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V. era una de esas ciudades de provincia en las que se conservaba la costumbre del paseo vespertino por la calle principal, y en eso nada había cambiado desde los tiempos de Amilcare. De las dos aceras, como sucede siempre en estos casos, en una fluía una corriente ininterrumpida de paseantes, en la otra menos. En sus tiempos, Amilcare y sus amigos, por una especie de anticonformismo, paseaban siempre por la acera menos concurrida, y desde ella lanzaban ojeadas y saludos y piropos a las muchachas que pasaban por la otra. Amilcare se sentía ahora como entonces, su excitación era incluso mayor, y echó a andar por su antigua acera, mirando a toda la gente que pasaba.

Encontrar a personas conocidas esta vez no lo ponía incómodo sino que le divertía, y se apresuraba a saludarlas. Con algunos le hubiera gustado detenerse a intercambiar unas palabras, pero por la calle principal de V., con sus aceras tan estrechas, con la gente apretujada que empujaba hacia adelante, y ahora con la circulación de vehículos mucho más intensa, ya no se podía ni caminar como antes por en medio de la calzada y atravesar la calle por donde se quisiera. En una palabra, el paseo se hacía o demasiado deprisa o demasiado lentamente, sin libertad de movimientos, Amilcare tenía que seguir la corriente o remontarla con esfuerzo, y cuando entreveía una cara conocida apenas tenía tiempo de hacer un gesto de saludo antes de que desapareciera, y no lograba siquiera saber si lo habían visto o no.

En ésas estaba cuando se encontró con Corrado Strazza, su compañero de escuela y de billar durante muchos años. Amilcare le sonrió e hizo incluso un amplio ademán con la mano. Corrado Strazza se acercaba mirándolo, pero era como si la mirada lo traspasase sin detenerse, y siguió su camino. ¿Era posible que no lo hubiera reconocido? Había pasado el tiempo, pero Amilcare sabía que no había cambiado mucho; hasta entonces había conseguido defenderse tanto del exceso de peso como de la calvicie y su fisionomía no había sufrido grandes alteraciones. Ahí venía el profesor Cavanna. Amilcare le hizo un saludo deferente, con una pequeña inclinación. El profesor al principio dio muestras de responder, instintivamente, después se detuvo y miró a su alrededor, como buscando a otro. ¡El profesor Cavanna, que era famoso por buen fisionomista porque de todos sus numerosos alumnados recordaba caras y nombres y apellidos y hasta las calificaciones trimestrales! Finalmente Ciccio Corba, el entrenador del equipo de fútbol, contestó al saludo de Amilcare. Pero poco después parpadeó y se puso a silbar, como pensando que había interceptado por error el saludo de un desconocido, dirigido vaya a saber a quién.

Amilcare comprendió que nadie lo hubiera reconocido. Las gafas que le hacían visible el resto del mundo, esas gafas de enorme montura negra, a él lo volvían a su vez invisible. ¿Quién hubiera pensado que detrás de aquella especie de antifaz estaba el propio Amilcare Carruga, ausente desde hacía tanto tiempo de V. que nadie esperaba encontrárselo de pronto? Apenas había llegado a formular mentalmente estas conclusiones cuando apareció Isa Maria Bietti. Iba con una amiga, paseaban mirando los escaparates, Amilcare se detuvo justo delante, estaba por decir: «¡Isa Maria!», pero le faltó la voz, Isa Maria Bietti lo apartó con un codo, dijo a la amiga: «Ahora se llevan así…» y siguió adelante.

Ni siquiera Isa Maria Bietti lo había reconocido. Comprendió de pronto que había vuelto sólo por Isa Maria Bietti, que sólo por Isa Maria Bietti había querido marcharse de V. y había pasado tantos años lejos, que todo, todo en su vida y todo en el mundo era sólo por Isa Maria Bietti, y ahora finalmente volvía a verla, sus miradas se encontraban, e Isa Maria Bietti no lo reconocía. Tanta fue su emoción que no advirtió si había cambiado, engordado, envejecido, si era atractiva como en otros tiempos o menos o más, no había visto nada salvo que aquélla era Isa Maria Bietti y que Isa Maria Bietti no lo había visto.

Había llegado al final del tramo de calle por donde se paseaba. Allí la gente, en la esquina de la heladería o de la manzana siguiente, en el quiosco, daba la vuelta y recorría la acera en sentido inverso. También Amilcare Carruga dio media vuelta. Se había quitado las gafas. Ahora el mundo se había convertido en la nube insípida y él andaba a tientas, revirando los ojos, y no sacaba nada en limpio. No es que no consiguiera reconocer a nadie: en los lugares mejor iluminados estaba a punto de identificar una cara, pero siempre quedaba un margen de duda de que no fuera quien él creía, y finalmente, fuese o no fuese, tampoco le importaba tanto. Alguien hizo un gesto, un saludo, podía ser que lo saludaran a él, pero Amilcare no entendió bien quién era. Otros dos, al pasar, saludaron; estuvo por contestar, pero no tenía idea de quiénes eran. Un tipo, desde la otra acera, le lanzó un: «¡Chao, Carrú!». Por la voz podía ser un tal Stelvi. Con satisfacción Amilcare se dio cuenta de que lo reconocían, que se acordaban de él. Una satisfacción relativa porque él no los veía siquiera, o bien no llegaba a reconocerlos, eran personas que se confundían una con otra en la memoria, personas que en el fondo le eran más bien indiferentes. «¡Buenas tardes!», decía cada tanto, cuando percibía un gesto, un movimiento de la cabeza. Así, el que lo había saludado ahora debía de ser o Bellintusi, o Carretti, o Strazza. Si fuera Strazza quizá le hubiese gustado detenerse un momento a hablar con él. Pero había contestado a su saludo con tanta prisa y, pensándolo bien, era natural que sus relaciones fueran sólo ésas, de saludos apresurados y convencionales.

Sin embargo su manera de mirar alrededor tenía claramente una finalidad: volver a encontrar a Isa Maria Bietti. Como ella llevaba un abrigo rojo, era visible de lejos. Durante un momento Amilcare siguió un abrigo rojo, pero cuando consiguió alcanzarlo vio que no era ella y entretanto otros dos abrigos rojos habían pasado en dirección contraria. Aquel año se llevaban mucho los abrigos rojos de entretiempo. Antes, con el mismo abrigo, por ejemplo, había visto a Gigina, la del estanco. Ahora una de abrigo rojo fue la primera en saludarlo, y Amilcare respondió con bastante frialdad, porque seguramente era Gigina, la del estanco. Después le asaltó la duda de que no fuese Gigina, la del estanco, ¡sino justamente Isa Maria Bietti! Pero, ¿cómo era posible confundir a Isa Maria con Gigina? Amilcare volvió sobre sus pasos para cerciorarse. Encontró a Gigina, era ella, no cabía duda; pero si ahora venía hacia allí, no podía ser que ya hubiese dado toda la vuelta; ¿o había dado una vuelta más corta? No entendía nada. Si Isa Maria lo había saludado y él le había contestado con frialdad, todo el viaje, toda la espera, todos los años pasados eran inútiles. Amilcare iba y venía por aquellas aceras, a veces poniéndose las gafas a veces quitándoselas, a veces saludando a todos y a veces recibiendo saludos de brumosos y anónimos fantasmas.

Pasada la otra punta del paseo, la calle se alargaba y en seguida se salía de la ciudad. Había una hilera de árboles, un foso, al otro lado un seto y los campos. En sus tiempos, al caer la noche, se iba hasta allí del brazo de una chica, si la tenías, y si se estaba solo, se iba para estar aún más solo, a sentarse en un banco y escuchar el canto de los grillos. Amilcare Carruga siguió hacia allí; ahora la ciudad se extendía un poco más allá pero no tanto. El banco, el foso, los grillos estaban como antes. Amilcare Carruga se sentó. De todo el paisaje la noche sólo dejaba en pie unos grandes haces de sombra. Allí, quitarse o ponerse las gafas daba lo mismo. Amilcare Carruga comprendía que tal vez aquella exaltación de las gafas nuevas había sido la última de su vida, y que ahora había terminado.

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