Capítulo 14 LABIOS DE DONCELLA
Anglada insistió en acompañarme al aeropuerto de Tenerife, aunque la había liberado de hacerlo. Si tenía cosas que arreglar en casa, le dije, apenas bajamos del barco en el puerto de Los Cristianos, mejor que se fuera a Santa Cruz directamente y aprovechara el día todo lo que pudiera.
– No me importa -respondió-. Voy contigo a recoger a Virgi y luego os llevo al mostrador de facturación para La Palma. Me sobra tiempo.
No negaré que todo fue más fácil, teniéndola a ella como guía. Primero fuimos a la zona de llegadas. Localizó el vuelo en el que venía Chamorro y me condujo a donde debíamos esperar. El avión de Madrid tomó tierra casi a su hora, y diez minutos después del aterrizaje el rostro de mi compañera apareció al otro lado de las puertas automáticas. Tras hacerle una seña, y aprovechando que Virginia aún no podía oírnos, Anglada me comentó:
– Oye, se da un aire, la Virgi. A esa actriz tuya. La rubia.
– Verónica Lake.
– Ésa, si es la que yo creo.
– Se da un aire, sí -admití. Bien que lo sabía.
– Vaya, vaya -observó, con gesto escrutador.
– En qué hemos quedado, Ruth…
– Vale -levantó las manos-. A partir de ahora, sólo asuntos profesionales.
– Hola, qué tal -nos saludó Chamorro, apenas llegó a nuestra altura. Hizo un esfuerzo por acompañar sus palabras con una expresión relajada, pero pude advertir que distaba de estarlo. Lo achaqué al cansancio del viaje.
– Tenemos tiempo de tomar algo, si queréis -ofreció Anglada.
Fuimos a tomar un café. Chamorro seguía pareciendo un poco aturdida.
– ¿Qué tal en Madrid? -le preguntó Ruth.
– Frío, lluvia, y un montón de gente por todas partes -respondió-. Más o menos lo habitual. Esto es un descanso. ¿Y vosotros por aquí?
Anglada se volvió hacia mí. Me tocaba largar la mentira.
– No avanzamos demasiado -dije, lo que al menos era una forma de no faltar a la verdad-. Nos fallaron los tres o cuatro movimientos que intentamos. Me temo que anduvimos un poco torpes.
– O no tuvimos la suficiente fe -sugirió Anglada, malévola.
– Hicimos una excursión por el parque -añadí-. Merece la pena visitarlo de día. Si nos queda algún hueco, no deberías irte sin conocerlo.
– A ver -dijo mi compañera, removiendo ausente su café.
– Tenéis el avión de vuelta a las siete -recordó Anglada-. No suele haber mucho problema para cambiarlo, si lo necesitarais. Eso sí, si lo cambiáis, avisadme. Vengo a recogeros y nos vamos todos juntos a La Gomera. En cuanto al coche de La Palma, habrá alguien esperando en el aeropuerto. Seguramente llevará una cartulina con el nombre de la empresa de alquiler.
Mientras Anglada nos daba todas estas explicaciones, Chamorro conectaba su teléfono móvil e introducía sin mucho entusiasmo la contraseña. Al cabo de unos segundos, empezó a dar pitidos. Uno tras otro, como loco.
– Oye, qué le pasa a ése -preguntó Anglada.
– Nada, tengo un par de mensajes -dijo Chamorro, leyendo la pantalla.
– Un par de cientos, diría yo -bromeó Ruth.
– Perdonad un momento.
Chamorro se apartó para oír los mensajes que se habían grabado en el buzón de voz de su teléfono. Estuvo un buen rato escuchándolos. Luego guardó el teléfono en su bolso y regresó junto a nosotros. Preocupada.
– ¿Algo importante? -curioseó Ruth.
– No -la repelió Chamorro, con sequedad.
Pero apenas cogió la taza de café para apurarla, volvió a sonarle el teléfono. Lo sacó, miró el número desde el que la llamaban y apagó bruscamente el aparato. Esta vez, Anglada se abstuvo de hacer observación alguna.
Vino con nosotros hasta el control de seguridad. Conocía a los que estaban allí, como parecía conocer a todo el mundo. Ni siquiera tuvimos que sacar nuestras identificaciones para eludir el arco detector de metales.
– Bueno, aquí os dejo -anunció-. Me aguardan en casa las labores propias de mi sexo. Que tengáis mucha suerte con Lolita.
– ¿Con quién? -preguntó Chamorro, despistada.
– Con la adolescente fatal -se rió.
– Ah, Lolita, no caía -dijo Chamorro.
– Nos vemos esta tarde. A tus órdenes, mi sargento.
Lo dijo con retintín o el retintín, irremediablemente, lo puso mi oído. Qué más daba. No pude evitar mirarla mientras se iba, caminando audaz y resuelta sobre sus tacones bajos. Ella lo supo, creo. Por eso alzó la mano derecha un poco por encima del hombro, la extendió, la hizo girar un par de veces sobre la muñeca y volvió a cerrarla en seguida. Imagino que al otro lado, el que yo no podía ver, sus labios sonreían y sus ojos no.
– Acaban de anunciar el embarque -me devolvió a la realidad Chamorro.
No hablamos mucho durante el breve vuelo a La Palma. Vi que a ella no le apetecía, y tampoco yo me sentía demasiado inclinado a aventurarme fuera de la jaula de mis pensamientos. Pese a todo, y por no dejar que la situación se volviera demasiado inhóspita, acabé preguntándole:
– ¿Hiciste lo que tenías que hacer, en Madrid?
Chamorro bajó los ojos.
– Sí, supongo que sí -replicó, evasiva.
– No quieres extenderte en detalles.
Volvió a dirigirme la mirada. Y la mantuvo.
– No, Rubén. Pero no te preocupes.
– Me preocupa si estás mal -dije-. No por el trabajo. Sino por ti.
– Gracias. Estoy bien. O como tengo que estar. Bajo control.
Desde el aire, La Palma se veía mucho más verde que La Gomera. También era muy montañosa, con una abrupta vertiente que subía desde la orilla del mar, donde habían construido la pista, hasta las nubes que cubrían las cumbres invisibles. Los de la compañía de alquiler de coches nos esperaban en el aeropuerto, conforme nos había dicho Anglada. Mientras tomaban nota de mi permiso de conducir, Chamorro volvió a encender su teléfono móvil. Al cabo de unos segundos, empezó a sonar, de nuevo enloquecido.
– Será gilipollas -se le escapó a Virginia. La vi teclear, frenética. Borrando los mensajes, supuse. Pero hice como si no me diera cuenta. Cuando terminó aquella operación, apagó el receptor y lo arrojó al interior del bolso.
– ¿Quieres conducir o conduzco yo? -le ofrecí las llaves.
– Trae, lo llevo yo -dijo-. Me desahogará un poco.
Estaba lo bastante furiosa como para no cuidarse de disimular. Mis sentimientos al advertirlo eran un tanto complejos. Pensaba, no tenía más remedio, en dos personas que no estaban allí. Por un lado, el fornido y al parecer ingrato Arturo, cuyo paso a la historia cierto resorte incontrolable de mi alma no podía dejar de desear y, en caso de producirse, aplaudir. Y por otro, Ruth, cuya imagen, por diversas razones que creo que puedo ahorrarme enunciar, no se me iba de la cabeza. Pero recordé para qué habíamos ido a La Palma, y que para realizar un interrogatorio como es debido más vale que uno se concentre en lo que está haciendo. Me llamé al orden.
El hotel en el que trabajaba Desirée no estaba muy lejos de la capital de la isla. Hicimos tiempo dando una vuelta por sus calles, y comimos algo en el primer lugar que nos pareció a propósito. A eso de las cuatro menos veinticinco nos presentamos en la recepción del hotel. Iba ya a preguntar por Desirée Gómez a la mujer que se hallaba tras el mostrador, cuando una muchacha que estaba sentada enfrente se puso en pie y se estiró la ropa: unos ceñidos tejanos y un conciso top que cubría una porción no demasiado amplia de su torso. Vino hacia nosotros, con paso dubitativo. Al verla, comprendí de una sola tacada el interés por ella del fallecido Iván López von Amsberg y la desesperanza que aquejaba al ex concejal Gómez Padilla.
– ¿Son ustedes…? -preguntó, con su vocecita.
– ¿Desirée Gómez? -comprobé a mi vez.
– Sí.
– Yo soy el sargento Vila. Mi compañera, Virginia.
– Encantada -nos tendió la mano a los dos.
– ¿Hay algún sitio por aquí donde podamos hablar tranquilos?
– Podemos ir al bar. A esta hora no habrá nadie.
La seguimos. Mientras la veía caminar ante mí, me acordé del juicio que sobre ella había hecho Margarethe von Amsberg. No soy tan simple como para pensar que por la forma de moverse podría dirimir si la madre de Iván acertaba o no en su apreciación; tampoco eso me incumbía, ni creí que tuviera demasiada utilidad desmentirla o confirmarla. Lo cierto era que Desirée no era una de esas chicas que andan de cualquier modo. Medía cada uno de sus pasos y la forma de darlos. No le salían, sin más, como les sucede a otras. Por lo demás, era una muchacha alta, de armoniosas proporciones, con una suntuosa cabellera rubia y unos desarmantes ojos verdes. Sabía lo que tenía y no se abstenía de usarlo, eso fue todo lo que pude notar.
El bar, en efecto, estaba desierto. Desirée y Chamorro tomaron asiento alrededor de una mesita. Yo me quedé de pie.
– ¿Qué queréis?
– ¿Yo? Pues… Una cocacola -dijo Desirée.
– Yo nada, gracias -rehusó Chamorro.
Llevé a la mesa dos cocacolas. Desirée se hizo cargo de la suya, con una sonrisa que pareció insegura y hasta tímida.
– Gracias.
Chamorro, con el bloc abierto y el bolígrafo en la mano, me lanzó una mirada inquisitiva. Le hice una seña con los ojos.
– Desirée -empezó a hablar-. Ya sabes sobre qué venimos a preguntarte.
La muchacha asintió, voluntariosa, mientras apretaba los labios.
– Sí. Sí lo sé.
Mientras Chamorro la observaba, con expresión amable, pero acaso un poco acuciante, Desirée se echó hacia atrás un lado de la cabellera. Luego lo hizo más veces. Sus tics, desde luego, sí que denotaban coquetería.
– Vamos a empezar por el principio, si te parece -siguió Chamorro.
– Claro. Como usted quiera.
– ¿Desde cuándo conocías a Iván?
Desirée no respondió de inmediato.
– Verlo por ahí, bueno, un poco desde siempre -dijo-. Desde chica. Si se refiere a hablar con él, no sé, desde el verano antes.
– ¿Cómo empezasteis a tener relación?
– Bueno, nada del otro mundo, lo típico. En una discoteca, una noche. Me entró, me gustó y eso, y nada, lo normal.
– Lo normal -repitió Chamorro.
– Bueno, ya me entiendes. ¿Te puedo llamar de tú?
– Si lo prefieres.
– Sí, sí que lo prefiero. Pues lo que te decía, que me entró, me gustaba, hablamos, bailamos un poco, me tiró los trastos… Así fue.
– Empezasteis a salir esa noche.
Desirée meneó la cabeza con energía.
– Nooo. Esa noche sólo nos enrollamos un poco y eso. Poca cosa. No es que… -aquí se interrumpió para mirarme-. No hicimos el amor ni nada. Eso, lo de hacer el amor, quiero decir, vino después.