Capítulo 20 LA NIEBLA Y LA DONCELLA
Fue aquélla una noche muy larga y atareada, y aún deparó otros descubrimientos desagradables. La gran mayoría nos los facilitó el propio Nava; según él, para que viéramos que no tenía el menor reparo en colaborar en el completo esclarecimiento de los hechos y nos convenciéramos de la veracidad de sus protestas de inocencia respecto de las dos muertes.
Gracias a su testimonio detuvimos a Valbuena y a otro de los guardias a sus órdenes, y en Tenerife a tres miembros de la unidad fiscal y antidroga que actuaban en connivencia con ellos. Amén de Pascual Pizarro y otros paisanos que trabajaban para la organización. Tenían, desde luego, un estupendo montaje. El escenario era idóneo, una isla llena de recovecos cuya comunicación se realizaba esencialmente por mar. Los actores, por otra parte, formaban un elenco capaz de asegurar que todo rodaba a la perfección: Nava y los suyos permitían que la mercancía desembarcara sin problemas y controlaban que nada estorbara la distribución en la isla; Pizarro disponía de los medios de transporte y de la infraestructura financiera para blanquear las ganancias; y los de la unidad antidroga de Tenerife velaban desde una posición inmejorable para que nunca se destapara el pastel. Había funcionado durante años, y quizá habría seguido funcionando si no hubiera sido por el malhadado incidente. Habían sido los amos del mercado de estupefacientes de una isla que, sin registrar el movimiento de otras, tenía más que suficiente para que el negocio les resarciera de sus desvelos. Con abundancia de turistas y extranjeros residentes, amén de los consumidores autóctonos.
Todos los guardias implicados, sin excepción, se derrumbaron cuando fueron a detenerlos. Podían haber cedido a la tentación de enriquecerse y delinquir, pero ninguno dejaba de tener grabada en el inconsciente la huella que imprimen los años de vestir el uniforme. Gracias a ellos y a su arrepentimiento casi unánime, la investigación progresó a gran velocidad y la trama quedó totalmente desmantelada. Los jefes y el subdelegado del gobierno, aunque les constaba que el suministro de drogas se reorganizaría en seguida de otra forma, tenían así algo que poner en la balanza para contrarrestar el impacto deplorable que sin remedio iba a tener la noticia: narcotráfico y asesinatos con guardias de por medio. Por localizado que estuviera el problema, y por inmisericorde que fuera la reacción contra los descarriados, conforme a la tradición del Cuerpo, el daño de imagen iba a costar repararlo.
Pascual Pizarro respondió con poca gallardía. Durante un buen rato dilapidó sus energías declarándose ajeno a los hechos y atropellado por la actuación policial. Pero cuando se percató de lo que estaba sucediendo, y el terror que a duras penas había contenido estalló en su interior, comprendió que debía intentar salvar lo que era salvable y se dedicó a desmarcarse de los homicidios. Él no era, aseguró, más que un empresario que había tenido la mala idea de entrar en negocios ilegales para enjugar pérdidas y paliar las dificultades financieras por las que atravesaba en los legales. Que carecía del valor para ordenar que se matara a una persona, y que era ajeno a la conspiración contra el concejal. Alguna de esas afirmaciones podía ser cierta. O podía no serlo ninguna. Después de todo lo que había pasado, me sentí incapaz de preocuparme demasiado por aquel individuo. Lo que otros averiguaran y los jueces declarasen me valdría, y no iba a creer que la pena que le impusieran, fuera la que fuese, resultaba inapropiada. No por inquina o por falta de compasión, sino porque, francamente, me traía al pairo.
En realidad, todo el asunto de las drogas me interesaba muy poco. Una organización de narcotraficantes no es más que una pandilla que se concierta para asumir como fin supremo el burdo pasatiempo de juntar dinero. En ese sentido, y si no fuera porque suele coincidir que a más ganancia, menos contemplaciones, no se diferencia mucho de un banco, una bolsa de valores o cualquier otra forma tolerada de articular el infatigable cálculo egoísta. Está el aspecto de la ilegalidad, y de lo nocivas que son las sustancias con que comercian, pero ni son los únicos que se lucran con sustancias nocivas, ni su prohibición deja de resultar contingente. Hay países donde la venta de muchas drogas no es delito, y no falta gente decente que sostiene que penalizarlas es lo que más favorece su circulación y su capacidad para destruir y corromper a las personas. En fin, ya sé que vivo en un mundo donde manda la codicia; ya he entendido, aunque me disguste, que no podré cambiarlo. Hay delitos que persigo porque tengo el deber de hacerlo y lo cumplo, no porque esté convencido de que sirve de mucho perseguirlos.
Lo que a mí me importaba eran Iván y Ruth, las dos personas cuya muerte estaba obligado a dilucidar. Los entresijos de aquel tinglado que había contribuido a echar abajo sólo me incumbían en tanto que me ayudaran a entender por qué, una vez más, me tocaba ver cómo alguien se arrogaba sobre un semejante el poder de destruirle. Y por más que lo intenté, no logré alcanzar una conclusión que me permitiera dejar de considerar gratuito e incomprensible, además de desdichado, todo lo que había sucedido. Me acordaba del chico y sentía lástima de él, porque en su viaje al precipicio no había incurrido más que en alguna que otra torpeza, mucho menos grave que las de tantos otros que escapaban a su infortunio. En cuanto a Ruth, aún me parecían tan inconcebibles tantas cosas… Por encima de todo, me desalentaba comprobar lo delgada que era la línea entre la vida y la muerte, lo poco que hacía falta para que alguien lo perdiera todo y lo incierto que podía resultar el conocimiento de los resortes que desencadenaban el desastre.
Podía estar seguro, eso sí, de algunos aspectos secundarios. El asesino no seguiría en libertad, y la sombra de la sospecha dejaría de pesar sobre un inocente. Por otra parte, alguien iba a resultar condenado, y las familias de las dos víctimas podrían obtener, aunque incompleto y desigual, algún alivio como consecuencia de mis quebraderos de cabeza. Siendo poco exigente, con eso ya debía sobrarme para sentirme contento de mi labor. Pero no trataré de engañar a nadie. Lo cierto era que no lo estaba, en absoluto.
Otro asunto que me importaba y me hacía sentir incómodo, y que por ello abordé tan pronto como hubo ocasión, tenía que ver con mis compañeros. Cuando comprendí que había guardias metidos en el lío, no me quedó más remedio que desconfiar de todos los que habían tenido algo que ver con el caso, mantenerlos al margen e incluso recomendar a mis superiores que se los vigilara hasta que no estuviera delimitado el alcance de la corruptela. En consecuencia, tanto Guzmán como Morcillo, Azuara y el resto de la gente del puesto de Nava, se vieron en la ingrata situación de tener que defender su inocencia frente a otros guardias que por orden del subdelegado del gobierno los neutralizaron e interrogaron. A lo largo de la noche fueron quedando en libertad los del puesto, comenzando por Siso, que no daba crédito a lo que ocurría ante sus ojos. Cuando le dije lo que habíamos descubierto, lejos de la ira que me había anunciado, se quedó como ido. Luego se echó a llorar, no sé si de impotencia, de rabia o simplemente de pena.
Al día siguiente, cuando pude volver a encontrarme con Guzmán y los suyos, lo primero que hice fue pedirles disculpas. Morcillo aún parecía resentida y a Azuara lo vi más perplejo que ofendido. El teniente, en cambio, me demostró que estaba hecho de una pasta poco común. Supongo que no habrían sido muchos los que, después de haberse visto sometidos a un recelo y un maltrato infundados, habrían reaccionado como él.
– No pases mal rato por eso, Vila -me excusó-. Hiciste lo que tenías que hacer, lo que yo habría hecho en tu lugar. Y hasta cierto punto, qué quieres que te diga, nos lo merecimos. Por haber dejado que nos timaran.
– Estaba casi seguro de que no teníais nada que ver -dije-. Pero me faltaba el casi, y espero que entendáis que no podía arriesgarme.
– Entendido y olvidado, de verdad.
Había algo, no obstante, que preocupaba y tenía a disgusto al teniente. Bien mirado, era natural que le preocupase y le disgustara, pero cuando me lo planteó, no pude evitar acordarme de lo que me había insinuado Nava acerca de la relación que había podido existir entre él y Ruth. Lo cierto es que Guzmán formuló la pregunta con todas las precauciones:
– Tengo que preguntarte algo. Y lo tengo que hacer porque me cuesta admitir que no conocía a una persona con la que he trabajado durante meses. ¿Te resulta creíble la historia que cuenta Nava acerca de Ruth?
Le observé, y por un momento me pareció estar observándome a mí mismo. Sabía lo que querría que me contestaran, si yo hubiera tenido a alguien a quien formularle a mi vez esa pregunta. Y sabía lo que no podía responderle, a menos que faltara a la verdad y a mi propia intuición.
– Del todo creíble, no -dije-. Del todo increíble, tampoco.
– Tendré que irlo asimilando, entonces. Pero no me cabe en la cabeza, Vila. He trabajado día y noche con ella. Todos lo hemos hecho. Pregunta a cualquiera. La hemos visto sacrificarse una y otra vez, por el trabajo, por los compañeros, por la gente. Cómo pudo, alguien así…
No tenía la respuesta a eso, y no intenté dársela.
– En cualquier caso -se rehízo-, enhorabuena. Vinisteis a hacer un trabajo y lo habéis hecho. No os van a regalar el sueldo este mes.
– No lo hemos hecho solos -creí obligado puntualizar.
– Bueno, pero casi. En fin, ya sabéis dónde nos tenéis. Aunque no nos hayamos conocido en la mejor de las circunstancias, estaremos encantados de colaborar con vosotros siempre que podamos. Sin ninguna reserva.
– Lo mismo le digo, mi sargento -le secundó Morcillo, esforzándose. Puede que no hubiéramos llegado a congeniar del todo porque nos había faltado tiempo. No me parecía mala chica, ni mucho menos mala policía.
Otra felicitación que recibimos, poco después, fue la del subdelegado del gobierno. Quiso vernos en su despacho, a Chamorro y a mí, antes de que regresáramos a la Península. Nos citó a las siete, y a las siete menos un minuto, que fue cuando nos presentamos allí y nos anunció su secretaria, salió al antedespacho. Nos estrechó la mano y nos invitó a pasar.
– Además de felicitarles, quiero darles las gracias -dijo, una vez que estuvimos sentados frente a él-. Como subdelegado del gobierno y también a título personal. Nos han ayudado a hacer una buena limpieza. Ya he hablado con su jefe y le he dicho que puede estar orgulloso de su gente.