victorino logró finalmente cosechar hemoglobina como recompensa a un directo a la nariz de Melecio, él también obtuvo sangre de Victorino gracias a un cabezazo en el mismo órgano olfativo. Cuando se avecinó a salútos negros la sotana del padre Pelayo, Victorino había conseguido derribar a su adversario sobre un entrecruzamiento de bejucos, mantenía sus uñas enclavadas en el pescuezo soplón, en aquel luminoso segundo la contienda comenzaba a decidirse. El padre Pelayo se desenfrenó en clamores bíblicos ("Ajustaos a la regla y entrad en vosotros, pueblo rebelde", Sofonías, 2, 1), se agachó a separarlos con sus manos apestosas a penitencia y a chorizos extremeños.

El castigo vil ha sido para Victorino, la palmadita al hombro para Melecio, en este instituto educacional se ensalza el espionaje como la más sublime de las virtudes, se sanciona la rebeldía como el más oprobioso de los vicios. Madrugada tras madrugada amamanta Victorino sus odios al pie de la campana, dos horas diarias en deliberación de venganzas con los brazos en cruz, tirita de frío si los pinares resoplan exóticas resinas otoñales, lo constipa la lluvia si la muy puta desfallece oblicua sobre sus zapatos.

Victorino retorna al punto de partida. Muere repentinamente en la raíz de esta campana, su cadáver se arrepiente ante la perspectiva de echarle leña al llanto pujadito de Madre. Ella le escribe cartas apesadumbradas, no se resigna al pensamiento de saberlo encerrado, qué se va a hacer, no existía para ella otra salida decente. El padre de Victorino, el comunista irreductible Juan Ramiro Perdomo, continúa (ya lleva esta vez cinco años sobre sus costillas) preso en una cárcel lejana, Madre realizaba milagros con su sueldo homeopático de maestra de escuela, sobre su endeble cabeza revoloteaban circularmente: el alquiler de la casa, los zapatos de Victorino, la luz eléctrica, el sueldo de Micaela, los libros de Victorino, la cuenta del abasto, las encomiendas para Juan Ramiro. No había otra solución, Victorino interno, Madre aceptaba la filantrópica hospitalidad de tía Socorro. En mi casa hay siempre una cama para ti y un puesto en la mesa, dijo tía Socorro, es muy prudente tía Socorro. Tiene una hija de la misma edad de Victorino, se llama Conchita y suspira sin motivo, una vaga inquietud obligó a tía Socorro a abstenerse de decir dos camas, dos puestos en la mesa.

Ha comenzado a llover y la luz del amanecer se rezaga estancada en las vitrinas del agua. El vigilante repasa por las cercanías de Victorino, verifica al desgaire si sus brazos se mantienen estrictamente horizontales, si sus pies se aparean en posición de firme, cumple órdenes prusianas del Director. Victorino se caga en Dios de vez en cuando, insectos imaginarios pululan en las coyunturas de sus codos, un peso inmaterial le adolora los hombros, a cada rato desarticula la tensión militar para aliviar su desventura, desmonta los brazos durante varios segundos, al menos el vigilante de hoy no ha resultado tan hijoeputa como el Director apetecía.

Rojita, el interno de tercer año bajo cuya custodia funciona la farmacia del Liceo, se ha levantado a estudiar temprano. Victorino divisa allá lejos su afanada miopía bajo el halo de un foco, la nariz incrustada en una Física de tapas marrones. No es que Rojita sea un estudiante aplicado, qué va a serlo, sino que el examen de Física tendrá lugar pasado mañana, es tentador presentarse con un puñado de páginas recalentadas, por si uno está de suerte y se las preguntan ¡Ah, Rojita!, disfruta de un bien ganado prestigio de incorregible, fuma clandestinamente como Victorino, empedra sus discusiones de obscenidades, prodiga zancadillas siniestras a los vigilantes en los amistosos partidos de fútbol, se masturba como un árabe. Paseando por entre pinos y neblinas, Victorino y Rojita afilan a dúo su desarraigo, cultivan solícitamente su justiciera inquina al Director, a sus esbirros de mierda, a su sistema troglodita de enseñanza, a estas barracas cuartelarias que él (el Director) denomina arteramente Liceo. De una de esas caminatas carbonarias nació el proyecto de volar el edificio.

En las gavetas de la farmacia que Rojita regenta yacen platónicamente los elementos esenciales, la espesa nitroglicerina de amarillentos reflejos, el polvo de ladrillos anaranjado y sutil. Dos alquimistas bisónos se escurren a hurtadillas hasta el trascuarto de la farmacia, combinan sus substancias al abrigo de las horas más insospechables, se valen de las mañanas en que el padre Pelayo reparte panecillos remuneratorios a los alumnos que comulgaron, o de ciertos domingos previa renuncia al ambicionado permiso de bajar al pueblo. Consagrados en cuerpo y alma a la preparación de la maléfica panacea, así la llama Rojita, declinan excursiones a Carrizales con derecho a zambullirse en el río y eluden procesiones de Corpus Cristi con oportunidad de pecar evaluando voluptuosamente el vaivén de las nalgas de las feligresas. Al cabo de tres meses de laboratorio, atesoraban en su rudimentario polvorín seis reverendos tacos de dinamita, provistos de mechas greñudas y de una incorruptible avidez expiatoria, ¿verdad Rojita?

Emplazaron escalonadamente los cartuchos, guiados por la aguja de sus agravios, de sus aborrecimientos. Uno quedó tras la puerta batiente de la cocina, humillado por el tufo abyecto de los pellejos de los frijoles agusanados. Otro se arrebuja entre los encajes del altar mayor, disimulado bajo un libraco cómplice del padre Pelayo, cómplice de su misa forzosa que encallece las rodillas de los alumnos y satura sus conciencias de dudas y divagaciones sacrilegas, no hay fe que resista tanta rezadera, padre Pelayo. La tercera bomba aguarda su momento escondida en el aula donde el bachiller Arismendi explica con pérfido cinismo las prerrogativas constitucionales de los ciudadanos bajo los regímenes democráticos. Y la última, la de mayor tamaño y poderío, la más esmerada y cariñosamente elaborada, esa madura sus intenciones bajo la silla cuasi gestatoria del Director, el Director no estará sentado ahí en la aurora libertaria de la explosión, ya lo saben, pero la voladura del solio vacío será una ceremonia de edificante simbolismo ético, ¿verdad Rojita?

El estallido superó sus más destructivas esperanzas. Eran las seis de una timorata tarde de octubre, los internos paseaban en ida y vuelta los corredores, concluidas las clases, a dos dedos del campanazo de la cena. Rojita y Victorino desaparecieron sigilosamente, se plegaron fantasmales a las paredes, rumbo a sus respectivas mechas, Rojita encendió las dos suyas en el norte, Victorino arrimó la luz de una cerilla a las otras dos en el sur, desanduvieron la ruta hasta reencontrarse en el tramo inicial del corredor, se reintegraron sin afectación a las conversaciones y disputas, Como te venía diciendo, Lo que no acepto es el fusilamiento de Piar, fueron alígeros y sincrónicos, nadie se dio cuenta de la correría. El primer reventón resonó en la cocina, su resoplido de volcán aventó las puertas de tela metálica, orquestó una erupción en fugato politonal de cacerolas y platos de peltre, la visión chamuscada del cocinero brotó de los escombros enmarcada por llamas y alaridos. A renglón seguido se escuchó el estruendo recóndito que desintegró el interior de la capilla, Se jodio la Virgen del Carmen, gritó Villegota. Rojita y Victorino vivieron unos cuantos segundos patéticos en la rígida espera del tercer zambombazo, les volvió el alma al cuerpo cuando su arrebato desencuadernó las puertas de la Dirección, hizo caer de espaldas a dos alumnos raquíticos de segundo grado, no dejó utilizable ni una astilla de la silla del tirano. Que la bomba destinada a los dominios del bachiller Arismendi no llegara a estallar, achaquémoslo a las fallas en su elaboración, o a imperfecciones en el acoplamiento de la mecha, ese fue un contratiempo secundario que no alcanzó a marchitar los laureles de la proeza nihilista, ¿verdad Rojita?

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