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– Pero…

Amedeo tuvo que levantar la cabeza del libro. La mujer lo miraba y sus ojos eran amargos.

– ¿Le pasa algo? -preguntó él.

– ¿Pero no se cansa nunca de leer? -dijo la mujer-. ¡No se puede decir que sea usted un tipo sociable! ¿No sabe que a las señoras hay que darles conversación? -añadió con una semisonrisa que tal vez quería ser sólo irónica pero que a Amedeo, que en aquel momento hubiera dado cualquier cosa por no despegarse de la novela, le pareció francamente amenazadora. «¡Quién me manda meterme en esto!», pensó. Ahora estaba claro que con aquella mujer al lado no podría leer ni una línea más. «Habría que hacerle entender que se ha equivocado», pensó, «que soy el tipo menos indicado para hacer de galán de playa, que soy un tipo al que es mejor no darle ninguna confianza.»

– ¿Conversación? -dijo en voz alta-. ¿Qué conversación? -y estiró una mano hacia ella. «Bueno, si ahora le pongo las manos encima, se sentirá ofendida por un gesto tan fuera de lugar, quizá me dé una bofetada y se vaya.» Pero tal vez fuera su natural reserva, tal vez un deseo diferente, más dulce, lo que en realidad lo impulsaba, el hecho es que la caricia, en vez de brutal y provocativa, fue tímida, melancólica, casi suplicante: le rozó el cuello con los dedos, levantó una cadenita que ella llevaba y la dejó caer. La respuesta de la mujer consistió en un gesto primero lento, como resignado y un poco irónico -bajó la barbilla de costado, para retener la mano-, después, rápido, como en un calculado impulso de agresividad, le mordió el dorso de la mano.

– ¡Ay! -exclamó Amedeo. Se separaron.

– ¿Así es cómo da usted conversación? -dijo la señora.

«Está bien», razonó velozmente Amedeo, «esta manera mía de dar conversación no le gusta, de modo que basta de conversación y a leer», y ya se arrojaba sobre un nuevo párrafo. Pero trataba de engañarse a sí mismo: se daba perfecta cuenta de que habían llegado demasiado lejos, que entre él y la señora bronceada se había creado una tensión que no se podía interrumpir; sentía que él era el primero en no querer interrumpirla, de todas maneras no conseguiría volver a la única tensión de la lectura, toda recogida e interior. Podía en cambio tratar de que esa tensión externa siguiera, por así decirlo, un curso paralelo a la otra, para no tener que renunciar ni a la señora ni al libro.

Como la señora se había sentado apoyando la espalda en un escollo, él se sentó a su lado y le pasó un brazo por los hombros,con el libro sobre las rodillas. Se volvió hacia ella y la besó. Se separaron y volvieron a besarse. Después él bajó la cabeza hacia su libro y reanudó la lectura.

Mientras pudiera, quería seguir adelante con la lectura. Su temor era no poder terminar la novela: el comienzo de una relación de verano podía significar el fin de sus tranquilas horas de soledad, un ritmo completamente diferente que se adueñaba de sus días de vacaciones; y ya se sabe que, cuando uno está completamente enfrascado en la lectura de un libro, si tiene que interrumpirla para reanudarla al cabo de un tiempo, casi todo el gusto se pierde: se olvidan muchos detalles, uno no logra entrar como antes.

El sol se ponía poco a poco detrás del promontorio cercano, y detrás del siguiente y del siguiente, dejándolos sin colores, a contraluz. De las anfractuosidades del cabo habían desaparecido todos los bañistas. Ahora estaban solos. Amedeo ceñía los hombros de la veraneante con un brazo, leía, la besaba en el cuello y en las orejas -le parecía que a ella le gustaba- y cada tanto, cuando la mujer se giraba, en la boca; después volvía a leer. Quizás esta vez había encontrado el equilibrio ideal: hubiera continuado así durante un centenar de páginas. Pero una vez más fue ella la que quiso cambiar la situación. Empezó a ponerse tiesa, casi a rechazarlo, y entonces dijo:

– Es tarde. Vamos. Yo me visto.

Esta brusca decisión abría perspectivas completamente distintas. Amedeo se quedó un poco desorientado, pero no se detuvo a sopesar el pro y el contra. Había llegado a un punto culminante del libro y la frase de ella: «Yo me visto», apenas oída, se había traducido en su cabeza en esta otra: «Mientras se viste, tendré tiempo de leer algunas páginas seguidas».

Pero ella:

– Ten en alto la toalla, por favor -le dijo, tuteándolo quizá por primera vez-, que nadie me vea.

La precaución era inútil porque la escollera había quedado desierta, pero Amedeo asintió de buen grado, ya que podía sostener la toalla sentado y leyendo el libro que tenía apoyado en las rodillas.

Al otro lado de la toalla la señora se había soltado el sujetador sin preocuparse de que él la mirase o no. Amedeo no sabía si mirarla fingiendo que leía o si leer fingiendo que la miraba. Las dos cosas le interesaban, pero mirarla le parecía mostrarse demasiado indiscreto, seguir leyendo, demasiado indiferente. La señora no practicaba el sistema habitual de las bañistas que se cambian al aire libre, que consiste en ponerse primero el vestido y después quitarse el bañador por abajo; no: ahora que tenía el pecho desnudo se quitaba también el «slip». Entonces fue cuando por primera vez ella volvió la cara hacia él: y era una cara triste, con un pliegue amargo en la boca, y meneaba la cabeza y lo miraba.

«¡Ya que tiene que suceder, que suceda en seguida!», pensó Amedeo echándose hacia adelante con el libro en la mano, un dedo entre las páginas, pero lo que leyó en aquella mirada -reproche, conmiseración, desaliento, como si quisiera decir: «Estúpido, hagámoslo ya que hay que hacerlo, pero no entiendes nada, como todos los otros…»-, es decir, lo que no leyó, porque no sabía leer en la mirada, pero advirtió confusamente, le provocó tal arrebato que, al abrazarla y caer junto a ella en la colchoneta, giró apenas la cabeza hacia el libro para comprobar que no acabara en el mar.

Cayó en cambio justo al lado de la colchoneta, abierto, pero habían pasado algunas páginas y Amedeo, aunque siempre en el arrebato de sus abrazos, trató de liberar una mano para poner la señal en la página justa: no hay nada más fastidioso, cuando uno quiere reanudar rápidamente la lectura, que tener que estar allí pasando hojas sin volver a encontrar el hilo.

El entendimiento amoroso era perfecto. Podía tal vez prolongarse más; pero, ¿acaso no había sido todo fulminante en ese encuentro suyo?

Oscurecía. Abajo los escollos se abrían en tobogán, formando una pequeña cala. Ahora ella había bajado y había metido la mitad del cuerpo en el agua.

– Ven tú también, démonos un último baño… -Amedeo, mordiéndose un labio, contaba las páginas que faltaban para el final.

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