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La aventura de un soldado

En el compartimiento, junto al soldado de infantería Tomagra, se sentó una señora alta y opulenta. A juzgar por el vestido y el velo, debía de ser una viuda de provincias: el vestido era de seda negra, apropiado para un largo luto, pero con guarniciones y adornos inútiles, y el velo que caía del ala de un sombrero pesado y anticuado le envolvía la cara. Había otros lugares libres en el compartimiento, observó el infante Tomagra; y pensó que la viuda elegiría uno de ellos; en cambio, a pesar de su áspera cercanía de soldado, se sentó justo allí, seguramente por alguna razón de comodidad, se apresuró a pensar el infante Tomagra, una cuestión de corrientes de aire o de dirección de la marcha.

Por la robustez del cuerpo, firme y hasta un poco cuadrado, se le hubieran dado poco más de treinta años si una morbidez de

matrona no suavizara las altas curvas; pero la cara, el encarnado marmóreo y al mismo tiempo flojo, la mirada inasible bajo los párpados pesados, las cejas de un negro intenso y además los labios severamente apretados, pintados con descuido de un rojo chocante, le hacían parecer en cambio de más de cuarenta.

Tomagra, joven soldado de infantería en su primer permiso (era Pascua), se encogió en el asiento no fuera a ser que la señora, tan alta y opulenta, no cupiese; y se encontró inmediatamente envuelto en su perfume, un perfume conocido y quizás ordinario pero ya amalgamado, por una larga costumbre, a los olores naturales del cuerpo.

La señora se había sentado con compostura, revelando, allí a su lado, proporciones menos majestuosas de lo que le habían parecido al verla de pie. Las manos, rollizas y con oscuros anillos que le apretaban los dedos, las tenía cruzadas sobre el regazo, encima de un bolso reluciente y de una chaqueta que se había quitado descubriendo brazos redondos y claros. Tomagra, al hacer ella ese gesto, se había apartado como para permitir un amplio despliegue de brazos, pero la señora permaneció casi inmóvil, quitándose las mangas con breves movimientos de los hombros y del torso.

El asiento del tren era pues bastante cómodo para dos y Tomagra podía sentir la extrema cercanía de la señora sin el temor de ofenderla con su contacto. Pero, razonó, lo cierto es que, pese a ser una señora, no había demostrado que ni él ni la aspereza de su uniforme la disgustaran, de lo contrario se habría sentado más lejos. Y, al pensarlo, sus músculos, que estaban contraídos y achatados, se aflojaron libres y serenos; más aún; sin que él se moviera trataron de expandirse al máximo, y la pierna con sus tendones tensos, separada de la tela misma del pantaión, se estiró, llenó a su vez el paño que la cubría, y el paño rozó la negra seda de la viuda, y a través de ese paño y esa seda, la pierna del soldado se adhería a la de ella con un movimiento blando y fugaz, como un encuentro de tiburones, con un expandirse de ondas en sus venas hacia las venas de ella.

Pero era siempre un contacto levísimo, bastaba una sacudida del tren para recrearlo o anularlo; la señora tenía rodillas fuertes y carnosas, y los huesos de Tomagra adivinaban a cada sacudida el salto indolente de la rótula; y la pantorrilla tenía una mejilla sedosa y alta que con un imperceptible empujón había que hacer coincidir con la propia. Este encuentro de pantorrillas era precioso, pero a costa de una pérdida: el peso del cuerpo se desplazaba y el variable apoyo de los flancos no se producía con el dócil abandono de antes. Para conseguir una posición natural y satisfactoria debía desplazarse ligeramente en el asiento, gracias a una curva de las vías, o también a la necesidad comprensible de moverse de vez en cuando.

La señora permanecía impasible bajo el sombrero de matrona, fija la mirada parpadeante y las manos quietas sobre el bolso en el regazo; sin embargo, una larguísima franja de su cuerpo se apoyaba en aquella franja de hombre: ¿todavía no lo había advertido?, ¿o preparaba una retirada?, ¿o un rechazo?

Tomagra decidió transmitirle, en cierto modo, un mensaje: contrajo el músculo de la pantorrilla como si fuera un puño duro, cuadrado, y después, con ese puño de pantorrilla, como si una mano dentro quisiera abrirse, se apresuró a golpear la pantorrilla de la viuda. Fue, claro está, un movimiento rapidísimo, apenas el tiempo de un juego de tendones: de todos modos ella no se echó atrás, ¡al menos por lo que él pudo entender!, porque en seguida Tomagra, para justificar aquel gesto secreto, había desplazado la pierna como para desentumecerla.

Ahora había que volver a empezar desde el principio; la paciente y prudentísima tarea de contacto se había perdido. Tomagra decidió ser más audaz; como si buscara algo metió la mano en el bolsillo, el bolsillo del lado de la mujer, y después, como distraído, no la sacó. Había sido un gesto rápido, Tomagra no sabía si la había tocado o no, un gesto de nada; sin embargo, comprendía lo importante que había sido el progreso realizado y en qué juego arriesgado estaba ahora metido. Con el dorso de la mano apretaba el flanco de la señora de negro; la sentía pesar sobre cada dedo, cada falange, en adelante cualquier movimiento de su mano habría sido un gesto inaudito de intimidad con la viuda. Conteniendo la respiración, Tomagra le dio la vuelta a la mano en el bolsillo: es decir, puso la palma del lado de la señora, abierta contra ella pero dentro del bolsillo. Era una posición imposible, con la muñeca retorcida. Ahora ya daba lo mismo intentar un gesto decisivo: así, con aquella mano retorcida, arriesgó un movimiento de dedos. No quedaba duda posible: la viuda no podía no haber advertido su artimaña y, si no retrocedía y fingía impasibilidad y ausencia, quería decir que no rechazaba sus avances. Pero, pensándolo bien, su manera de no hacer caso de la móvil mano de Tomagra podía querer decir que realmente creía en una búsqueda inútil en el bolsillo: un billete ferroviario, un fósforo… Exactamente: y si ahora las yemas de los dedos del soldado, como dotadas de una repentina clarividencia, adivinaban a través de las diversas telas los bordes de prendas subterráneas y hasta minúsculas asperezas de la piel, poros y lunares, sí, digo, los dedos de él llegaban a esto, tal vez la carne de ella, marmórea e indolente, se daba cuenta apenas de que justamente se trataba de yemas de dedos y no, digamos, de convexidad de uñas o nudillos.

Entonces la mano salió del bolsillo con pasos furtivos, se detuvo allí indecisa, después, con repentina prisa por alisar la costura del costado del pantalón, anduvo lentamente hasta la rodilla. Sería más justo decir que se abrió camino, porque para avanzar debía introducirse entre él y la mujer, y fue un recorrido, aun en su rapidez, pleno de ansias y de dulces emociones.

Es preciso decir que Tomagra había echado la cabeza hacia atrás contra el respaldo, de modo que hasta se hubiera podido decir que dormía: esto, más que una coartada en sí, era un modo de ofrecer a la señora, en caso de que su insistencia no le nolestara, una manera de no sentirse incómoda, sabiendo que eran gestos separados de la conciencia, que afloraban apenas de una capa de sueño. Y desde allí, desde aquella vigilante apariencia de sueño, la mano de Tomagra apretada a la rodilla separó un dedo, el meñique, y lo envió a explorar a su alrededor. El meñique se deslizó por la rodilla de ella que permaneció callada y dócil; Tomagra podía ejecutar diligentes evoluciones de meñique sobre la seda de la media que él, con ojos semicerrados entreveía apenas, clara y arqueada. Pero notó que el azar de ese juego no tenía compensación, porque el meñique, por pobreza de yema y torpeza de movimientos, transmitía sólo atisbos parciales de sensaciones, no servía para representarse la forma y la sustancia de lo que tocaba.

Entonces juntó el meñique con el resto de la mano, sin retirarlo sino adosándole el anular, el medio, el índice: su mano descansaba inerte en aquella rodilla de mujer y el tren la acunaba en una caricia ondulante.

Fue entonces cuando Tomagra pensó en los otros: si la señora, por condescendencia o por una misteriosa intangibilidad, no reaccionaba a sus atrevimientos, había sentadas enfrente otras personas que podían escandalizarse con aquel comportamiento impropio de un soldado, y por la posible complicidad de la mujer. Sobre todo para salvar a la señora de aquella sospecha, Tomagra retiró la mano y hasta la escondió como si fuese la única culpable. Pero esconderla, pensó después, no era sino un pretexto hipócrita: en realidad, al abandonarla en el asiento no pretendía sino acercarla más íntimamente a la señora que ocupaba tanto espacio en el asiento.

En realidad, la mano tanteó un poco, ahora los dedos sentían la presencia de ella como el posarse de una mariposa, ahora bastaba con empujar suavemente toda la palma, pero la mirada de la viuda bajo el velo era impenetrable, el pecho apenas se movía al respirar, ¡y nada! Tomagra había retirado ya la mano como un ratón que huye a la carrera.

«No se ha movido», pensó, «tal vez quiere», pero pensaba también: «Un instante más y sería demasiado tarde. Tal vez está ahí al acecho para hacer una escena».

Entonces, sólo por prudencia, para estar seguro, Tomagra deslizó el dorso de la mano por la banqueta y esperó que las sacudidas del tren fueran las que insensiblemente hicieran deslizar a la señora sobre sus dedos. Decir que esperó es incorrecto: en realidad, con la punta de los dedos como una cuña, hacía presión entre ella y el asiento con un movimiento imperceptible que hubiera podido ser también efecto de la marcha del tren. Si se detuvo en cierto momento, no fue porque la señora hubiese dado de algún modo señales de desaprobación, sino porque, pensó Tomagra, si ella aceptaba, le hubiera sido fácil con una media vuelta de músculos ir a su encuentro, posarse, por así decirlo, sobre aquella mano a la espera. Para demostrarle el propósito amistoso de esta asiduidad, Tomagra intentó un discreto meneo de dedos; la señora miraba por la ventanilla y con su mano indolente jugaba con el cierre del bolso, abriéndolo y cerrándolo. ¿Eran señales para indicarle que desistiera, era un último aviso que le concedía, una advertencia de que no se podía seguir poniendo a prueba su paciencia? ¿Era eso?, se preguntaba Tomagra, ¿era eso?

Advirtió que su mano, como un pequeño pulpo, apretaba la carne de la señora. Ahora todo estaba decidido: él, Tomagra, ya no podía echarse atrás; pero ella, ella, ella era una esfinge.

La mano del soldado trepaba ahora por el muslo con oblicuos pasos de cangrejo; ¿quedaría al descubierto ante los ojos de los demás? No, la viuda tan pronto alisaba la chaqueta doblada sobre el regazo como la dejaba caer a un lado. ¿Para ofrecerle una protección o para despejarle el camino? El caso es que la mano se movía libre, sin ser vista, se cerraba, se extendía en caricias rasantes como un breve soplo de viento. Pero el rostro de la viuda seguía girado hacia fuera, lejano; Tomagra le miraba una zona de piel desnuda, entre la oreja y el abultado chignon . Y en aquella axila de oreja el pulsar de una vena: ésta era la respuesta que ella le daba, clara, vehemente e inasible. De pronto volvió la cara severa y marmórea, el velo que caía del sombrero se movió como una cortina, pero aquella mirada lo había dejado a él, Tomagra, atrás, tal vez ni siquiera lo había rozado, miraba, más allá de él, algo o nada, el punto de apoyo de un pensamiento, pero siempre algo más importante que él. Esto lo pensó después, porque antes, apenas vio aquel movimiento de ella, se echó rápidamente hacia atrás y apretó los ojos como si durmiera, tratando de contener el rubor que se le extendía por la cara y quizá perdiendo así la ocasión de atrapar en el primer fulgor de su mirada una respuesta a las propias, punzantes dudas.

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