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Victorino Pérez

Ni estos son árboles, ni este es un río. No, no son árboles, no son dignos de pertenecer al generoso reino vegetal los bejucos de espinas crispadas y hojas velludas, tampoco las ortigas que afilan uñas de brujas y desgarradores dientes de gatos salvajes, ni los pajonales manchados por el vómito aceitoso de los camiones, ni los troncos huesudos con un guiñapo gris por enramada, mucho menos las tunas belicosas que saltan a la cara como punzantes murciélagos verdes. Victorino se desliza a zancadas por el declive de aquella naturaleza colérica, bracea en la oscuridad para alejarse de la mole amarilla de la cárcel, de los gritos y las linternas de sus perseguidores, de los revólveres que han vuelto a disparar hacia el sacudimiento de una culebra entre los matorrales. Ha llegado a la orilla del río, pero esto no puede llamarse río sino cañada de pantano y excrementos, hilillo pastoso que en la sombra se disgrega, no se disgrega, permanece agresivo, presente en su hedor a pescados podridos y burros muertos y orines rancios y sexos sin lavar, un hedor vejatorio que enmierda el sur de la ciudad.

Ha corrido doscientos metros emparejado a eso que llaman río, tal vez más de doscientos, ya no lograrían divisarlo los guardias aunque de repente se abriera la mañana, está de por medio el repecho de un barranco, la trinchera sesgada de un pajonal, la joroba benefactora de un edificio de apartamentos. Apenas escucha los gritos desteñidos por la lejanía, los ladridos de los perros enfrentados a las rejas inmóviles de sus propias casas, dos disparos todavía, ahora tiran insensatos contra el fantasma cochambroso del agua.

Sin vacilaciones debe cruzar eso que llaman río. Lleva puestos un pantalón negro y una franela gris triste, avivada por la franja violeta que la cruza, y unos mocasines marrones de punta afilada, tal como lo agarraron preso, Blanquita, en la querencia tuya. Se arremanga los pantalones hasta la rodilla pero no se quita los zapatos por temor a los culos de botella, a los filos rencorosos de las latas vacías, a las navajas oxidadas que acechan debajo de la linfa nauseabunda. Sin vacilaciones cruza eso que llaman río. Sus pies desaparecen hasta más arriba de los tobillos en un melado que adquirió consistencia en las letrinas y en los albañales, la corriente palmotea en olitas lánguidas contra las canillas del fugitivo, qué porquería, Blanquita.

En la orilla opuesta no encuentra verdes sino una rampa seca. Al trepar por el talud comprueba que le incomoda el pie aporreado en la caída del techo de la cárcel. Lo detienen ásperamente las púas de una cerca de alambre. Ha llegado al límite de un solar huraño, un terraplén sin gente, ni hierba, ni gallinas, ni perros. Su único y desamparado habitante es el carapacho de un viejo automóvil, fue rojo su color virginal y ahora es una sanguaza ulcerada de herrumbre, las ruedas sin neumáticos presumen tullidas ridiculas sobre los cuatro ladrillos que las sostienen. Detrás del esqueleto del automóvil aparecen sucesivamente: una puerta condenada, la luz colgante de una bombilla y el garabato de un tubo que sobresale del muro. Victorino abre el grifo y deja correr el agua sobre sus zapatos inmundos, se lava y relava las piernas, a su piel se ha adherido como una costra la fetidez de eso que llaman río. Entre tanto comienza a clarear la mañana, el traqueteo de una carreta aletea por encima de la nueva luz, Victorino se incorpora al aire rectilíneo de la calle, brota displicente de la pared, llega silbando un merengue dominicano a la esquina de Peláez.

Antes de abandonar el solar, Victorino registra concienzudamente los bolsillos de su pantalón. En el bolsillo izquierdo tiene un bolívar liso y ceniciento que las manos malabaristas del marico Rosa de Fuego escurrieron por entre las rejas del calabozo. En el bolsillo derecho palpa la navaja que le proporcionó Camachito, el colombiano, Camachito se declaró orgulloso de conocerlo. Los periódicos no hacen sino hablar de su merced, dijo Camachito, un quiche ceremonioso y bien educado, no como esos malandros de por acá, Camachito al enterarse del proyecto de fuga que maduraba Victorino se desprendió de su navaja, le hizo aprender de memoria la dirección de unos compatriotas suyas, Viven en Pro Patria, su merced puede necesitarlos, dijo Camachito. En el bolsillo de atrás. En el bolsillo de atrás guardo el retrato tuyo, Blanquita, mi mujer, conseguiste hacérmelo llegar junto con un papel, el papel lo rompí, vieja, decía muchas pendejadas.

El problema consiste en encontrarte a ti, Blanquita, sonrisa perdida entre dos millones de jetas vulgares. Victorino recuerda el final enredado de esa cartica tuya que recibió en la prisión: "No podía soportar más a la gente del vecindario, mi amor, me miraban como si yo fuera la concubina del diablo, y yo sabía lo que estaban pensando, la mujer de un ladrón, la mujer de un asesino, la mujer del enemigo público número uno, como si a mi me importara un carajo lo que ellos pensaban, ni lo que tú habías hecho, ni lo que hagas mañana, me importas tú y nada más que tú como dice la canción, no pude soportar más a esa gente tan decente y tan mala de corazón, me estoy mudando hoy mismo, mi amor, para un hotel que queda por San Juan, muchos besitos". Por eso de los besitos fue que rompió la carta, dígame si se la decomisaban los guardias en una requisa y le daban por echarle vaina con eso de los besitos, tenía que joder a uno. Dices nada más que te has mudado para un hotel que queda por San Juan, Blanquita, como si San Juan no fuera una parroquia de millares de casas, garages, posadas, areperías, bares, sellados de 5 y 6, panaderías, burdeles, cines, billares, tiendas de turcos y quintas de ricos. En descargo tuyo, Blanquita, ¿cómo ibas a suponer que Victorino pensaba fugarse tan ligero?, los periódicos hablaban de su detención como de una hazañota de la policía, un delincuente armado, muy peligroso, Boves, lo tendrán incomunicado en un sótano encortinado, vigilado noche y día, nadie se fuga en esas condiciones, eso pensabas tú, Blanquita. Pero, ¿un hotel que queda por San Juan?, cualquiera lo encuentra, Blanquita.

Las calles reciben pelladas puntillistas a medida que Victorino camina de prisa hacia San Juan. Camiones inflamados de tomates y repollos desfilan pesadamente, rumbo al mercado de Quinta Crespo. Un portugués madrugador abre las puertas metálicas de su bodega con innecesario estrépito. Victorino se detiene a beber una tacita de café, su estómago descosido lo conmina a hacer la estación, el negro de alpargatas que le vende el café se rasca el cogote antes de darle el vuelto del bolívar liso. Dos putas amanecidas disputan venenosamente al abrigo de un portón, no se insultan por un hombre sino por dinero, materialistas, están a punto de pegarse. Victorino se cruza con un raquítico policía municipal, desmirriado dentro de un uniforme azul que le viene ancho, Victorino contiene la tentación de arrancarle el revólver. Un trecho más adelante vislumbra una cara familiar, la de un tipo trepado a una motocicleta, está en espera de algo o de alguien, es un repartidor de panadería, ya se acordó. Los motociclistas de la ciudad forman una familia, los une una solidaridad de riesgos y de ruidos, un odio gremial a los peos carburantes de los autobuses y a las maldiciones rezagadas de los ancianos, Victorino fue en sus primeros tiempos motociclista de esos que arrebatan carteras y paquetes a las señoras en plena vía pública.

Estoy ladrando, llave, tírame algo.

El tipo lo mira desconcertado, el tipo ignora su nombre y su oficio, jamás había escuchado antes el metal de su voz, la cara sí, esa cara la ha visto antes muchas veces en movimiento, pero le recuerda otra cara contemplada posteriormente, quieta, quién sabe dónde, no se atreve a relacionarla con el retrato del hampón que han impreso día tras día los periódicos, además, leyó en no sé qué parte que el hampón había caído preso, lo leyó, esa seguridad lo ayuda a rechazar cualquier similitud que se le venga a la mente, la mano no le tiembla cuando le tiende los cinco bolívares.

Te pagaré cuando te vuelva a ver, llave dice sinceramente Victorino.

Y sigue su camino, Blanquita, disparado hacia la pieza de tu amiga más íntima, se hace llamar Tania pero quién va a tragarse que le pusieron en la pila ese nombre de inmigrante polaca. Tania la que trabajaba contigo cuando las dos eran ficheras en el Edén, Victorino te sacó de esa mierda para montarte casa, Tania sabe la dirección de la cueva donde te has metido, ya lo verás.

Tania la sabe. Entrejunta la puerta, descalza y en fustán. El quién es lo tartamudea quejumbrosa, ha creído seguramente que era la policía, Tania debe tener sus cuentas pendientes, o un chulo descarriado que regresaba, o el panadero, le debe al panadero. Su temor se vuelve pánico cuando vislumbra que el visitante no es ninguno de esos peligros secundarios sino Victorino, Tania está enterada de todo, del asalto al supermercado, de la muerte (tuvo que matarlo) del italiano, de la aparatosa captura del asesino, el asesino la está mirando averiguador, Tania le secretea cantadito el nombre del hotel, El Lucania chico el Lucania, y le cierra la puerta encima, como si se la cerrara a la peste bubónica.

Debía haberlo sospechado, si no fuera un negro olvidadizo, porque en ese hospedaje se encamaron varios sábados cuando tú, Blanquita, eras todavía una fichera y no su mujer. El presunto hotel no pasa de casucha angosta y retorcida, aunque de dos pisos, atendida por una vieja paperuda y vestida de negro que es la conserje, la dueña o algo peor. Son escasamente las siete de la mañana, la puerta está cerrada por dentro con llave y tranca, a nadie se le ocurre solicitar posada a esta hora en el Hotel Lucania.

Al fin le abren. Ya no está al frente del negocio la gorda de luto sino un italiano que ha arrendado el hospedaje y apesta a gorgonzola. ¿Qué desea? El nuevo gerente no se ha preocupado en modificar la zarrapastrosa decoración que recibió, ahí están las mismas sillas de paleta, las mismas cortinas sarnosas, el mismo cromo del Libertador sobre un caballo blanco, ahora tordillo por los lunarcitos de las moscas el infeliz caballo. ¿Qué desea, señor? Una sirvienta flaca y despeluzada barre el pequeño patio con una escoba flaca y despeluzada, escoba y sirvienta se postulan como hermanas gemelas. ¿Qué desea, per la Madonna?

Esa señora no vive aquí, es la respuesta del italiano. Hiciste bien, Blanquita, en dar un apellido falso, los periódicos publicaron varias veces tu nombre junto al de Victorino, Victorino hace memoria de tu retrato, lo saca del bolsillo y se lo muestra al hotelero.

Es mi hermana, vengo de Río Chico con un encargo de la vieja para ella, urgente.

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