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Sin embargo, el desconocido estaba lejos de parecer un pobre hombre. Era todavía joven, robusto, carnoso; con aire satisfecho y activo leía un periódico de deportes, tenía a su lado una gran bolsa: en suma, el aspecto del representante de una firma cualquiera, un inspector comercial. A Federico V. le asaltó por un instante la envidia que siempre le habían inspirado las personas de aspecto más práctico y vital que el suyo; pero fue una impresión instantánea que borró en seguida pensando: «Este viaja como representante de artículos de quincallería o pintura, en cambio yo…», y le volvió el deseo de cantar, en un desahogo de euforia y de vacío de ideas, «Je voyage en amour!», moduló mentalmente, con aquel ritmo de antes que encontraba acorde con la marcha del tren, adaptándole palabras inventadas a propósito para hacer rabiar al representante, si lo hubiera oído, «Je voyage en volupté!», enfatizando lo más que podía los arrebatos y las languideces del tema, «Je voyage toujours… l'hiver et l'été…». Siguió exaltándose cada vez más, «l'hiver et… l'eté!», hasta el punto de que en sus labios debió de asomar una sonrisa de absoluto bienestar mental. En ese momento se dio cuenta de que el representante lo miraba fijo.

Se recompuso, se concentró en la lectura de los diarios, negándose incluso a sí mismo que hubiera conocido un segundo antes un estado de ánimo tan pueril. ¿Y por qué pueril? No había nada de pueril: el viaje lo ponía en una situación espiritual favorable, en un estado propio del hombre maduro, del hombre que conoce lo bueno y lo malo de la vida y ahora se prepara a disfrutar, merecidamente, de lo bueno. Tranquilo, con la conciencia en paz, perfecta, hojeaba los semanarios ilustrados, imágenes fragmentadas de una vida veloz, exaltada, en la que buscaba algo de aquello que también a él le movía. Pronto descubrió que los semanarios no le interesaban nada, meras huellas de la inmediatez, de la vida que se desliza en la superficie. Por cielos mucho más altos navegaba su impaciencia. «L'hiver et… l'été!» Ya era hora de dormir.

Tuvo una satisfacción inesperada: el representante se había dormido sentado, sin cambiar de posición, con el diario sobre las rodillas.

Federico consideraba a las personas capaces de dormir sentadas con un sentimiento de extrañeza que ni siquiera llegaba a ser envidia: para él, dormirse en el tren presuponía un procedimiento laborioso, un ritual minucioso pero justamente también en esto residía el arduo placer de sus viajes.

En primer lugar debía cambiarse los pantalones buenos por otros usados, para no llegar todo arrugado. La operación debía llevarse a cabo en el lavabo; pero antes -para tener mayor libertad de movimientos- era mejor sustituir los zapatos por pantuflas. Federico sacó de la bolsa los pantalones viejos, el sobre de las pantuflas, se quitó los zapatos, se calzó las pantuflas, escondió los zapatos debajo del asiento, fue al lavabo a cambiarse los pantalones. «Je voyage toujours!» Volvió, acomodó los pantalones buenos en la red de manera que no perdieran la raya. «Tralala la-la!» Puso el cojín en la punta del asiento, del lado del pasillo, porque, si la puerta se abría bruscamente, era mejor oírla sobre su cabeza, en lugar de sufrir el choque visual de repente al abrir los ojos. «Du voyage, je sais tout!» En la otra punta del asiento puso un diario, porque no se acostaba descalzo sino en pantuflas. De un gancho que había del lado del cojín colgó la chaqueta y en un bolsillo de la chaqueta puso el monedero y la pinza del dinero, que si dejaba en el bolsillo de los pantalones se le clavaría en la cadera. En cambio guardó el billete de tren en el bolsillito bajo el cinturón. «Je sais bien voyager…» Se quitó el jersey bueno para no ajarlo, y se puso un jersey viejo; en cambio la camisa se la cambiaría al día siguiente. El representante, que se había despertado cuando Federico volvió al compartimiento, seguía sus movimientos como si no entendiera bien lo que sucedía. «Jusqu'a mon amour…» Se quitó la corbata y la colgó, sacó las ballenitas del cuello de la camisa y las puso en un bolsillo de la chaqueta, junto con el dinero, «…j'arrive avec le train!» Se quitó los tirantes (como todos los hombres fieles a una elegancia no exterior, usaba tirantes) y las ligas; se soltó el botón más alto del pantalón para que no le apretase el estómago. «Tralala la-la!» Encima del jersey no volvió a ponerse la chaqueta sino el abrigo, después de haber aligerado los bolsillos de las llaves de casa; en cambio guardó la preciosa ficha telefónica, con el mismo fetichismo conmovedor con que los niños ponen el juguete favorito debajo de la almohada. Se abotonó completamente el abrigo, levantó las solapas; con un poco de atención era capaz de dormir con él puesto sin que se marcara una arruga. «Maintenant voila!» Dormir en el tren quería decir despertarse con la cabeza hirsuta y encontrarse quizás en la estación sin haber tenido siquiera el tiempo de pasarse un peine, razón por la cual se encasquetó una boina. «Je suis prêt, alors!» Se balanceó en el compartimiento con el abrigo puesto que, sin la chaqueta, le colgaba como una vestidura sacerdotal, corrió las cortinas de la puerta estirándolas hasta alcanzar con los ojales de cuero los botones metálicos. Hizo un gesto hacia el compañero de viaje como pidiéndole permiso para apagar la luz: el representante dormía. Apagó: en la penumbra azul de la lamparita nocturna hizo todavía un movimiento para correr las cortinas de la ventanilla ya que dejaba siempre una rendija: le gustaba que le llegara por la mañana un rayo de sol. Una operación más: dar cuerda al reloj. Ya está, podía acostarse. De un salto se tendió horizontalmente en el asiento, de lado, el abrigo estirado, las piernas dentro, flexionadas, las manos en los bolsillos, la ficha telefónica en la mano, los pies -siempre en pantuflas- sobre el periódico, la nariz en la almohada, la boina sobre los ojos. Así, aflojando conscientemente toda su febril actividad interior, dejándose llevar vagamente hacia el día siguiente, se dormiría.

La brusca irrupción del revisor (abría la puerta de golpe y con mano segura soltaba de un solo gesto las dos cortinas mientras levantaba la otra mano para encender la luz) estaba prevista. Sin embargo, Federico prefería no esperarlo: si llegaba antes de que él hubiera concillado el sueño, bien; si el primer sueño había empezado ya, una aparición habitual y anónima como la del revisor lo interrumpía apenas unos pocos segundos, así como el que duerme en el campo se despierta con el chillido de un pájaro nocturno pero después se vuelve del otro lado y es como si no se hubiera despertado. Federico tenía listo el billete en el bolsillito y lo tendía sin levantarse, casi sin abrir los ojos, y dejaba la mano abierta hasta que lo sentía entre los dedos; volvía a meterlo en el bolsillito y hubiera reanudado en seguida el sueño de no ser que le tocaba cumplir una operación que anulaba todo su esfuerzo previo de inmovilidad: es decir, levantarse para volver a abrochar las cortinas. Esta vez estaba todavía despierto, y el control duró un poco más de lo acostumbrado porque el representante, que dormía profundamente, tardó en despabilarse, en encontrar el billete. «No tiene mi rapidez de reflejos», pensó Federico y aprovechó para abrumarlo con nuevas variantes de su canción imaginaria. «Je voyage l'amour…», moduló. La idea de usar transitivamente el verbo voyager le dio ese sentimiento de plenitud que dan las intuiciones poéticas por mínimas que sean, y la satisfacción de haber encontrado finalmente una expresión adecuada para su estado de ánimo. «Je voyage amour! Je voyage liberté! Jour et nuit je cours… par les chemins-de-fer…»

El compartimiento estaba de nuevo a oscuras. El tren masticaba su camino invisible. ¿Podía Federico pedir más a la vida? De semejante beatitud al sueño el paso es corto. Federico se durmió como si se hundiera en un pozo de plumas. Cinco o seis minutos solamente: después se despertó. Tenía calor, estaba todo sudado. En los vagones había calefacción, el otoño estaba ya adelantado pero él, con el recuerdo del frío que había sentido en su último viaje, había decidido acostarse con el abrigo puesto. Se levantó, se lo quitó, se lo echó encima como una manta, dejando libres los hombros y el pecho, pero siempre tratando de hacerlo caer de modo que no formara arrugas antiestéticas. Se volvió del otro lado. El sudor había despertado en su cuerpo un hormigueo. Se desabotonó la camisa, se rascó el pecho, se rascó una pierna. La incomodidad de su cuerpo le evocaba ideas de libertad física, de mar, de desnudez, de natación, de carreras, y todo culminaba en el abrazo de Cinzia, suma de todo lo bueno de la existencia. Y en el duermevela, no distinguía ya siquiera las molestias presentes del bien soñado, lo tenía todo a un tiempo, se regodeaba en un malestar que presuponía y casi contenía en sí todo bienestar posible. Volvió a dormirse.

Los altavoces de las estaciones que cada tanto lo despertaban, no son tan absolutamente desagradables como muchos suponen. Despertarse y saber en seguida dónde se encuentra uno abre dos posibilidades de satisfacción diferentes: la de pensar, si es una estación más avanzada de lo que se creía: «¡Cuánto he dormido! ¡Este viaje lo hago sin darme cuenta!», y si en cambio es una estación más atrás: «Bueno, todavía tengo tiempo suficiente para volver a dormirme y continuar el sueño sin preocupaciones». En ese momento se encontraba en el segundo caso. El representante seguía allí, ahora dormía tendido también él, con un ronquido suave. Federico seguía teniendo calor. Se levantó medio dormido, buscó a tientas el regulador de la calefacción eléctrica, lo encontró en la pared opuesta a la suya, justo sobre la cabeza del compañero de viaje, adelantó las manos manteniéndose en equilibrio sobre un solo pie porque se le había deslizado una pantufla, giró rabioso Ia manivela poniéndola en el «mínimo». El representante debió de abrir los ojos en ese momento y ver la mano encogida sobre su cabeza: hipó, tragó saliva y volvió a caer en lo indistinto. Federico se echó sobre su camastro, el regulador eléctrico produjo un zumbido, se encendió una lamparita roja como si intentara una explicación, una conversación. Federico esperó impaciente que el calor disminuyera, se levantó para bajar apenas la ventanilla y después, como el tren corría a toda velocidad, tuvo frío y volvió a cerrarla, giró un poco el regulador hacia «automático». Con la cara apoyada en la amorosa almohada, estuvo escuchando un momento los ronquidos del regulador como misteriosos mensajes de mundos ultraterrenos. El tren recorría la tierra coronada de espacios interminables y en todo el universo él y sólo él era el hombre que corría hacia Cinzia U.

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