…minutos. Valentín llega puntual, lacónico, vestido de negro, tieso, Felipe II.
¿Estás listo? me dice.
Okey.
Son unos pájaros parduzcos de aspecto plebeyo y nombre desconocido, al menos no aparece mención de esos pájaros en la zoología de Victorino escrita por un jesuita francés, ni Madre misma sabe como se llaman. Primero se refugió en la sala oscura, Porthos mosquetero y gigante, espadachín sin miedo a las tinieblas ni a los fantasmas, aunque sí un poco a las ratas que se amotinan en la bazofia de los albañales, peludas conspiradoras de guillotina entre los dientes. Luego Victorino se asomó al postigo que encuadra la calle, Fray Junípero testigo de la corrupción del mundo desde el enrejado de su celda, vio pasar borrachos y bigotudos a los soldados de la guardia, a las cocineras en olor de malignidad, a los niños intensos que volvían de la escuela con orejas de burro en el cogote. Cansado de ser fraile, se ha construido la más elemental de las trampajaulas, una caja de cartón y una varilla que la sostiene en frágil equilibrio, eso es todo, la inclinación de la caja y el cemento del piso abren al aire fauces de cocodrilo. Una hilera de maíz viene por el suelo, penetra en la trampa, conduce hasta el pie de la varilla. El cordel que se anuda a esa varilla va a parar a las manos de Victorino, acá lejos donde está sentado, como un libro sobre las rodillas, como si leyera.
Este que acaba de caer es el más fornido, el más osado, el caudillo de la tribu invasora. Descendió del alero en un vuelo rasante, se lanzó a picotear el maíz con precisión de engrapadora, avanzó hacia el interior de la caja sin preocuparse de su misterio, ahora se debate sorprendido y furioso, entre las manos y las palabras de Victorino:
Vea lo que le ha pasado por idiota, ¿quién le dijo a usted que existían seres humanos capaces de malgastar su maíz en beneficio de los pájaros vagabundos? Los granos de maíz hay que sudarlos, amigo mío.
Victorino lo lleva en cautiverio hasta la silla donde estuvo sentado y reanuda el sermón:
Ahora usted está preso, como mi padre y todos los tontos que en este país creen en la libertad y se sienten con alas para volar. Afortunadamente yo no soy un dictador cualquiera, no crea usted en calumnias. Yo soy el Corsario Negro y el Corsario Negro no.
En llegado a este punto su discurso, Victorino lo coloca absuelto y expedito en el suelo, palmotea para incitarlo a escapar, el pájaro escamado teme que se le empuje hacia una nueva celada, su instinto montaraz no entiende de perdones humanitarios. Tampoco entiende Micaela, la cocinera, que refunfuña tras la romanilla aguaitadora:
¡Qué muchacho tan zoquete! Gasta media hora en cazar un pájaro vivo, después lo tiene en la mano, después le dice un responso, después lo deja ir.
La neblina que empaña la personalidad de Victorino es el catarro, ese empegostar pañuelo tras pañuelo, esa encalladura en ensenada de mocos y estornudos, esa garganta de arrecifes y papel de lija, esa tos que le cabecea en las costillas, esa tristeza que deja la fiebre cuando se aleja. Asomado a la barandilla de proa, rompiendo vientos con el espolón de su frente, apoyada la punta de su espada en la madera oscilante del puente, Victorino se sopla una vez más las narices, tiende el catalejo hacia un horizonte agujereado por gaviotas que anuncian olvidadas arenas y emplumados habitantes. Entre corales rotos y muñones de árboles van a batirse con piratas rivales, un tuerto sanguinario a quien apodan Loba Parida y también Pinga Amarilla, el de la pata de palo. En los brazos del mar se prostituye la noche, una noche color de remolacha, con serpientes de luna roja sobre el rastro de los tiburones. Su voz acatarrada se sobrepone al trémolo de timbales que las olas baten y a las salmodias vinosas que suben de la sentina:
¡Amainen las velas! ¡Alisten el ancla!
La mano derecha de Victorino di Roccanera, el Corsario Negro, es una garra de leopardo sobre el puño del espadón. No le tiembla ni un músculo. La pasión del combate le sacude los pulmones, o es la tos, esa maldita tos que percute redoblante en sus costillas.
¡Barco a estribor! grita desde lo alto de un trinquete un marinero entrelazado a las estrellas.
La galera de Pierre Giliac, el más inhumano de los filibusteros de la Martinica, arremete contra ellos a remo y vela, ya está a su costado aclarada por los fogonazos de los arcabuces y el rebrillo delirante de los aceros.
iAl abordaje, mis leones al abordaje!
En pleno fragor de la batalla llega Madre, Victorino no oyó sus pasos ni la sintió abrir la puerta, llega Madre abrumada de libros y naranjas.
¿Qué haces sentado en ese patio? ¿Quieres pescar una pulmonía?
Madre lo obliga a entrar con ella en la sala oscura, deja sobre un armario las frutas y los libros, menos uno de cuyas páginas saca una carta y dice:
Es de Juan Ramiro.
Juan Ramiro Perdomo, padre de Victorino está preso en la cárcel de Ciudad Bolívar, a orillas del Orinoco, olvida que el Corsario Negro irá un día a rescatarlo. Madre enciende la luz. Todavía no usaba anteojos para leer, se veía linda con su carta entre las manos, reencarnación de un lirio severo y triste. Sacó un pañuelito del seno y se puso a llorar sobre los encajes.
Es de Juan Ramiro dijo para disculparse.
Habían retornado al patio los pájaros parduzcos, en busca de alimento y engaño, extrañaron la ausencia del Corsario Negro, el Corsario Negro estaba llorando para acompañar a Madre.