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De todas las expresiones con que la gente designa ese acto con el que a la vez conjura y comprueba su soledad, la que había utilizado aquella chica siempre me ha parecido la más hueca y cursi. Supuse que Desirée la empleaba para resultar lo más correcta posible, y recordé que en su primera declaración, ante la guardia Morcillo, se había referido sin más a que «se había tirado» a Iván unas cuantas veces. Los dos años transcurridos desde entonces, pensé, debían de haberla vuelto un poco menos espontánea.

– ¿Cómo era, Iván? -indagó Chamorro.

Desirée no entendió del todo.

– Bueno, seguro que tienen fotos de él. Muy alto, bastante guapo…

– Me refiero como persona.

– Ah. Era simpático. Enrollado, se puede decir. Siempre lo veías de buen humor, contando chistes, con ganas de hacer cosas. Mira, yo, así como enamorada y eso, pues la verdad, tampoco estaba. Lo pasaba bien con él y nada más. Tampoco vas a estar sólo con alguien para casarte.

– Claro -asintió mi compañera.

– Eso es lo que yo creo, oye, que la vida es corta y hay que aprovechar ahora que eres joven, que luego…

Me pregunté qué esperaba Desirée que hubiera luego. Pero tampoco era de eso de lo que se trataba. Seguí escuchando, respetuosamente.

– En fin -prosiguió-, no es que fuera mi novio, ni nada por el estilo. Me dio pena lo que le pasó, claro, y lloré un rato, que tengo corazón como cualquiera. Pero no es como si me hubiera quedado viuda, ¿vale?

Parecía especialmente empeñada en aclararnos ese extremo.

– Entiendo -volvió a asentir Chamorro.

– A lo que iba -retomó el hilo Desirée-, que sin ser así el amor de mi vida, pues oye, era un tío muy majo. Le cogías cariño. Lo daba todo.

– ¿Qué quieres decir con «lo daba todo»? -intervine.

Desirée se volvió hacia mí, recelosa. Temí haber metido la pata. También reparé en que la había tuteado, contra mi costumbre. Pero no podía tratarla de otro modo. No con esa voz de colegiala atolondrada e inmadura.

– Pues -dijo-, vamos, que era muy generoso. Siempre invitaba y eso.

– ¿A qué? -se interpuso de nuevo Virginia.

Desirée bajó la cabeza.

– No sé si puedo decírtelo.

– Tranquila, los dos somos mayores de edad. Y si el sargento se impresiona mucho, yo le sujeto antes de que se desmaye -bromeó Chamorro.

La muchacha se rió con ella.

– Tampoco puede pasarle ya nada -dijo-. Y consumir no es delito, ¿no?

– No -confirmé.

– Siempre ponía las pastillas, o los canutos. O las rayas.

– ¿Has tornado cocaína ya? -preguntó Chamorro.

– Alguna vez -admitió-. Pero no estoy enganchada, ¿eh?

– Ten cuidado -le advirtió mi colega-. Eso decían, hace unos pocos años, muchos de los que nos encontramos ahora por ahí, no voy a contarte cómo.

– Ya, ya lo sé, va. No me vas a echar la charla, ¿no?

– No. No voy a echártela.

– Además, no me digas que no la has probado nunca.

Chamorro puso cara de circunstancias.

– Virginia se mete de todo -dije-. Luego te pasa algo, si quieres.

– ¿De verdad?

– Bueno, sobre todo esnifo pegamento -dijo mi compañera.

– Me estáis comiendo el tarro, ¿eh?

Crucé una mirada de inteligencia con Chamorro. Se imponía hacer un relevo. Asintió, mientras dejaba el bolígrafo sobre la mesa.

– Mira, Desirée -tomé la palabra-. Ahora en serio. Como tú dices, a Iván ya no puede pasarle nada. A ti, por consumir, lo mismo si estás enganchada como si no, pues tampoco. Por lo menos nada que nosotros podamos hacerte. Acabas de cumplir dieciocho años, si no me equivoco, así que ya eres mayor y puedes vivir tu vida como te parezca. En la tele ponen anuncios para orientarte, nosotros no estamos para eso. Tendrás que perdonar a Virginia por tratar de aconsejarte; la pobre no puede evitarlo, después de haber visto unos pocos yonquis panza arriba. Pero tú haz lo que quieras.

– Oye, que yo no soy una yonqui -se quejó.

– Tú no, ya lo sé. Digo esos que ha visto muertos Virginia. El caso es que ni siquiera te voy a preguntar a quién le compras ahora, cuando te apetece. Ni mi compañera ni yo nos ocupamos de eso, es cosa de otro departamento y no vamos a hacerles su trabajo. Lo que sí quisiera que me dijeras, si lo sabes -y aquí me detuve, para cerciorarme de que tenía toda su atención-, es de dónde sacaba Iván la mercancía con la que te invitaba.

Desirée me miró con una especie de espanto. Debía de ser consciente de que era la primera pregunta en la que se le pedía mojarse de verdad.

– Yo eso no lo sé -respondió.

Suspiré ligeramente.

– Me gustaría que te hicieras cargo de algo -le pedí-. Ya sé que te da palo la idea de delatar a alguien, que te hace sentir una chivata, o algo por el estilo. Y a nadie le gusta eso, claro. Ni siquiera a mí me gustan los chivatos, y eso que soy guardia civil. Así que entendería que no quisieras denunciar a un simple camello. Pero lo que te estoy preguntando es otra cosa. No te pido que me des el nombre de alguien por pasar un poco de chocolate o de coca, sino porque es posible que haya tenido que ver con un asesinato.

Desirée encajó con dificultad mi requerimiento.

– Alguien así no merece que le protejan -insistí-. Alguien capaz de matar por la espalda a un chaval. Y si lo que pasa es que te da miedo, no te preocupes. Nos importa sólo cogerlo. No saldrá nunca tu nombre.

La muchacha meneó la cabeza, con convicción.

– No lo sé, se lo prometo -dijo.

– Tutéame, mujer, que no me como a nadie. ¿Nunca viste a alguien con quien tratara? ¿Nunca te habló de la gente a la que le compraba la droga?

– No, ya te lo estoy diciendo. Todo lo que decía era que era muy pura, que había que andar con cuidado con las cantidades, y que tenía buenos proveedores, así los llamaba. Pero nada más. Si alguien le preguntaba dónde pillaba, siempre decía que era un secreto, y que si quería, él le conseguía.

– De modo que traficaba.

– ¿Cómo?

– Que también vendía droga, Iván.

– A los colegas, sólo, que yo sepa.

– Pero dices que estaba siempre invitando. Tenía dinero, entonces.

– Supongo.

– ¿Y de dónde crees que lo sacaba?

– Me imagino que le cobraba a la gente un poco más de lo que le costaba a él. Y de lo que le daba su vieja. Su vieja es rica. Es hija de un rico en Alemania, creo que la familia tiene hasta castillos allí. Eso me dijo él.

Me apoyé en el respaldo de mi asiento. Chamorro captó la señal.

– Cuéntame algo más de vuestra relación -le pidió.

– ¿Nuestra relación? Pues eso, lo que ya te he dicho. Salíamos de vez en cuando de marcha, y bueno, el sexo. Pero sin compromiso.

– No os veíais regularmente.

Desirée me vigiló un instante de reojo. Pero luego se soltó:

– Verás, es que para mí el sexo es un juego. Yo no hago ni caso de todas esas tonterías de los curas y del Papa. Creo que el cuerpo es para disfrutarlo, con quien te dé la gana, ¿vale? Y que para eso no tienes por qué darle a ese alguien ningún derecho sobre tu vida. Yo voy a mi aire.

– ¿Te veías con otros?

– Pues claro.

– Y a él no le importaba.

– Y que le importara. Peor para él.

– ¿Dirías que para él también era un juego?

Desirée se rió.

– Fijo. A ver si te crees que él no andaba con otras. Y bien que se le daba.

Cuando hablaba de la cosa venérea, me resultaba francamente difícil conciliar su discurso con aquellos trémulos y carnosos labios de doncella de los que brotaba. Pero en mi condición de representante en la conversación de las generaciones veteranas, esto es, de aquellas condicionadas por una educación algo menos liberal que la que parecía haber recibido Desirée, creí que me correspondía a mí sacar el asunto que introduje seguidamente:

– El juego se fastidió cuando os pilló tu padre.

La alusión la tocó. No era tan dura. Pero se rehízo.

– Se puso más difícil, sí -reconoció-. Aunque no lo dejamos.

– Se lo tomó muy mal, tu padre.

– A ver, es mi padre -dijo-. Y es mayor. Tiene otra forma de ver la vida.

– ¿Qué te dijo, cuando se enteró?

Desirée bajó la cabeza.

– Menos que era una puta, que supongo que es lo que pensaba, todo. Que era una vergüenza, que no tenía cerebro, y que cómo iba con alguien tan mayor. Que tenía que juntarme con gente de mi edad, y no con asaltadores de cunas. Lo que le jodió más fue que nos lo hiciéramos en su casa, creo.

– De todos modos, un poco fuerte, la reacción -observé.

– Qué se le va a hacer. Cada uno es como es.

– Tampoco era tan grave, ¿no? Tenías casi dieciséis años, ahora los jóvenes maduráis antes, y a fin de cuentas Iván sólo tenía seis más.

– Eso es lo que pienso yo.

– Desirée.

Se volvió hacia mí, desprevenida.

– ¿Tú dirías que tu padre es un hombre violento?

– ¿Mi padre? -repitió, subrayando las palabras.

– Ajá. Tu padre.

– Puede tener otros defectos. Pero ése no. No recuerdo que nunca me haya puesto la mano encima. Ni a mí ni a mi hermano.

– Pero a Iván le amenazó. Y en público.

– Por el cabreo del momento -lo disculpó-. Y porque Iván se le puso gallito, todo hay que decirlo.

– Así que se puso gallito, Iván -dijo Chamorro.

– Sí. Tenía eso malo. Era un poco chulito, a veces.

La dejamos meditar durante unos segundos, mientras nosotros meditábamos también. Estábamos llegando al meollo de la charla, y quizá al meollo de aquella chica. Ésa es, posiblemente, la clave de un interrogatorio, por encima de los detalles concretos. Acabar sabiendo con quién te juegas los cuartos. Acabar sabiendo, en aquel caso, quién era Desirée Gómez, por debajo y más allá de su aspecto de barbie irresponsable y desvergonzada.

– Supongo que no van a molestarle más, a mi padre -dijo-. Ya le han hecho, o bueno, ya le he hecho bastante daño. Pero después del juicio ya no pueden volver a acusarle, ¿no? El jurado votó que era inocente.

– ¿Y qué piensas tú? -pregunté.

– Qué voy a pensar. Él no lo hizo, fijo. Alguien quiso hundirle.

– ¿Por qué pudo querer alguien eso?

– Y yo qué sé. Por la política, o por lo que fuera. Lo que me sienta fatal es que el pobre acabara metido en ese lío por mi culpa.

Le dolía sinceramente. Se retorcía las manos.

– No creo que fuera por tu culpa -dije-. La culpa será, en todo caso, del que lo organizó. Y el que lo organizó debió de ser el mismo que mató a Iván. Probablemente, uno de los que le vendían la droga. ¿De verdad que no te acuerdas de nadie, ni una cara, ni un comentario que hiciera Iván?

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