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La aventura de un viajero

Federico V., que vivía en una ciudad de Italia septentrional, estaba enamorado de Cinzia U., residente en Roma. Cada vez que sus ocupaciones se lo permitían, tomaba el tren a la capital. Habituado a una estricta economía de su tiempo, tanto en el trabajo como en el placer, viajaba siempre de noche: había un tren, el último, poco frecuentado -salvo durante las fiestas- y Federico podía tenderse en el asiento y dormir.

Los días de Federico en su ciudad transcurrían nerviosos, como las horas del que espera la coincidencia entre dos trenes y, mientras sigue con algunas de sus ocupaciones, tiene siempre presente el horario de ferrocarriles. Pero cuando llegaba finalmente la noche de la partida, una vez que había despachado todos sus compromisos y se encontraba con la bolsa de viaje caminando hacia la estación, entonces empezaba a sentirse invadido por una sensación de calma interior a pesar de su prisa para no perder el tren. Era como si toda la actividad en torno a la estación -ahora en sus últimos estertores, dada la hora- entrara en un movimiento natural del cual él formaba parte. Todo parecía estar allí para secundarlo, para dar agilidad a sus pasos, como el pavimento de goma de la estación, y aun los obstáculos, la espera con los minutos contados en las últimas taquillas que quedaban abiertas, la dificultad de cambiar un billete grande, la falta de cambio en el quiosco de periódicos, parecían presentarse para que él tuviera el placer de salirles al encuentro y de superarlos.

No es que mostrara nada de este estado de ánimo: hombre discreto, no le gustaba distinguirse de tantos viajeros que llegaban o partían, todos como él con abrigo y una bolsa en la mano, y sin embargo se sentía como transportado por la cresta de una ola, porque corría hacia Cinzia.

La mano en el bolsillo del abrigo jugaba con una ficha telefónica. A la mañana siguiente, apenas llegara a Roma Termini correría con la ficha en la mano al teléfono público más cercano, marcaría el número, diría: «Querida, acabo de llegar, sabes…». Y apretaba la ficha como si fuera un objeto precioso, el único existente en el mundo, la única prueba tangible de lo que le esperaba al llegar.

El viaje era caro y Federico no era rico. Si en un vagón de segunda clase con asientos tapizados había compartimientos vacíos, Federico tomaba el billete de segunda. Es decir, tomaba siempre el billete de segunda, reservándose, si encontraba demasiada gente, la posibilidad de pasar a primera pagando la diferencia al revisor. En esta operación disfrutaba del placer del ahorro (incluso el precio de la primera clase, pagado en dos tiempos y con la conciencia de que se trataba de un caso de fuerza mayor, le pesaba menos), de la satisfacción de sacar partido de su propia experiencia, y de una sensación de libertad y amplitud de gestos y de miras. Como les ocurre a veces a los hombres cuya vida está más condicionada por los demás, más dispersa en lo exterior, Federico tendía constantemente a defender su estado de concentración interior, y en realidad le bastaba poquísimo: una habitación de hotel, un compartimiento ferroviario enteramente para él, y el mundo se recomponía de armonía con su vida, parecía creado expresamente para él, y las vías férreas que recorrían la península construidas expresamente para llevarlo en triunfo hacia Cinzia. Esa noche también la segunda estaba casi vacía. Todos los signos le eran propicios.

Federico V. escogió un compartimiento vacío, no sobre las ruedas pero tampoco demasiado cerca del centro del vagón, sabiendo que por lo común el que sube de prisa al tren tiende a descartar los primeros compartimientos. La defensa del lugar necesario para viajar acostado está hecha de mínimos recursos psicológicos; Federico los conocía y los ponía todos en acción.

Por ejemplo, corrió las cortinas de la puerta, gesto que en ese momento podía parecer excesivo, pero que apuntaba justamente a un efecto psicológico. Frente a las cortinas corridas, el viajero que llega siente casi siempre un escrúpulo instintivo, y prefiere, si lo encuentra, un compartimiento quizá ya con dos o tres personas, pero abierto. La bolsa, el abrigo, los periódicos, Federico los desparramó en los asientos de enfrente y a su lado. Otro procedimiento elemental, demasiado usado y aparentemente inútil pero que también sirve. No es que quisiera hacer creer que esos lugares estaban ocupados: semejante subterfugio hubiera sido contrario a su conciencia cívica y a su carácter sincero. Le bastaba crear un rápida impresión de compartimiento ocupado y poco atrayente, una simple y rápida impresión.

Se dejó caer en el asiento y lanzó un suspiro de alivio. Había descubierto que el hallarse en un ambiente en el que cada cosa no podía sino estar en su lugar, igual que siempre, anónima, sin posibles sorpresas, le infundía calma, conciencia de sí mismo, libertad de pensamiento. Toda su vida se dispersaba en el desorden, pero ahora encontraba el perfecto equilibrio entre el impulso interno y la impasible neutralidad de las cosas.

Duraba un instante (si estaba en segunda; un minuto si estaba en primera) y en seguida le asaltaba una angustia: la sordidez del compartimiento, el terciopelo gastado aquí y allá, la sospecha de que hubiera polvo a su alrededor, la raída trama de las cortinas de los vagones anticuados, le transmitían una sensación de tristeza, el disgusto de pensar que dormiría vestido, en un camastro que no era suyo, sin confianza posible con lo que tocaba. Pero en seguida recordaba por qué estaba de viaje, y volvía a sentirse presa de aquel ritmo natural, como de mar o de viento, aquel ímpetu jocoso y ligero; le bastaba buscarlo dentro de sí, cerrando los ojos o apretando en la mano la ficha del teléfono, y la impresión de sordidez era vencida, él estaba solo frente a la aventura de su viaje.

Pero algo le faltaba todavía: ¿qué era? Oyó entonces la voz de bajo que se acercaba por el andén:

– ¡Cojines! -y ya se había levantado, bajaba el vidrio, adelantaba la mano con las dos monedas de cien, gritaba:

– ¡Aquí, uno!

El hombre de los cojines era el que daba la señal de partida de su viaje.

Pasaba al pie de las ventanillas un minuto antes de partir empujando el carrito con los almohadones colgados: era un viejo de alta estatura, flaco, de bigotes blancos y grandes manos, de dedos largos y gruesos, manos que inspiraban confianza. Vestía todo de negro: gorra militar, uniforme, capote, bufanda ajustada en torno al cuello. Un tipo de la época del rey Umberto; algo así como un viejo coronel o solamente un fidelísimo furriel. O si no un cartero, un viejo cartero rural: con sus grandes manos, cuando tendía a Federico la almohada flaca sujetándola con la punta de los dedos, parecía entregarle una carta o que quisiera deslizarla por el buzón de la ventanilla. La almohada estaba ahora entre los brazos de Federico, cuadrada, plana, exactamente como un sobre, y además cargado de sellos, era la carta cotidiana a Cinzia que partía también aquella noche, y en el lugar de la página de escritura ansiosa, Federico en persona era el que tomaba el camino invisible del correo nocturno, por mano del viejo cartero invernal, última encarnación del septentrión racional y disciplinado antes de aventurarse en las incontrolables pasiones del Centro-Sur.

Pero al fin y al cabo, sobre todo, era una almohada, es decir, un objeto blando (aunque aplastado y compacto) y blanco (si bien constelado de sellos), salido del autoclave. Contenía en sí, como un signo ideográfico encierra un concepto, la idea de la cama, de la pereza, de la intimidad, y Federico pregustaba ya la isla de frescura que sería para él, por la noche, entre aquellos sospechosos y ásperos terciopelos. No sólo eso: el exiguo rectángulo de comodidad prefiguraba otras formas de comodidad, otras intimidades, otras dulzuras, para cuyo disfrute iniciaba el viaje; más aún, el hecho mismo de iniciar el viaje y de alquilar la almohada era ya una manera de disfrutarlas, de entrar en la dimensión donde reinaba Cinzia, en el círculo cerrado por sus suaves brazos.

Y con un movimiento amoroso, de caricia, empezaba el tren avanzar entre los pilastres de las marquesinas, serpenteaba por los espacios abiertos de los desvíos, se lanzaba a la oscuridad y se convertía en el ímpetu mismo que Federico había sentido hasta entonces dentro de sí. Y como si al liberarse de su ímpetu en la marcha del tren se volviera más ligero, se puso a acompañar el ritmo canturreando el tema de una canción que aquel ritmo le recordaba: «J'ai deux amours… Mon pays et Parts… París tou jours…»

Entró un señor, Federico calló.

– ¿Está libre?

Se sentó. Federico ya había hecho mentalmente un rápido cálculo: a decir verdad, si uno quiere viajar acostado es mejor que sean dos en el compartimiento: uno se tiende a un lado, el otro al otro, y nadie se atreve a molestar; en cambio, si queda libre medio compartimiento, cuando menos te lo esperas sube una familia de seis personas, con niños, que va a Siracusa, y estás obligado a levantarte. Federico sabía pues muy bien que lo más atinado en un tren con pocos viajeros era instalarse no en un compartimiento vacío, sino en uno donde ya hubiera un viajero. Pero no lo hacía nunca: prefería jugar la carta de la soledad total, y cuando sin haberlo decidido él le tocaba un compañero de viaje, siempre podía consolarse con las ventajas de la nueva situación.

Es lo que hizo.

– ¿Va usted a Roma? -preguntó al recién llegado, para poder añadir: «Bueno, entonces corramos las cortinas, apaguemos la luz y no dejemos entrar a nadie más». En cambio el otro respondió:

– No. A Génova.

Excelente que bajara en Génova y dejase a Federico de nuevo solo, pero en un viaje de pocas horas no se acostaría, probablemente permanecería despierto, no dejaría apagar la luz, otra gente podría entrar en las estaciones intermedias. Federico tenía así las desventajas del viaje en compañía sin las relativas ventajas.

Pero no se detuvo en esto. Su fuerza siempre había consistido en expulsar del área de sus pensamientos todo aspecto de la realidad que lo perturbara o que no le sirviese. Borró al hombre sentado en el ángulo opuesto al suyo hasta reducirlo a una sombra, una mancha gris. Los periódicos que ambos desplegaban contribuían a la impermeabilidad recíproca. Federico podía seguir dejándose llevar por su vuelo amoroso. «París toujours…» Nadie podía imaginar que desde el sórdido escenario de idas y venidas nacidas de la necesidad y de la paciencia, estuviera volando entre los brazos de una mujer como Cinzia U. Y para alimentar ese orgullo, Federico sintió la necesidad de examinar a su compañero de viaje (a quien hasta ese momento ni siquiera había mirado) para confrontar -con la crueldad del nuevo rico- la propia condición afortunada con la grisalla de la existencia ajena.

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