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Capítulo 6 LA MISIÓN DE LOS SARGENTOS

Cuando mi teléfono móvil, programado como despertador, lanzó al aire de la habitación la horrísona melodía que el fabricante había asignado a esa función odiosa, me dije una vez más que algún día tendría que intentar averiguar en el ilegible manual del aparato la manera de sustituirla. Antes que la que traía por defecto, creo que habría preferido cualquier cosa, desde la última canción de Julio Iglesias hasta el himno de la Gestapo. Aunque bien mirado, reflexioné, como la Gestapo era una policía secreta, no debía de tener himno. Quizá pudiera comprobarse de algún modo. Si existía, seguro que algún nazi paranoico lo habría colgado en su página de Internet. Permanecí enredado en esta clase de razonamientos espesos y absurdos durante unos minutos. Una vez que mi cerebro logró normalizar su funcionamiento y dejar de patinar, constaté que estaba hecho polvo y que sólo me quedaba un cuarto de hora escaso para adecentarme y conseguir donde fuera y como fuera un tazón de café. Tocaba, por tanto, afeitado de emergencia.

No sé a otros hombres, pero a mí me fastidia afeitarme rápido, es decir, mal. Para eso, prefiero no afeitarme. Cuando voy mal afeitado, siento cada uno de los pelillos que no he apurado bien, y eso me envenena la sangre. En consecuencia, salí de la habitación con el gesto torcido y una abominable sensación de picor facial. Llegué al buffet de desayunos del hotel a las ocho menos un minuto. Chamorro estaba sentada a una mesa. Había vaciado un plato de fruta y un yogur natural y terminaba puntualmente su café.

– ¿Con quién te has peleado? -preguntó.

La observé. Recién duchada, con el pelo aún húmedo y sin un gramo de maquillaje en la cara, ofrecía un aspecto irreprochable.

– Dame diez minutos antes de volver a obligarme a hablar -rezongué.

– Bien. No he dicho nada.

El buffet parecía decente, considerando que la categoría del hotel era lo bastante baja como para afrontarlo con nuestras dietas y no perder dinero. En todo caso, no tenía tiempo de probarlo. Me hice con una jarra de café y me la llevé a la mesa con intención de vaciarla. Mientras me servía aquel brebaje de decepcionante transparencia, Chamorro me advirtió:

– Está muy flojo. Si es café, que lo dudo.

La miré, con una ira que no le estaba destinada.

– No es necesario que me respondas -se defendió-. Sólo te informo.

Tenía razón. Si en aquel líquido había algo de café, se habían preocupado de mezclarlo con algo que impidiera notarlo. Pese a todo, me tragué dos tazas, por si de algo servía. Estaba a mitad de la segunda cuando irrumpieron en la sala Anglada y Morcillo. La mayoría de los concursantes habría errado al tratar de acertar cuál de las dos había trasnochado. Anglada, como Chamorro, poseía el arma secreta, el favor de los dioses: la feroz juventud. En Morcillo, en cambio, comenzaba a insinuarse el proyecto de un ser como yo, aunque debía admitir que en el mundo en que vivíamos a ella le iba a pesar todavía más de lo que me pesaba a mí. Ya empezaban a tocarle los efectos, si no me equivocaba respecto de quién era la favorita del teniente.

– Qué tal -gorjeó Anglada.

– Yo muy bien -dijo Chamorro, con una sonrisa hipócrita. Parecía haber meditado durante la noche y haberse impuesto un cambio de actitud.

– ¿Y tú, mi sargento?

Desde que ella había entrado, estaba algo mejor. Pero también un poco disperso. Seguía rumiando mi mal humor a la vez que reparaba, con interés, en su cambio de indumentaria. Traía vaqueros ajustados, calzado robusto y una camiseta que dibujaba con determinación su torso.

– Falto de café -respondí al fin-. ¿Hay algún sitio por el camino donde pueda tomarlo de verdad?

– Claro -dijo Morcillo.

– Olga nos acompaña al puerto de Los Cristianos -explicó Anglada, aunque nada le había preguntado-. Luego se trae el coche.

Condujo Anglada. Morcillo le indicó el camino hasta un bar de aspecto sospechoso, donde una máquina vieja y mugrienta expulsó para nosotros cuatro tazas de café denso y oloroso comme il faut. Confortados por el contundente aporte cafeínico, al menos yo, continuamos viaje. Recorrimos, en sentido inverso, la autopista del día anterior. Anglada, invariablemente, se mantuvo entre treinta y cincuenta kilómetros por hora encima del límite.

– ¿Siempre conduces así? -preguntó Chamorro. Si lo hacía con alguna malicia, para nada se deducía de su entonación.

– Es que si no, los motores se amariconan -dijo Anglada-. Y cuando vas a tirar de ellos resulta que no marchan. Los coches son como los tíos. Hay que exigirles; si no, se te distraen. Con tu permiso, mi sargento.

– No entiendo mucho de tíos -me inhibí.

Cinco minutos después, vimos cómo nos cortaba el paso un coche de los nuestros. Llevaba las luces giratorias puestas.

– No me jodas -dijo Anglada, dando un palmetazo en el volante.

Nos hicieron señas de que nos apartáramos al arcén. Al cabo de un minuto se alineaban al costado de la carretera los tres vehículos: el que nos había parado, delante; el nuestro, en medio; y detrás el radar móvil camuflado que nos había cazado in fraganti. El conductor del coche patrulla se acercó a la ventanilla de Anglada. A mitad de saludo, se interrumpió y dijo:

– Coño, ¿otra vez tú?

– Lo siento, tío -se excusó Anglada-. Vamos para La Gomera. Ya casi perdemos el barco.

– No si ya, si siempre hay alguna excusa -dijo el de Tráfico.

– De verdad que se nos va -insistió Anglada-. Nos vemos, ¿vale?

– Venga, largo -se rindió el otro-. Pero alguna vez podíais probar a salir con tiempo. Cada vez que os cogemos dejamos de coger a otro, o sea, le hacéis perder dinero al Estado y a nosotros nos jodéis la productividad. A ver si miráis un poco por los compañeros, para variar, ¿eh?

– Te he perdido perdón, colega -dijo Anglada, mientras arrancaba.

Sin otros incidentes dignos de mención llegamos al puerto. Faltaban escasamente quince minutos para que zarpase el próximo hidroala. Nunca había montado en un trasto de aquéllos. Me pareció intranquilizadoramente pequeño. Soplaba un viento fuerte y la mar no parecía muy apacible.

– ¿Es seguro ese cascarón? -pregunté, escamado.

– Es una maravilla, hombre -dijo Anglada-. Haces la travesía en la mitad de tiempo que con el barco convencional.

– La mar está un poco picada, ¿no?

– Bah, apenas. En todo caso, si se pone muy mal, bajan el casco al agua y puede seguir navegando como un barco corriente. ¿Te asusta el mar?

– Bueno, está comprobado que es peligroso -dije-. De todas formas, supongo que sobreviviremos. Lo que me preocupa es marearme.

– Si te mareas con estas olitas es que eres de mareo fácil.

El optimismo de Anglada no se correspondió con la realidad, o no completamente. El hidroala zarpó sin novedad, y también sin novedad se alzó sobre su patín y comenzó a deslizarse a gran velocidad por la superficie del mar. Unas amables señoritas ataviadas de azafatas se afanaban para reproducir al máximo la sensación que uno tiene al viajar en avión. Algo que no logro entender: por qué ahora en los trenes y en los barcos se esfuerzan por imitar a las compañías aéreas, cuando está más que demostrado que a una mitad del género humano le irrita volar y a la otra mitad le aterroriza.

A medida que progresábamos hacia La Gomera, visible en lontananza, el mar empezó a ponerse más y más bravo. El ruido de las olas al golpear en la panza del barco resultaba cualquier cosa menos reconfortante. El avance de la nave se fue haciendo cada vez más penoso, y la velocidad descendió perceptiblemente. Al fin, una voz nos anunció por los altavoces que no podríamos seguir navegando elevados sobre el patín y que mientras las condiciones del mar obligaran a ello la singladura continuaría al modo tradicional. Lo que se le olvidó advertir fue que aquel bote, una vez apeado de su apéndice deslizante, era más bajo que las olas que nos rodeaban. Al otro lado de los ojos de buey, sólo algunas ráfagas intermitentes de cielo reemplazaban el casi constante y amenazador azul oscuro del mar. Y aquello subía y bajaba que era un placer. Como cualquiera ha experimentado más de una vez, ése es el peaje de la modernidad. Cuando los nuevos inventos tecnológicos funcionan, es estupendo. Cuando no, uno está mucho peor que antaño, y sobre todo, no tiene más remedio que jorobarse, porque no hay alternativa.

– ¿Sigues creyendo que esto son olitas? -le consulté a Anglada.

– Las he pasado peores. Vamos, hombre, tranquilo, que sólo serán veinte minutos, veinticinco a lo sumo.

Fueron, para ser exactos, treinta y ocho. Chamorro, que no en vano era de familia de marinos (o de marines, que al fin y al cabo han de navegar igual), pasó la prueba gallardamente. Consiguió llegar al puerto de San Sebastián de la Gomera sólo un poco amarilla. Yo, en cambio, bajé a tierra desencajado, después de haber llenado las dos bolsitas de mis compañeras, la mía y la de una vecina a la que se la arrebaté sin pararme a pedirle permiso. En algún momento, llegué a abrigar el insolidario deseo de que aquel barcucho se hundiera de una vez, con tal de que cesara el tormento.

Mientras me aseguraba, incrédulo, de que el suelo del muelle no se movía, Anglada me obsequió con una juiciosa recomendación:

– No hagas nunca un crucero, mi sargento. Y menos por el Atlántico.

– No te preocupes, que ni pienso. Y si no te importa, para salir de aquí cogemos un barco de verdad, como ése -dije, señalando el enorme ferry que estaba atracado en el puerto-. No me importa tardar un poco más, si puedo ahorrarme tener que volver a perder la dignidad ante la tropa.

– No sabía que te marearas así -observó Chamorro, impresionada.

– Pues ahora ya lo sabes -dije-. Y si se lo cuentas a alguien, te mando hacer quinientas flexiones todas las mañanas.

– Me negaría -bromeó-. Es una orden ilegal.

La miré fijamente, pero todavía un poco tambaleante.

– No me pongas a prueba, Virginia. Te aseguro que se me pueden ocurrir quinientas maneras legales de putearte.

– Está bien -se rió-. Seré una tumba.

La capital de la isla resultó ser un lugar bastante apañado. Un pueblito cuyo casco urbano se organizaba pulcramente en torno a tres calles paralelas. Por un lado se encaramaba a la altura que dominaba el puerto y se volvía más empinado e irregular. Tenía una plaza donde sesteaban los jubilados y, según nos contarían y mostrarían después, conservaba algunos edificios que databan de finales del siglo XV, o lo que es lo mismo, de cuando recaló por allí Cristóbal Colón rumbo a su cita con la Historia.

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