Amilcare Carruga era todavía joven, no carente de recursos, sin exageradas ambiciones materiales o espirituales: nada le impedía pues gozar de la vida. Y, sin embargo, observó que desde hacía un tiempo la vida para él iba perdiendo, imperceptiblemente, su sabor. Cosas de nada, como por ejemplo mirar a las mujeres por la calle; en otros tiempos solía comérselas con los ojos, ávido; ahora tal vez trataba instintivamente de mirarlas, pero en seguida le parecía que pasaban como ráfagas, sin producirle ninguna sensación, y bajaba indiferente los párpados. De las ciudades nuevas, que en otros tiempos le exaltaban -como estaba en el comercio, viajaba a menudo-, ahora sólo notaba las molestias, la confusión, la desorientación. Antes, por las noches -vivía solo-, solía ir al cine: se divertía, cualquiera que fuese el film; el que va al cine todas las noches es como si viese un único gran film todo seguido: conoce a todos los actores, inclusive los característicos y los extras, y ya eso de reconocerlos cada vez es divertido. Bueno, pues ahora también en el cine todas esas caras le parecían descoloridas, chatas, anónimas; se aburría.
Por fin comprendió. Es que era miope. El oculista le recetó un par de gafas. A partir de ese momento su vida cambió, se volvió mil veces más rica de interés que antes.
El solo hecho de calarse las gafas era cada vez una emoción. Estaba, pongamos por caso, en una parada de tranvía, y le asaltaba la tristeza de que todo a su alrededor, personas y objetos, fuesen tan comunes, triviales, gastados por ser como eran, y él allí, a tientas en medio de un blando mundo de formas y colores casi deshechos. Se ponía las gafas para leer el número del tranvía que llegaba y entonces todo cambiaba; las cosas más corrientes, un poste eléctrico, se dibujaba con tantos detalles minúsculos con líneas tan nítidas, y las caras, las caras desconocidas, se llenaban de pequeños signos, puntitos de barba, granos, matices de expresión antes insospechados; y se sabía de qué tela estaban hechos los vestidos, se adivinaba el tejido, se espiaba el desgaste de los bordes. Mirar se convertía en una diversión, un espectáculo; no el hecho de mirar esto o aquello: mirar. Así Amilcare Carruga olvidaba fijarse en el número del tranvía, dejaba pasar uno tras otro, o bien subía en uno equivocado. Veía tal cantidad de cosas que era como si no viese ninguna. Poco a poco tuvo que hacerse a la costumbre, aprender desde el principio lo que era inútil mirar y lo que era necesario.
Además, las mujeres que cruzaba por la calle y que se le habían reducido a impalpables sombras desenfocadas, ahora el poder verlas con el juego exacto de llenos y vacíos que hacen sus cuerpos al moverse dentro de los vestidos, y evaluar la frescura de la piel, y la calidez contenida de la mirada, ya no le parecía sólo una manera de verlas sino francamente de poseerlas. Caminaba a veces sin gafas (no siempre se las ponía, para no fatigarse inútilmente, sino sólo para mirar de lejos) y entonces, más allá, en la acera se perfilaba una chaqueta de colores vivos. Con un gesto ya automático, Amilcare sacaba rápidamente las gafas del bolsillo y se las calaba en la nariz. Esta indiscriminada avidez de sensaciones era a menudo castigada: podía ser una vieja. Amilcare Carruga se volvió más cauto. Y a veces una mujer que se acercaba le parecía, por los colores, por la manera de andar, modesta, insignificante, indigna de consideración; no se ponía las gafas; pero cuando se cruzaban y se rozaban se daba cuenta de que había en ella algo que lo atraía fuertemente, quién sabe que, y le parecía que percibía en aquel instante una mirada de ella como de espera, quizá la mirada que ya desde su aparición le había echado y él no lo había advertido; pero ahora era tarde, había desaparecido en el cruce, había subido al autobús, se alejaba más allá del semáforo, y él no sabría reconocerla más. Así, través de la necesidad de las gafas, iba aprendiendo lentamente a vivir.
Pero el mundo más nuevo que le abrían las gafas era el de la noche. La ciudad nocturna, antes envuelta en informes nubes de oscuridad y de claridad coloreada, ahora revelaba divisiones exactas, relieves, perspectivas; las luces tenían contornos precisos, los carteles de neón, antes inmersos en un halo indistinto, se escondían ahora letra por letra. Lo bueno de la noche era sin embargo que ese margen de indeterminación que los lentes a la luz del día suprimían, perduraba: a Amilcare Carruga le venían ganas de ponerse las gafas y entonces se daba cuenta de que ya las llevaba puestas; la sensación de plenitud no era nunca comparable a la punzada de insatisfacción; la oscuridad era un terreno blando y sin fondo donde nunca se cansaba de cavar. Desde las calles, sobre las casas recortadas de ventanas amarillas, por fin cuadradas, alzaba los ojos hacia el cielo estrellado, y descubría que las estrellas no se achataban contra el fondo del cielo como huevos rotos, sino que eran agudísimos tajos de luz que abrían a su alrededor infinitas lejanías.
Estas nuevas preocupaciones sobre la realidad del mundo exterior no estaban separadas de las preocupaciones sobre lo que él mismo era, debidas siempre al uso de las gafas. Amilcare Carruga no se daba a sí mismo mucha importancia, pero como sucede a veces justamente con las personas más modestas, estaba sumamente encariñado con su manera de ser. Ahora bien, el paso de la categoría de los hombres sin gafas a la de los hombres con gafas parece poca cosa, pero es un salto muy grande. Si piensas que cuando alguien que no te conoce y trata de definirte, lo primero que dice es: «un tipo con gafas», ese detalle accesorio, que quince días antes te era completamente ajeno, se convierte en tu primer atributo, se identifica con tu esencia misma. A Amilcare, tontamente si se quiere, convertirse así, de pronto, en «un tipo con gafas», le fastidiaba un poco. Pero no es tanto eso: es que basta que empiece a insinuarse en ti la duda de que todo lo que a ti se refiere es puramente accidental, susceptible de transformación, que podrías ser completamente diferente y no importaría nada, para que por ese camino llegues a pensar que existas o no, da lo mismo, y que de ahí a la desesperación media un paso breve. Por lo tanto Amilcare cuando tuvo que escoger un modelo de montura, instintivamente optó por una de las más finas, minimizadora, apenas un par de delgadas patillas plateadas que sostienen desde arriba los cristales desnudos y con un puentecillo que los une sobre el tabique nasal. Así anduvo un tiempo; después se dio cuenta de que no era feliz; si llegaba a verse inadvertidamente en un espejo con las gafas puestas, sentía una viva antipatía por su cara, como si fuera esa típica cara de cierta clase de personas que le era ajena. Eran justamente esas gafas tan discretas, ligeras, casi femeninas las que le hacían parecer más que nunca «un tipo con gafas», alguien que no ha hecho otra cosa que llevar gafas toda la vida, al punto de que ya no se nota que las lleva. Las gafas pasaban a formar parte de su fisonomía, se amalgamaban a sus rasgos, y así se atenuaba todo contraste natural entre lo que era su cara -una cara cualquiera pero una cara al fin- y lo que era un objeto extraño, un producto de la industria.
No le gustaban, y por lo tanto no tardaron en caer y romperse. Compró otro par. Esta vez orientó su elección en sentido opuesto: compró un par con montura de plástico negro, de dos dedos de ancho, con unas bisagras que sobresalían de los pómulos como anteojeras de caballo, con unas patillas tan pesadas como para doblar el pabellón de la oreja. Era una especie de antifaz que le ocultaba media cara, pero debajo sentía que era él mismo: no cabía duda de que él era una cosa y las gafas otra, completamente separada; estaba claro que sólo ocasionalmente se ponía las gafas y que sin ellas era un hombre totalmente distinto. Volvió -en la medida en que su naturaleza se lo permitía- a ser feliz.
Ocurrió que en aquel momento tuvo que ir, por ciertos asuntos a V. Era V. la ciudad natal de Amilcare Carruga y allí había transcurrido su juventud. Pero se había marchado hacía diez años y sus regresos habían sido cada vez más pasajeros y esporádicos, y ahora había estado varios años sin poner los pies en V. Ya se sabe qué sucede cuando uno se separa de un ambiente donde ha vivido mucho tiempo: cuando regresas de tarde en tarde, te sientes como un extraño, parece que las aceras, los amigos, las conversaciones de café, o son todo o ya no pueden ser nada, o los sigues día a día o no consigues volver a entrar, y la idea de reaparecer después de demasiado tiempo inspira algo como un remordimiento que rechazas. De modo que poco a poco Amilcare había dejado de buscar ocasiones para volver a V., y después, cuando se presentaron las ocasiones, las dejó caer y al final directamente las evitó. Pero en los últimos tiempos, en esa actitud negativa hacia su ciudad natal entraba, además del estado de ánimo que acabamos de descubrir, ese sentimiento de desamor general que experimentaba y que había identificado con el progreso de su miopía. Tanto es así que ahora que a causa de las gafas se encontraba en un estado de ánimo nuevo, aprovechando al vuelo la primera oportunidad que se le presentaba de volver a V., había decidido ir.
V. se le apareció bajo una luz completamente distinta a la de sus últimas visitas. Pero no por los cambios: sí, la ciudad estaba muy transformada, construcciones nuevas por todas partes, tiendas y cafés y cines completamente diferentes de los de antes, los jóvenes que, ¿quién los conoce?, y un tráfico el doble del de antaño. Pero todo lo nuevo no hacía más que acentuar y volver más reconocible lo viejo, en una palabra, por primera vez Amilcare Carruga conseguía ver la ciudad con los ojos de cuando era niño, como si la hubiera dejado el día antes. Con las gafas veía una infinidad de detalles insignificantes, por ejemplo cierta ventana, cierta balaustrada, es decir, tenía conciencia de verlas, de escogerlas en medio de todo el resto, cuando antes las veía sin más. Para no hablar de las caras: un vendedor de periódicos, un abogado, algunos envejecidos, otros tal cual. Parientes propiamente dichos en V. ya no le quedaban; y el grupo de amigos más íntimos hacía también tiempo que se había dispersado; pero conocidos los tenía en cantidad, no habría sido posible otra cosa en una ciudad tan pequeña -como era cuando él vivía- donde se puede decir que todos se conocían, por lo menos de vista. Ahora la población había aumentado mucho, había habido también -como en todos los centros privilegiados de Italia del norte- una inmigración de meridionales, la mayoría de las caras que Amilcare encontraba eran desconocidas pero justamente por eso tenía la satisfacción de distinguir a primera vista los antiguos habitantes, y le venían a la memoria episodios, relaciones, sobrenombres.