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Capítulo 1 UN COCHE ROJO

Siso, con una sonrisita astuta, dejó el alfil blanco sobre el tablero.

– Me temo que la dama está en apuros -dijo.

Anglada, cuya mirada baja y cuyos índices unidos bajo la nariz lo mismo podían significar concentración que aburrimiento, observó apenas durante un par de segundos la posición que su compañero acababa de crear. Concluido su análisis, alzó hacia él unos ojos brumosos y escépticos.

– Desde luego, tío, no hay nada tan audaz como la ignorancia.

Los dedos de Anglada se apoderaron de la dama negra y la sacaron de la trampa. De paso, le clavó a Siso un caballo, aunque sin demasiada fe en que su compañero se percatase a no ser que pensara en moverlo.

– Joder, Anglada, contigo no hay manera.

– Para ti, no -anotó Anglada, sin piedad.

En ese momento, los faros de un coche surgieron al final de la carretera. Siso se apresuró a apagar la luz interior del todoterreno.

– Una idea cojonuda -protestó Anglada-. Ahora ese paisano se pensará que estábamos haciendo manitas.

– Hombre, tampoco deberíamos estar aquí atrás, jugando al ajedrez.

– ¿Y cómo tenemos que estar, quietos y con la mano en la pistola?

El coche llegó a su altura. Era rojo y venía quizá un poco más deprisa de lo corriente, para aquella hora y aquella carretera, aunque sin rebasar ostensiblemente el límite de velocidad. Durante la fracción de segundo en que estuvo a su altura, Siso y Anglada pudieron obtener un atisbo fugaz de sus ocupantes: dos individuos cubiertos con sendas gorras de visera.

– ¿Le cazaste la matrícula? -preguntó Siso.

– No. ¿Por qué?

– No me da buen rollo.

– Tío, son las tres de la mañana. Vendrán de meterse un poco de marcha y puede que alguna cosilla, puestos a pensar mal.

– Razón de más para preocuparnos.

– Vamos, Siso. No parece que se salgan del carril. Tampoco te pases.

– Van hacia el parque. ¿Para qué coño van hacia el parque, a estas horas?

– Yo qué sé. Les parecerá romántico. Hay luna llena.

– Creo que eran dos tíos.

– ¿Y qué más da eso?

Siso, serio, apartó a un lado el ajedrez magnético y abrió la portezuela.

– Seguiremos luego. Vamos tras ellos.

Anglada dudó durante un instante, mínimo. Siso era más antiguo y por tanto el jefe de la patrulla. Si se le ponía en las narices perseguir a aquel coche, aunque no hubiera ninguna razón para hacerlo, a ella le tocaba aguantarse y obedecer. Segundos después ya estaba al volante, sacando el todoterreno de la cuneta y enfilando la carretera por la que el vehículo sospechoso acababa de perderse. Siso, en el asiento del copiloto, había adoptado una expresión oficial. A Anglada, cuando no la obligaba a emprender persecuciones absurdas a la luz de la luna, le hacía gracia aquel guardia. Era el típico militarote, chapado a la antigua, aunque apenas pasaba de los treinta años. Anglada le había adivinado primero, y sonsacado después en las largas horas de patrulla, una educación encaminada casi desde la cuna a hacerle vestir de verde y ponerse debajo de un tricornio. Siso, cómo no, era hijo del Cuerpo, y depositario de su más rancia tradición. Por eso había tenido sus más y sus menos, al principio, para aceptar que su compañero se llamara Ruth. Pero Anglada se había hecho con él sin grandes problemas. En el fondo, Siso era un trozo de pan, un buen chico tan disciplinado como simplón.

Avanzaron por el paisaje semidesértico, entre las montañas. A Anglada le gustaba aquella isla y no le importaba conducir por sus carreteras. Cuando el servicio se le hacía demasiado pesado, se consolaba admirando las singulares perspectivas que siempre le ofrecían los flancos del camino. Llegaron a la boca del túnel, sobre la que se alzaban unas cuantas palmeras. Durante el tránsito por las entrañas de la montaña, la oscuridad se hizo más intensa y ambos sintieron cómo iba descendiendo la temperatura. Anglada, que había atravesado ya muchas veces por allí, no pudo sorprenderse cuando a la salida del túnel se vio en un paraje completamente distinto del que había al otro lado. El desierto había dejado paso a un extraño bosque, húmedo e impenetrable, y sobre la carretera se desplomaba una niebla pronto condensada en pequeños chorros de agua que resbalaban sobre el parabrisas. Conectó los faros suplementarios. Acababan de entrar en el parque nacional.

– ¿Qué hacemos cuando lleguemos a la primera bifurcación?

– Seguir tieso -ordenó Siso.

– ¿Por alguna razón en especial?

– Porque lo digo yo.

Anglada meneó ligeramente la cabeza.

– Mira, Siso, no es que quiera cuestionar tu autoridad, ni mucho menos tu criterio, pero respetuosamente te digo que creo que estamos perdiendo el tiempo. Nos llevan bastante ventaja y no sabemos adónde van.

– Písale más.

Aquello sí le molestó a Anglada. Redujo y aceleró con brusquedad. Si aquel infeliz quería movimiento, lo iba a tener. Era una buena conductora, y además había hecho el cursillo de persecución. Recordaba que el profesor, un ex delincuente antaño especializado en el robo de vehículos, se había quedado estupefacto al comprobar sus habilidades. Como buen quinqui, tenía una visión bastante convencional de la vida. Que una pibita chachi fuera guardia civil ya le descolocaba, pero que una mujer resultara una virtuosa del volante era definitivamente demasiado para sus firmes prejuicios.

Apretó el acelerador y afeitó curva tras curva hasta que sintió el miedo de Siso a su derecha. Su compañero se había agarrado al asa de encima de la puerta y contenía la respiración de forma perceptible. Al fin habló:

– Cuidado. No vayamos a tener un accidente.

– Podría correr todavía más -dijo Anglada-. No lo hago para no asustarte.

– Anglada, no me jodas.

Anglada se rió.

– Me caes bien, pero ni por todo el oro del mundo, tío.

Siso hizo chascar la lengua.

– Tengamos la noche en paz, anda.

– Eres tú el que se ha empeñado en removerla, me parece. A ver quién ha decidido que nos pongamos a perseguir fantasmas.

– Anglada, me cago en la puta.

– Está bien -se plegó la guardia, mientras levantaba el pie.

Anglada sabía que Siso, en el fondo, era más bien manso y no tomaría contra ella ninguna medida disciplinaria. Por eso le picaba, pero se cuidaba siempre de sobrepasar ese límite en el que un hombre pacífico deja de serlo para convertirse en un peligro de impredecibles consecuencias.

Recorrieron ocho o nueve kilómetros por la carretera desierta. La vegetación que había a ambos lados, el antiquísimo bosque de laurisilva, un superviviente de épocas remotas que sólo subsistía allí y en un par de islas más, le daba a la ruta un aspecto caprichoso y fantasmagórico. La luz de la luna, cernida por la niebla, terminaba de envolver todo en un aura irreal. Anglada llevaba viviendo en la isla más de un año, y Siso pronto iba a hacer siete. Pero era difícil hacerse a contemplar aquello como una rutina.

– Mira que es bonito este puñetero sitio -dijo Anglada.

– Sí que lo es -concedió Siso.

Anglada, poco a poco, había ido aminorando la marcha. Al llegar ante la siguiente encrucijada, detuvo el todoterreno. Siso no dijo nada.

– Esto no tiene mucho sentido, reconócelo.

Siso continuó callado.

– Podríamos volver y esperarlos en la salida del túnel -apuntó Anglada-. Pero puede que vayan al otro lado de la isla y que no regresen. Si quieres, ya que estamos, sigo por aquí y volvemos luego por la parte alta.

– No -gruñó Siso-. Da media vuelta.

– ¿De verdad no prefieres que siga?

– Te he dicho media vuelta, Anglada. Si te pones a discutir cada una de mis órdenes no vamos a acabar en toda la noche.

Anglada, resoplando, maniobró para invertir el sentido de la marcha. Luego desanduvo el camino que habían traído, sin prisa.

– Te noto un poco tenso últimamente, Manolo.

Siso se restregó los ojos.

– ¿Pasa algo con Isabel? ¿Con los niños?

El hombre pareció meditar un instante. Al final, abrió su corazón:

– Con Isabel no pasa casi nada. Y con los niños pasa de todo. Pero eso no es ninguna novedad. Ya debería estar acostumbrado.

Anglada sopesó las palabras de su compañero. No las examinaba en el vacío. Conocía el historial de problemas familiares de Siso, y también un par de infidelidades conyugales del guardia. Pocas cosas se le pueden ocultar a tu compañero de patrulla, y más bien apetece no ocultarlas.

– Tío, si no la soportas, deberías darle puerta.

– ¿Y los niños?

– Por los niños, precisamente. Total, casi no te ven, con la paliza de servicios que llevamos encima. Que estén con su madre, aquí o donde quieran, y tú te los coges en verano y te los llevas a Eurodisney o a Port Aventura y te conviertes en el papá guay. Que ella se ocupe de regañarles.

– Se nota que no tienes hijos.

– Procuro no tener remilgos, nada más. Muchas de las cosas que creemos no son más que la mierda que nos han puesto en la cabeza para que nos limitemos a cumplir el papel que nos asignan en la función. Quítatela de encima, si te está dando por culo. Sufrir no te va a valer para nada. Ni a ella.

Siso la observó con cara de asombro.

– Me dejas verdaderamente agilipollado, Ruth. Nunca había visto a una tía hablar así de otra tía.

– Aquí no soy técnicamente una tía, sino tu colega.

– Eso es otra cosa que me alucina.

– ¿El qué?

– Que te metieras aquí. No sé por qué coño lo hiciste.

– La vida es extraña, Manolo. Cuando tenía doce años, yo quería ser bailarina clásica. Con dieciséis, bailarina de striptease. Y aquí me ves, vestida de verde y poniendo a soplar a los borrachos, en vez de bailar para ellos.

– Contigo no hay quien hable en serio.

– Sí, pero me vuelvo demasiado trágica. Por eso lo evito.

– Hostia, mira ahí.

Anglada también lo vio. En el siguiente cruce, a unos doscientos metros, un coche rojo acababa de incorporarse desde la derecha con una brusca maniobra. Era imposible asegurarlo, desconociendo su matrícula y sin haberlo visto lo suficiente para identificar el modelo, pero parecía el mismo de antes.

– Métele -dijo Siso.

Anglada aceleró. El otro iba muy deprisa, tan deprisa como para arriesgarse a embestir la masa boscosa en la primera curva.

– Nos ha visto, y mira cómo le pega.

– Ya veo, ya -asintió Anglada.

– Aquí huele a mierda, te lo digo yo. Son ocho años de chuparme caminos. Aunque no seas un lince, se te aguza el olfato.

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