– Uf -confesé-. Me parece que estoy llegando a mi límite. Entre lo que parpadean, y la cantidad de ellas que hay…
– No parpadean ellas -me aclaró-. Son las corrientes de aire en la atmósfera. Si te fijas, parpadean más cuanto más cerca de la línea del horizonte. Porque la luz atraviesa un espesor mayor de la atmósfera.
– En todo caso, creo que me rindo, Chamorro.
– Está bien, no te aburro más. Déjame que mire otro rato y nos vamos.
Me aparté un poco, mientras ella completaba sus observaciones. Al cabo de unos diez o quince minutos, se reunió conmigo. Hizo chascar la lengua.
– Lástima, no haber traído prismáticos -repitió-. En fin. Cuando quieras.
– Espero que te haya merecido la pena, a pesar de todo.
– Claro. Cuando lo puedes ver así, tan limpio, y abarcándolo de un golpe, sientes de pronto lo inmenso que es. Y que todo eso tiene que tener un por qué. Que tiene que haber, por narices, algo inteligente y bondadoso detrás.
– ¿Tú crees?
– Sí, lo creo -declaró, con una súbita solemnidad-. ¿Tú no?
– Sólo a veces.
– Eso es que no te fijas bien.
– Será eso -respondí, porque en el fondo, qué sabía.
Aquella excursión, que pese a sus bienintencionados esfuerzos no le sirvió a Chamorro para convertirme, ni tampoco para contagiarme su afición astronómica, sí contribuyó en cambio a restaurar entre ambos la confianza que últimamente habíamos perdido. No se me ocultaba, ni a ella tampoco, cuál era una de las interferencias que habían propiciado aquel alejamiento. En el camino de regreso, mientras bajábamos, ahora en medio de la oscuridad, por la misma carretera por la que antes habíamos subido, fue ella la que quiso sacar el asunto. Quizá porque sabía que yo no lo iba a hacer.
– Hay una explicación que me parece que te debo -dijo.
Apenas la oí, adiviné por dónde iba.
– No me debes explicaciones -contesté-. No si no te apetece dármelas.
– En parte me cuesta un poco, sí. Pero me cuesta más dejar que pase el tiempo sin contártelo. Creo que tienes derecho.
– No tengo ningún derecho sobre nada tuyo -insistí-. Sólo soy tu sargento.
– Bueno, esto ha venido a mezclarse. Quizá porque yo he sido un poco tonta. El caso es que ahora creo que tengo que decírtelo.
– Hablamos de Anglada -me atreví a deducir.
– Sí.
– No hace falta que me cuentes nada, de veras.
– Voy a contártelo. Por mí. Me descargaré de un peso. Quiero que sepas por qué no la trago, y por qué no puedo dejar de lamentar que hayamos coincidido con ella en esta investigación.
Noté que el pulso se me aceleraba. No podía impedirlo.
– Algo te dejé caer, si no recuerdo mal -dijo-. Me llevo a matar con ella desde la academia. Y el caso es que al principio congeniamos, ya ves.
Se detuvo, y a punto estuve de pedirle que no siguiera. Pero no lo hice.
– Nos tocó en la misma camareta -continuó-, y durante los primeros días tuve la sensación de que era con la que más tenía en común de todas. Pero en seguida empecé a notar que había ciertos aspectos en los que éramos muy diferentes. Demasiado diferentes como para estar a gusto con ella.
Volvió a hacer una pausa. Le costaba ordenar su relato.
– En fin, no voy a aburrirte con rodeos. Pronto descubrí que Ruth tenía una visión de la vida muy distinta de la mía. Cuando por la noche empezaron las confidencias, siempre estaba con lo mismo. Puede que yo sea poco natural para estas cosas, no te digo que no. Pero el caso es que no me siento cómoda escuchando a una tía que no hace más que contarte con todo lujo de detalles cuántos tíos se ha tirado y cómo lo hace para ponerlos a cien y cómo lo pasó con éste y cómo la tiene aquél. Lo mismo me da que sea verdad o que sea mentira. No es mi tema favorito de conversación.
En la oscuridad de la noche, no pude ver cómo se ruborizaba. Tampoco ella pudo ver cómo la sangre acudía a mi rostro, pero yo sí lo noté.
– Si la cosa hubiera quedado ahí -añadió-, bueno. No sería mi modelo en la vida, pero nada más. El problema vino cuando fue más allá.
Volvió a quedarse callada, buscando las palabras.
– Mira -dijo, un poco nerviosa-. Yo no veo nada malo en que haya tías a las que les gusta acostarse con tías, eso por delante. Pero a mí, personalmente, no me va ese rollo. Entiendo que alguien, si va por ahí, pruebe suerte contigo, antes de saberlo. Lo que no entiendo es que te den el coñazo cuando ya les has dejado claro que eso no es lo tuyo. Y lo que me pone negra es que encima te dé la sensación de que lo hacen porque les divierte.
Sentí cuánto le había costado; como a un cowboy arrancarse una flecha.
– Vale, Virginia -le dije-. No hace falta que me cuentes más.
– Quería que supieras que tengo razones. Que no soy una histérica.
– Lo sé.
– Creo que he sabido llevarlo, a pesar de todo. Y no me ha sido fácil.
– Ya me doy cuenta.
– Pero si tú no lo crees así, me vuelvo a Madrid y que venga otro.
La voz se le había quebrado un poco en la última frase. La miré de reojo y vi el brillo de las lágrimas que temblaban entre sus párpados. Me sentí idiota, por lo que hubiera podido agravar su malestar, e inútil, porque veía que ella pasaba por un momento delicado y no sabía ayudarla.
– Tú no te vas a ninguna parte -dije-. No mientras yo no me vaya.
– Lo digo en serio.
– Ya veremos cómo lidiamos la situación, no te preocupes.
Yo, sin embargo, sí que estaba preocupado. Con la mirada fija en la niebla que ahora me reflejaba el resplandor de los faros, por aquella carretera de pronto interminable, pensaba en la manera en que había contribuido a embrollar aún más algo que ya de por sí era un buen embrollo. Me acordaba de Ruth, la veía a la nueva luz que Chamorro me acababa de revelar, y no sabía qué demonios iba a hacer para manejarme en adelante. Ni siquiera podía aclarar cuáles eran mis propios sentimientos respecto de ella.
– Mira -hice un supremo esfuerzo por parecer firme-. Vamos a resumir lo que está claro. Tú y yo formamos un equipo, punto. El equipo no se rompe por un tercero, y menos por la actitud improcedente de ese tercero. Si en algún momento alguien se comporta como no debe, y tan pronto como yo lo sepa, contra quien tomaré medidas será contra ese alguien. Así que te ruego que me mantengas informado de todo lo que pase a este respecto.
– Hasta ahora no ha pasado nada -dijo-. Ya he procurado no darle ocasión. Bueno, si exceptuamos el numerito del otro día en la playa.
– Dejemos eso correr. Pongamos que cada uno se baña como quiere.
– Mejor será, sí.
– Y seamos prácticos. Cuanto antes resolvamos este asunto, antes nos quitaremos el problema. Vamos a concentrarnos en el trabajo.
– Está bien.
– Pero ante todo, que te quede clara una cosa.
– Qué.
– Que puedes contar siempre conmigo. Para lo que sea.
Chamorro asintió con lentitud.
– Gracias -murmuró, y la culpa me atenazó la garganta.
Por fortuna, terminamos de cruzar aquel maldito bosque, la niebla se disipó y unos cuantos kilómetros más adelante la carretera se volvió bastante más ancha y llevadera. Entre unas cosas y otras, cuando por fin me acosté en la cama del hostal, estaba derrengado. Me vino bien, porque lo que necesitaba era dormir, y no enredarme en estériles elucubraciones.
Dormí, pero no hasta la hora que había programado en mi teléfono móvil. Cuando sonó, a eso de las cinco y cuarto, supe en seguida que algo no iba bien. No era la melodía del despertador, sino el tono de llamada.
– ¿Vila? -oí que decía una voz masculina, cuando me puse el auricular en la oreja. Creí que era un sueño. Aquel hombre estaba llorando.
– Vila, ¿me oyes? Joder, Vila. Está muerta. La han matado. Joder…
No soñaba, no. Pero así, con esas palabras, empezó la pesadilla.