El despertar siguiente fue el grito de un vendedor de café de la Estación Príncipe. El representante había desaparecido. Federico reparó cuidadosamente las fallas de su muro de cortinas y se quedó escuchando con aprensión los pasos que se acercaban por el pasillo, cada puerta que corría. No, no entró nadie. Pero en Génova-Brignole una mano se abrió camino, se agitó en el aire, trató de soltar las cortinas, no lo consiguió, apareció una forma humana a gatas, gritó en dialecto hacia el pasillo:
– ¡Aquí, muchachos! ¡Este está vacío! -Le respondieron unos pasos pesados, de zapatones, voces rotas y cuatro soldados alpinos entraron en la oscuridad del compartimiento y estuvieron por sentarse encima de Federico.
Mientras se inclinaban sobre él como si fuera un animal desconocido:
– ¡Oh! ¿Quién está aquí? -él se incorporó de golpe apoyándose en los brazos y atacó:
– Pero, ¿no hay otros compartimentos vacíos?
– No, están todos llenos -contestaron-, pero nos quedamdos de este lado, no se moleste.
Se hubiera dicho que estaban intimidados, pero en realidad acostumbrados a los modos bruscos, nada les ofendía; se dejaron caer estrepitosamente sobre los asientos.
– ¿Vais lejos? -preguntó Federico, un poco calmado, desde su almohada. No, bajaban en una de las primeras estaciones.
– Y usted ¿adonde va?
– A Roma.
– ¡Madre mía! ¡A Roma! -El tono de asombro compasivo se transformó, en el corazón de Federico, en un movimiento de heroico orgullo.
Así continuó el viaje.
– ¿Queréis apagar la luz?
Apagaron y se quedaron en la oscuridad, sin rostro, ruidosos, voluminosos, hombro contra hombro. Uno levanta la cortina de la ventanilla y mira hacia afuera: la noche es clara, Federico acostado ve sólo el cielo y de vez en cuando la hilera de lámparas de una pequeña estación que lo deslumbran y proyectan un abanico de sombras en el techo. Los soldados alpinos son campesinos toscos, vuelven a sus casas de permiso, no paran de hablar fuerte y de interpelarse, y a veces en la oscuridad se largan manotazos y puñetazos, salvo uno que duerme y otro que tose. Hablan un dialecto oscuro, Federico pesca de vez en cuando una palabra, asuntos de cuartel, de burdel. Quién sabe por qué, sentía que no los odiaba. Ahora estaba con ellos, era casi uno de ellos, y se compenetraba con ellos por el placer de pensar que al día siguiente estaría al lado de Cinzia U., y de sentir el vértigo del brusco cambio de destino. Pero esto no porque se sintiera superior, como con el desconocido de antes; ahora estaba oscuramente de parte de ellos, e investido por ellos, que no lo sabían, iba hacia Cinzia; todo lo que parecía más ajeno a Cinzia era lo que daba valor a ese sentimiento de que él era el dueño de Cinzia. A Federico se le ha dormido un brazo. Lo levanta, lo sacude, el hormigueo no pasa, se transforma en dolor, el dolor en lento bienestar y hace girar el brazo contraído en el aire. Los cuatro soldados alpinos lo miran con la boca abierta.
– ¿Qué bicho le ha picado?… Está soñando… Pero qué hace… -Después, con la inconsecuencia de los jóvenes, empiezan a hacerse bromas.
Federico trata de reactivar la circulación de una pierna, apoyando un pie en el suelo y pisando fuerte.
Entre duermevela y bullicio pasó una hora. Y él no se sentía enemigo de los soldados; tal vez no era enemigo de nadie; tal vez se había convertido en un hombre bueno. No los odió ni siquiera cuando, poco antes de llegar a la estación donde se apeaban, salieron dejando abierta la puerta y descorridas las cortinas. Se levantó, volvió a atrincherarse, a gustar el placer de la soledad, pero sin rencor hacia nadie.
Ahora tenía frío en las piernas. Metió los bajos del pantalón dentro de los calcetines, pero seguía teniendo frío. Se envolvió las piernas con el abrigo. Ahora tenía frío en el estómago y en los hombros. Puso el regulador casi en el «máximo», se tapó de nuevo, hizo como si no advirtiera que el abrigo formaba unas arrugas debajo del cuerpo, en ese momento estaba dispuesto a renunciar a todo en favor de su bienestar inmediato, la conciencia de ser bueno con el prójimo lo inducía a ser bueno consigo mismo y, en esa indulgencia general, a reencontrar las vías del sueño.
A partir de ese momento, se despertó con intermitencias, mecánicamente. Las entradas del revisor, con el gesto seguro con que corría las cortinas, se distinguían bien de las inciertas tentativas de los viajeros nocturnos que subían en una estación intermedia y se desconcertaban al encontrar una serie de compartimientos con las cortinas corridas. Igualmente profesional, pero más brusco y tétrico, se asomaba el agente de policía que encendía de golpe la luz en la cara del durmiente, lo examinaba, apagaba y se iba en silencio, dejando tras de sí una corriente de aire de prisión.
Después, en una estación cualquiera sepulta en la noche, entró un hombre. Federico lo advirtió cuando ya se había acurrucado en un rincón, y por el olor a mojado que daba el capote comprendió que afuera estaba lloviendo. Cuando volvió a despertarse el hombre había desaparecido vaya a saber en qué otra estación invisible, y sólo había sido para él una sombra con olor a lluvia y una respiración pesada.
Sintió frío; hizo girar el regulador hasta el «máximo», después metió la mano debajo de los asientos para ver si el calor aumentaba. No se sentía nada; agitó la mano allí debajo; parecía que todo estaba apagado. Volvió a ponerse el abrigo, después se lo quitó, buscó el jersey bueno, se quitó el jersey viejo, se puso el bueno, volvió a ponerse encima el viejo, se puso de nuevo el abrigo, se encogió y trató de recuperar la sensación de plenitud que antes lo había llevado al sueño y no conseguía recordar nada, y cuando le volvió a la memoria la canción ya se había dormido y el ritmo continuó meciéndolo triunfalmente en el sueño.
La primera luz de la mañana entró por las rendijas como el grito «¡café caliente!» y «¡diarios!» de una estación quizá todavía del final de la Toscana o de los comienzos del Lazio. No llovía, al otro lado de los cristales mojados el cielo ostentaba su ya meridional indiferencia al otoño. El deseo de algo caliente y también el automatismo del hombre de ciudad que inicia su mañana recorriendo los periódicos actuaron sobre los reflejos de Federico y sintió que hubiera debido precipitarse a la ventanilla para comprar el café o el diario o las dos cosas. Pero logró convencerse tan bien de que todavía estaba dormido y de que no había oído nada que esa persuasión siguió funcionando inclusive cuando invadió el compartimiento la gente de Civitavecchia que suele tomar los trenes matutinos hacia Roma. Y la mejor parte de su sueño, la de las primeras horas del día, transcurrió casi sin interrupción.
Cuando se despertó de verdad, le cegó la luz que entraba por todos los cristales ya sin cortinas. En el asiento de enfrente había una hilera de personas que le parecieron muchas más de las que cabían, y en realidad había también un niño sobre las rodillas de una mujer gorda, y un hombre sentado en su mismo asiento, en el lugar que dejaban libre sus piernas dobladas. Los hombres tenían caras distintas pero todas con algo vagamente ministerial, más la única variante posible de un oficial de aviación con el uniforme cargado de condecoraciones; y se veía que incluso las mujeres iban a encontrarse con parientes funcionarios de algún ministerio, o bien era toda gente que viajaba a Roma para hacer gestiones burocráticas propias o ajenas. Y todos, algunos alzando los ojos del diario II Tempo, observaban a Federico quien, tendido a la altura de las rodillas de ellos, informe, empaquetado en el abrigo, sin pies, como una foca, se iba despegando de la almohada manchada de saliva, y, despeinado, la boina cubriéndole la coronilla, una mejilla marcada por los pliegues de la funda, se levantaba, se estiraba con movimientos informes, de foca, e iba recuperando el uso de las piernas y se calzaba las pantuflas equivocándose de pie, y ahora se desabrochaba y rascaba debajo de los jerseys superpuestos y la camisa ajada, y deslizaba sobre ellos sus ojos todavía legañosos y sonreía.
Por las ventanillas se veía desplegarse la anchura del campo romano. Federico permaneció un instante con las manos sobre las rodillas, sonriendo siempre, después con un gesto pidió permiso para tomar el diario que tenía sobre el regazo el pasajero de enfrente. Recorrió los titulares, tuvo como siempre la impresión de estar en un país remoto, miró olímpico los arcos de los acueductos que se sucedían al otro lado de la ventanilla, devolvió el periódico, se levantó a buscar en la bolsa el neceser.
En la estación Termini el primero en saltar del vagón, fresco como una rosa, era él. En la mano apretaba la ficha telefónica. En los nichos entre las pilastras y los puestos, los teléfonos grises le aperaban sólo a él. Metió la ficha, marcó el número, escuchó con eI corazón palpitante el timbre lejano, oyó el «Dígame…» de Cinzia que emergía todavía oloroso de sueño y de suave tibieza, y él estaba ya en la tensión de los días que pasarían juntos, en la lanosa guerra de las horas, y comprendió que nunca lograría decirle nada de lo que había sido para él esa noche que ya se le iba desvaneciendo, como toda perfecta noche de amor, ante la cruel irrupción de los días.