Capítulo 16 COMO SI NO ESTUVIERA MUERTA
Las horas que transcurrieron a partir de entonces, desde que supe por el teniente Guzmán que a Anglada la habían encontrado en las afueras de San Sebastián de la Gomera, con un balazo en el corazón, las recuerdo como un túnel mal iluminado, con un continuo zumbido de fondo que distorsionaba los ruidos exteriores y bloqueaba los esfuerzos de mi cerebro por hallarle una lógica a lo que estaba ocurriendo. Recuerdo, también, la reacción de Chamorro, cuando la desperté para darle la noticia. Primero se mostró incrédula, pero casi inmediatamente, tras comprender que no podía dejar de ser verdad, que ninguna otra posibilidad, más que la real y efectiva muerte de nuestra compañera, podía explicar que llamase de madrugada a su puerta para descargarle semejante mazazo, se hundió en una especie de pozo del que tardó mucho tiempo en salir. Apenas reunió fuerzas para musitar:
– No. La pobre…
He visto muchos muertos, y con todos ellos, de una manera o de otra, he acabado estableciendo una relación. A veces, de cierta intensidad. Me he hecho a convivir con ellos, y con la idea de que a toda la gente le llega el día en que es un fardo de carne tirado en el suelo del que otros han de ocuparse. He aprendido a bromear con esa idea, y a reírme cuando por Halloween, desde que se ha importado la celebración foránea, todos los de la unidad que no se dedican a homicidios nos felicitan a los enterradores y nos dicen que si no vamos a organizar un vino para festejarlo. Incluso, puestos a aprender, he aprendido a compartir los chistes de los forenses mientras perpetran la carnicería y el destrozo de una autopsia. Nada de eso, sin embargo, te prepara para ver morir a alguien que te importa; a alguien con quien has vivido. No me ha pasado muchas veces, pero cuando me sucede, como constaté que me estaba sucediendo aquella gris mañana de febrero, mientras íbamos hacia el aeropuerto de La Palma, siento lo mismo que cualquier otro. Que todo se me viene abajo, y que saboreo, a través de esa persona cercana, la muerte que quizá no seré capaz de saborear en mí mismo, cuando me toque.
Desde que tomamos tierra en Tenerife y pude volver a encenderlo, no paró de sonarme el teléfono. Llamaron todos los que podían llamarme. Guzmán, que se había trasladado a La Gomera en el primer barco de la mañana, me telefoneó varias veces, para coordinarnos. También mi comandante, desde Madrid, se unió al carnaval; por un lado, para encargarme que transmitiera su pesar a la gente de allí, y por otro, para pedirme una explicación que hube de reconocer que no podía proporcionarle. Otro tanto hizo el subdelegado del gobierno, con quien tuve que reproducir el penoso informe que le había dado a Pereira. El hombre se apiadó de mi menesterosa situación:
– Está bien, sargento -dijo-. Le dejo trabajar. Pero téngame al corriente, por favor. Quiero que sepa que estoy decidido a poner todos los medios, primero para apoyar a la familia, y luego para encarcelar al asesino.
– Gracias -dije. Era una palabra sencilla, que me eximía de pensar.
Cuando colgué, después de hablar con el subdelegado del gobierno, sonreí amargamente. No era un problema de medios, al menos en lo que se refería a atrapar a quien le había quitado la vida a Ruth. Sólo era cuestión de que cierto individuo demostrara la competencia que se le suponía e hiciera su trabajo de una puñetera vez. Ya iba a llegar tarde para salvarla, y por eso, lo sabía, nunca podría perdonarse lo descuidado que había sido. Por eso, también, el individuo necesitaba ahora tan desesperadamente esclarecer aquella muerte que quizá no fuera el más indicado para hacerlo. Pero en tanto no le apartaran por la fuerza, iba a convertirlo en su única misión.
Tuve otra llamada, mientras viajábamos en el hidroala hacia La Gomera. Era una mujer, a la que no conocía. Entre el ruido de la nave, la agitación del mar y el anonadamiento en que flotaba, tardé en comprenderla.
– Le digo que soy la juez de instrucción -repitió, alzando la voz-. ¿Me oye? ¿Es usted el sargento Vila?
– Sí, la oigo. Sí, soy yo.
– ¿Y se puede saber dónde coño anda?
– Estoy en el barco, señoría, casi llegando a La Gomera.
– Aquí me dicen que le esperemos para levantar el cuerpo. Y a mí también me gustaría tener unas palabritas con usted. Pero quisiera saber si tendré que esperarle toda la mañana. Me aguardan hoy algunas otras tareas, así que si va a tardar mucho ordeno que levanten y me viene a ver al juzgado.
Chamorro me observó, preocupada. Por mi gesto, podía darse perfecta cuenta de que no me estaban felicitando. Discurrí deprisa.
– Vienen a recogernos al puerto -dije-. No tardaremos más de media hora.
– Media hora, ni un minuto más -advirtió, y colgó.
Gracias a Siso, que nos esperaba en el puerto (y a quien no hubo que insistirle mucho para que le apretara con rabia al todoterreno, hasta sacarle el último caballo que guardaba en su motor), pudimos llegar al lugar del crimen antes de que expirase el ultimátum de la juez. No quedaba lejos de la carretera. Era una zona despoblada, próxima a la costa. A unos treinta metros de la calzada, estaba el Opel Corsa de alquiler, con las puertas abiertas. A su alrededor, la parafernalia que tantas veces habíamos visto, pero que en esta ocasión tenía como centro a alguien que le daba a todo un significado radicalmente diferente, casi irreal. Siso acercó el todoterreno hasta estacionarlo junto al otro que ya estaba allí. Vi, uniformados, a Nava, Valbuena y un par de guardias más. Un poco más allá, junto al coche, distinguí, de paisano, al teniente Guzmán, la guardia Morcillo y el guardia Azuara. Con ellos había tres mujeres, dos de unos cuarenta años y otra de treinta y pocos. Todos nos miraron cuando bajamos del todoterreno con Siso.
Avancé hacia ellos, seguido por Chamorro, con la misma sensación que les supongo a los que caminan hacia donde les aguarda el pelotón de fusilamiento. Apenas nos tuvo a tiro, la treintañera me espetó, a bocajarro:
– ¿Es usted Vila?
– Sí, señoría -me apresté a colegir.
– Muy bien. ¿Puede decirme cómo ha podido pasar esto?
– No, señoría.
– Pero por aquí me cuentan que llevaba usted la investigación en la que participaba la fallecida. Que la tenía temporalmente a sus órdenes.
– Eso es cierto. Investigábamos un homicidio que…
– Ya, ya me han informado de qué homicidio estaban investigando -me interrumpió-. Habría preferido enterarme antes, ya que se supone que ésta es mi jurisdicción, pero de eso usted no tiene la culpa.
El teniente Guzmán apretaba los labios. Deduje que no era el primero al que su señoría abroncaba aquella mañana.
– Lo que quiero saber -aclaró la juez-, es dónde se metieron ustedes, y con quién, para que nos hayamos encontrado con esto.
– La investigación no estaba avanzada -dije-. Estábamos reuniendo indicios preliminares, considerando todavía varias hipótesis muy abiertas.
– Pues alguna de esas hipótesis se les ha cerrado de mala manera -opinó-. Por Dios, se supone que ustedes son los primeros interesados en ir con cuidado, cuando tratan con gente peligrosa. ¿Me puede explicar cómo es que andaba por aquí esta pobre, sola, mientras usted y su compañera estaban en La Palma? Y ya no sé si preguntarle qué hacían ustedes allí.
– Fuimos a interrogar a un testigo -dije-. Pero si me permite, señoría…
– Le permito que me cuente cualquier cosa que me ayude a dejar de alucinar. Se lo suplico, más bien. Aquí no suele pasar esto, ¿sabe?
Podía, hasta cierto punto, entender su enfado. Podía, también, entender que tuviera necesidad de hacer sentir su autoridad, y que yo era el tonto más a propósito para que desahogara su mala sangre. Pero confieso que me irritó la falta de profesionalidad con que encaraba aquella situación. Ni yo, ni ningún otro de los que allí se congregaban, estábamos para ayudarla a paliar su asombro, por muy juez que fuera, sino para suministrarle la mejor base probatoria en la instrucción del sumario, que era algo bien distinto. Y mientras se ensañaba conmigo, esa tarea no avanzaba un milímetro. En cualquier caso, ella era la jefa, y tampoco estaba yo muy satisfecho de mi propia profesionalidad, así que me tragué el orgullo y volví a intentarlo:
– Le decía, señoría, que en ningún momento tuvimos la sensación de estar tratando con delincuentes peligrosos. Buscamos a un asesino, y eso siempre presenta cierto riesgo. Pero no teníamos datos para pensar que pudiéramos estar arriesgándonos a que sucediera algo así. En absoluto.
– ¿Sabe al menos en qué andaba ayer la fallecida?
– Hablé con ella por la tarde. Me propuso hacer algunas comprobaciones rutinarias, con posibles testigos. La autoricé sin la menor preocupación. Con la mayoría habíamos hablado ya y no eran personas que presentaran ningún problema. Amigos de la víctima, jóvenes normales.
– Pues por lo que parece, acabó viendo a alguien un poco anormal. Y dígame, ¿qué es lo que han descubierto, sobre la muerte del chico?
– Hasta ahora, no mucho más que en la primera investigación -repuse-. Que Iván López traficaba con droga a pequeña escala, algo que no se había podido determinar hace dos años. También hemos conseguido referencias de algunas personas concretas que podrían tener alguna relación con esas actividades y quizá con el crimen, pero aún sin contrastar. Estamos muy lejos de poder considerar a alguno de ellos como sospechoso.
La juez reflexionó durante unos instantes.
– Pues mire -dijo-, no soy una experta en investigación criminal, pero me parece que de un modo o de otro se han acercado al objetivo. Le recomiendo que repase sus actividades de los últimos días, y que trate de ordenar sus ideas. Y en cuanto lo haya hecho, espero que venga a contármelo. Ahora, ahí la tiene. Fíjese en todo lo que tenga que fijarse y la retiramos.
Eché a andar. La juez me observó como si recapacitara.
– Sargento -me llamó.
– Sí, señoría.
– Por encima de todo, sepa que lo siento. Ya puedo imaginarme que lo estará usted pasando muy mal.
– Imagina usted bien.
– No dude en pedir todo lo que le haga falta. Pero infórmeme, por favor.
– Descuide, señoría.
No esperaba que se excusara por obligarme a soportar su reprimenda, en aquellos momentos en que necesitaba todas mis fuerzas para tragarme el dolor y ardía de impaciencia por hacer mi trabajo. No esperaba que aquella mujer convencida de su valía y de su propia importancia tuviera la debilidad de concebir que podía equivocarse. Tampoco la descalifiqué por eso, ni como persona ni como juez. Parecía capaz, no decía tonterías y no pensé que no mereciera ocupar el puesto que ocupaba, o que no se lo hubiera ganado. Pero me propuse reducir el trato con ella al mínimo imprescindible, y mientras me acercaba al coche la borré por completo de mi mente.