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– Se lo agradezco, señor subdelegado del gobierno. Pero le confieso que yo estaría más orgulloso si no hubiera muerto nadie.

– No se culpe, sargento.

– Tampoco puedo sentirme feliz.

– Lo entiendo, no crea que no. Y tampoco crea que soy ajeno a su pesar. Esa chica, al margen de lo que hiciera, murió mientras estaba a mis órdenes. No crea que puedo ni que voy a desentenderme de eso.

– Eso es lo que me gustaría pedirle, si puede hacerme el favor -dije-. Que no deje desamparados a los padres. Que no permita que se lo hagan pagar a ellos. Lo que viene ahora va a resultarles bastante duro. Usted sabe que los de las togas negras no son muy considerados con el dolor del prójimo. Una vez que entran en su dinámica, les pierde el afán de lucirse.

– Cuente con que no voy abandonarlos. Y en cuanto a los de las togas negras, también estaré pendiente, aunque ya sabe que yo ahí puedo poco. De todas formas, le interesará saber que la juez de La Gomera me ha encarecido que les transmita su felicitación por el desenlace de la investigación.

– Pues dele las gracias, de nuestra parte.

Chamorro me observó de reojo. No me había cuidado de disimular la ironía al referirme a la juez. Pero llevaba toda la noche sin dormir, y eso me había averiado un poco el mecanismo de la hipocresía social. El subdelegado del gobierno, no obstante, pasó por alto mi pequeño desacato.

– Hay otra persona que me pide que les felicite y les transmita su gratitud por el trabajo que han realizado en este caso -añadió.

Qué bárbaro, pensé. Nunca había experimentado, al unísono, tal avalancha de parabienes y una desazón tan honda y persistente en mi interior.

– Mi cuñada les está muy, muy agradecida. Por primera vez desde que la conozco, le he notado algo de alegría en la voz. Creí que debían saberlo. No sé si en su vida le habrán hecho tanto bien a alguien. Se lo digo para que se sientan recompensados por todos los malos tragos, y para que sepan por qué les debo, aparte y por encima de todo, mi gratitud personal.

Recordé la tarde en que le había conocido, y lo que me había dicho de aquel sobrino político al que no había llegado a poder considerar como tal salvo a título póstumo. Como la realidad suele ser compleja, había estado certero y desacertado a la vez. Porque Iván se había expuesto con sus actos, como él intuía, pero era despiadado afirmar que se hubiera buscado su desgracia. También pensé en Margarethe von Amsberg, y en la extraña sagacidad que a veces tienen los locos, si es que ella lo era. Como ella supusiera siempre, ante la rechifla general y el escepticismo de su cuñado, detrás de la muerte de su hijo había alguien gordo. No en términos absolutos; quiénes eran Nava, o los demás guardias, o el mismo Pascual Pizarro, sino una partida de hampones de tercera; pero algo pesaban, dentro de aquella isla, y habían podido pesar también a los efectos de frustrar la investigación.

En todo caso, advertí que el subdelegado del gobierno, a cada cual hay que reconocerle lo que le toca, estaba teniendo el detalle de apearse de su cargo y dejarnos ver al ser humano de debajo. Me acordé de la teoría de Gómez Padilla sobre los políticos. Según ella, aquel hombre no llegaría a ninguna parte. O sí. Porque podía ser agradecido en aquella situación, y a la vez pisarles el cuello a sus oponentes cuando se terciase. Igual que Nava se dolía de la suerte de las mujeres maltratadas, y se esforzaba realmente en protegerlas, mientras formaba parte de una organización mafiosa.

– Les debo una, sargento. Si alguna vez puedo serles útil en algo, díganmelo -me ofreció, con su tarjeta-. Ahí le doy mi teléfono y mi dirección de casa. Esto de la política pasará tarde o temprano, pero mi deuda con usted es para siempre. Ahí tiene un amigo, para lo que quiera. De verdad.

– Gracias. Salude de nuestra parte a su cuñada. Y deséele suerte. De corazón. Espero que la vida le depare mejores días que los que ha pasado.

El subdelegado del gobierno nos despidió efusivamente; a Chamorro, en lugar del frío apretón de manos, le plantó dos sonoros besos en las mejillas, y a mí me dio un abrazo con palmetazos en la espalda. Lo encajamos con estoicismo, no en balde nuestro oficio nos obliga a vivir no pocas situaciones desconcertantes, y salimos de allí, o al menos ése fue mi caso, con la sensación de haber despertado al fin de una pesadilla agotadora. Las calles de aquella ciudad que apenas nos era familiar nos acogieron como a dos náufragos arrojados por el mar a la playa. Miré a mi compañera y le dije:

– Vamos a emborracharnos, anda.

Entramos en el bar más cercano y pedimos dos gin-tonics. Cuando nos los sirvieron, alcé mi vaso y le propuse a Chamorro un brindis.

– Por ti, Virginia. Una vez más, no sé qué habría sido de mí, si no te hubiera tenido para ayudarme a salir del atolladero.

Mi compañera no se mostró muy halagada por el cumplido. O quizá era que el cansancio también hacía mella en su ánimo.

– No tienes mucho que agradecerme, esta vez -respondió.

– ¿Y eso?

– Tengo la sensación de que te lo has comido tú casi todo. Al final, fuiste tú el que vio claro lo que yo ni había llegado a oler.

El trago de alcohol me recompuso un poco.

– Eso no es verdad -dije-. Ahora tienes la cabeza un poco cargada. Pero cuando estés más despejada repasa todo lo que hemos hecho. Verás dónde están las claves con las que acabamos desenredando la madeja. Y te darás cuenta de que muchas las conseguiste tú. Aparte de mantener el espíritu y apuntalarme en mis desfallecimientos, como de costumbre.

– No eres tan débil como presumes de ser -me reprendió.

– ¿Que presumo de débil? ¿Y por qué iba a hacer eso?

– Bueno. Es una forma de coquetería, como cualquier otra.

– Vaya, nunca me habían acusado de coquetería.

– Pues será porque nadie se fijó mucho en ti, hasta ahora.

– A veces temo que me estés conociendo demasiado, cabo.

– El temor es recíproco, mi sargento.

A esa declaración de Chamorro, no podía ser de otra forma, sucedió un significativo silencio, que ambos usamos para largarle un buen sorbo a nuestros vasos. Era cierto que ya llevábamos unas cuantas penalidades compartidas, y que eso, inexorablemente, iba creando un espacio común que cada vez era más amplio y estaba más lleno de matices. Lo que tenía sus ventajas, sin duda, pero también comportaba sus peligros. El que Chamorro acababa de mencionar no era, por cierto, el que más me inquietaba.

– No temas -le dije, al fin-. Los hombres siempre entendemos a las mujeres mucho peor de lo que las mujeres nos entendéis a nosotros.

– Depende del hombre -afirmó, con una sonrisa aviesa.

– Hablo en términos generales.

– Los términos generales no existen, mi sargento. Y también depende de la mujer. No hace falta que te diga que no todas somos igual de enrevesadas.

Al oír eso, no pude evitar acordarme de Ruth, y mi cara debió de denunciarlo con instantánea nitidez. A Chamorro se le borró la sonrisa con similar presteza. Se llevó el vaso a la boca y bebió un trago largo.

– Me hace sentir mal, cuando la recuerdo -confesó.

– ¿Por qué?

– Por haberla odiado así. Sin darme cuenta de que estaba enferma. De que la pobre no era responsable de lo que hacía.

– ¿Eso crees?

Chamorro asintió.

– Estoy convencida. Ahora entiendo todo lo que en su día era incapaz de entender. Me vienen a la memoria muchas cosas, porque yo conviví durante una buena temporada con ella. Y todas me llevan a lo mismo. Vete a saber por qué estaba desequilibrada. Pero lo estaba, desde luego.

– No sé -repuse-. Hablar de trastorno o de desequilibrio mental es muy complicado. Todos tenemos alguno. Y no por ello dejamos de ser responsables de lo que hacemos. Lo que sugieres es que Ruth era incapaz de controlar sus actos. Preferiría creerlo así, desde luego. Pero lo dudo.

A Chamorro la sorprendió mi apreciación. Acaso esperaba que fuera más indulgente que ella con Ruth. Pero no podía serlo, aunque hubiera querido. Y no podía, tampoco y sobre todo, esconder lo que pensaba a mi compañera de fatigas. No tengo muchas certezas, pero hay algo que mientras me alcancen las fuerzas trataré de honrar siempre: la lealtad a quien soporta contigo, codo con codo, el barro y el polvo de la misma trinchera. Aunque uno nunca termina de saber si es justa o verdadera la causa por la que lucha, lo que está fuera de cuestión es la indignidad de quien da la espalda al que tiene a su lado.

No nos emborrachamos, pero casi. Tomamos varias copas más, picamos algo y acabamos bailando en un tugurio de salsa; he de reconocer que ella con bastante más prestancia que yo. Es posible que en algún momento de la noche, relajado por el alcohol, llegara a concebir, lo admito, alguna ilusión improcedente. Pero tenía demasiado reciente cierto descalabro como para dejarla prosperar. No iba a caer, precisamente entonces, en aquello de lo que me había cuidado de caer durante tres años. A eso de las doce nos fuimos al hotel y cada uno durmió en su habitación, como correspondía.

Al día siguiente cogimos el avión de vuelta a Madrid. En el aeropuerto, poco antes de que tuviera que apagar el teléfono, recibí una llamada.

– Hola, sargento -dijo una voz masculina.

– ¿Quién es? -pregunté, aún levemente espeso por la resaca.

– Juan. Gómez Padilla.

– Ah, hola, ¿cómo está?

– Agradecido. Y asombrado, para serle sincero.

– ¿Por qué?

– Por muchas cosas. Me asombra que no les haya temblado el pulso. Que hayan reconocido el error. Y lo exquisitos que han sido. Quería darle las gracias especialmente por haberse ocupado de proteger a mi hija.

– No tiene que agradecerme nada. Hicimos lo que teníamos que hacer. Somos nosotros quienes tenemos que estarle agradecidos a ella.

– También por eso les doy las gracias yo a ustedes. Es el primer acto de madurez y de responsabilidad de su vida, que yo sepa. Sólo espero que no corra demasiado peligro por haber colaborado con la justicia.

– Lo dudo, la organización está completamente desarticulada y ella no es indispensable para incriminar a los responsables. No tiene por qué pasarle nada. Pero si en algún momento temen ustedes algo, llámeme.

– En fin, sólo quería decirle que por razones obvias ha sido para mí una suerte haberle conocido. Y que lo celebro.

– Igualmente, Juan.

Colgué con aquella sensación contradictoria en la que vivía desde la antevíspera. La de haber alcanzado el objetivo y a la vez haber fracasado estrepitosamente. Miré a Chamorro y me apresuré a desconectar el teléfono.

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