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A Rojita le dio pánico, y a Victorino también, cuando aún la conjura no había salido de sus preparativos verbales. Fue una verdadera lástima, ahora lo lamenta Victorino bajo la cuchilla y el silencio de la madrugada. Jamás fueron más allá de copiar la fórmula de la dinamita y de mirar enamoradamente hacia las probetas transparentes cuyas curvas azules les coqueteaban desde las vitrinas de la farmacia. Ninguna divinidad adversa podrá impedir, en cambio, la muerte de Victorino bajo la campana, una abolición que lo libere, en primer término, de la comida que en este chiquero sirven bajo la imposición disciplinaria de comérsela, La sopa es obligatoria, Perdomo, tómese la sopa. ¿En qué mercado de escarnios encuentra el cocinero, lo de cocinero es un decir, esos pellejos briznosos, esos frijoles habitados, esas arepas correosas?, piensa. Madre manipula sus sartenes, de pie frente a la cocina de gas, de espalda a los manteles inmaculados donde Victorino se acoda con un cubierto empuñado en cada mano. Madre ha seleccionado para el almuerzo un trozo de cerdo jugoso y gordo, Victorino oye crepitar la deliciosa tocatina, un allegreto de cebollas fritas se despliega en volutas hasta el sensible corazón de uno. Se acerca Madre con la chuleta dorada establecida en el centro de una gran bandeja blanca, custodian su fragancia un escuadrón de papas fritas y una pareja pretoriana de pimentones sanguíneos. En ese instante conmovedor tañen, doblan sobre el duelo de Victorino, los tres campanazos que convocan al simulacro de desayuno. Qué difícil es morirse, piensa.

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