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– Eso lo notarás tú.

– Lo noto. ¿Qué más dirías tú de nuestro asesino en la niebla?

– Minucioso, detallista, o si quieres, retorcido -opinó-. Por el lugar que eligió para dejar el cadáver, y por la manera de amañarlo todo, de encajar las piezas para organizar la cortina de humo que le dejara a salvo.

– Veo que estás absolviendo al concejal.

Chamorro arrugó la frente.

– Si fue el concejal, sería todo lo contrario, una chapuza. Y eso no me cuadra con el resto del perfil, con esa frialdad que dices. Además, tengo la sensación de que él no nos mintió. Me pareció un hombre noble.

– Cuidado con las sensaciones, Chamorro. Lo has visto en una situación, y muy particular. La gente es capaz de dar sensaciones muy diferentes, según la circunstancia. Todos jugamos a eso, incluso aunque no queramos.

– Ya, bien que lo sé -admitió, sombría de pronto.

La carretera continuó ascendiendo durante un buen rato. A medida que fuimos ganando altitud, el bosque de laurisilva dio paso a otro de pinos. La niebla empezó a deshacerse, y en algunos recodos, al mirar abajo, se atisbaba el azul del océano. Habíamos subido mucho ya. El pinar era magnífico, con ejemplares de gran alzada. La pinaza cubría como una tupida alfombra el suelo sobre el que pronto se desvaneció el último jirón de niebla. No podía negarse que la naturaleza había sido generosa con aquella isla.

– Pues no está nada mal La Palma, tampoco -dije.

– Por algo deslumbró a Madonna -observó Chamorro.

– ¿Qué?

– Tiene una canción dedicada a La Palma, Madonna -explicó-. Isla bonita, no me digas que no la has oído nunca.

– ¿Ah, sí? Qué puesta estás. No imaginaba que te gustara Madonna.

– Depende. Algunas canciones sí. ¿Desapruebas mis gustos?

– No. Me sorprenden. Madonna…

– Qué pasa.

– Pues que no os veo así muy afines, pero oye…

– No he dicho que seamos afines. Sólo que me gusta cómo canta. Vamos, no seas malo, que me tienes muy conmovida con tu gesto.

– ¿Qué gesto?

– El de subirme a ver las estrellas. Ya sé que a ti te importan un rábano.

Me sentí un poco cogido en falta.

– Mujer, tanto como que me importen un rábano…

– Tranquilo. El caso es que te debo una. No lo olvidaré.

Lo había hecho por ella, sí, pero debo reconocer que también disfruté de la experiencia. Poco a poco el pinar empezó a clarear y vino a sustituirlo la vegetación de alta montaña. Matorrales bajos, duros, acostumbrados a resistir el azote de los vientos. Las vistas eran cada vez más espectaculares. Debíamos de andar por encima de los dos mil metros, y ante nosotros se alzaban ya las cumbres, emergiendo escarpadas del mar de nubes que se extendía en el horizonte. Al fin, tras recorrer un trecho de carretera que iba siguiendo la línea de la crestería montañosa que coronaba la isla, divisamos las instalaciones del observatorio astrofísico. Las semiesferas blancas de los telescopios, diseminadas entre las diversas alturas menores que circundaban el Roque de los Muchachos, brillaban al sol del atardecer. Parecía mentira que apenas media hora antes hubiéramos atravesado un bosque inundado de bruma. Siguiendo las indicaciones, llegamos a un pequeño aparcamiento que había al pie del roque. Los muchachos a que aludía su nombre eran unas pequeñas formaciones rocosas, vagamente antropomórficas, que se congregaban en su cima. Bajamos del coche para llegar a pie hasta ella.

Desde lo alto, a unos dos mil quinientos metros sobre el mar, vimos a nuestros pies la inmensa caldera volcánica que constituía el corazón de la isla. A decir verdad, medio la vimos y medio la adivinamos, por el enorme hueco que se abría bajo nosotros, ya que las nubes la ocultaban en buena parte. El aire era tan puro, el panorama tan grandioso, que resultaba difícil permanecer indiferente. Incluso yo, que no suelo ser demasiado vulnerable a las maravillas paisajísticas, me quedé impresionado. El rostro de Chamorro, anaranjado por la luz del sol poniente, reflejaba un absoluto embeleso.

– Qué pasada, los que puedan vivir y trabajar aquí -suspiró.

Miré a mi alrededor. Lo que se veía a lo lejos era fastuoso, sin duda, pero las inmediaciones del observatorio constituían un desolado paraje lunar.

– Hombre, Virginia, tampoco te pases.

– Pues no me importaría, en serio. Disfrutar todo el tiempo de este cielo tan limpio. ¿No te parece que es como estar en otro planeta?

– Sí. En Marte, lo menos.

– Qué quieres que te diga. Yo me siento mucho mejor aquí que ahí abajo.

Ya sé que no conviene extenderse en la descripción de una puesta de sol, así que me cuidaré mucho de hacerlo. Tengo que admitir, no obstante, que nunca había presenciado una como aquélla, y que no he asistido tampoco a nada parecido después. Cuando el disco solar se ocultó tras el horizonte, regresamos al coche, donde nos aguardaban unos bocadillos y un par de latas de cerveza que habíamos comprado en la ciudad. Cenamos allí, mientras la oscuridad se cernía sobre los riscos y la temperatura iba bajando afuera. Resultó una cena extraña, pero reparadora. El coche no era muy confortable, los bocadillos habrían podido ser mejores, la cerveza no estaba lo bastante fría y fue poco lo que hablamos. Pero la situación infundía una especie de paz de la que, por causas diversas, los dos andábamos necesitados.

En cierto momento, Chamorro cogió su bolso para buscar en él un pañuelo de papel. El desorden del bolso femenino es un fenómeno tan inexorable que incluso alcanzaba al de mi metódica compañera. Casi tuvo que vaciarlo para dar con lo que pretendía. Uno de los objetos que se desparramaron sobre su regazo fue su teléfono móvil. Vi que seguía apagado.

– ¿No vas a volver a conectarlo? -le pregunté.

Chamorro observó el aparato con gesto ensimismado.

– Ya sé lo que me encontraré, si lo conecto -dijo.

– Y no quieres encontrarlo.

– No. La verdad es que no.

Ya me había metido demasiado donde no me llamaban, y ya me había dicho mucho más de lo que tenía derecho a oír. Me abstuve de seguir escarbando. Sin embargo, fue la propia Virginia la que continuó con ello:

– Es curioso, cómo te equivocas en la vida. Y es aún más curioso cómo, cuando te das cuenta de que te has equivocado, te preguntas: pero bueno, ¿cómo pude dejarme engañar con esto, con lo claro que estaba?

Mantuve mi reverente silencio.

– A toro pasado -prosiguió-, resulta tan evidente que te sientes imbécil. Pero supongo que una siempre quiere hacerse ilusiones. Y que lo que más nos cuesta es escarmentar. Por eso mordemos el anzuelo una y otra vez.

Inevitablemente, recordaba al escucharla la última ocasión en que yo mismo había, más que mordido, tragado el anzuelo al que se refería.

– A lo mejor sólo es un malentendido pasajero -dije.

Chamorro negó con la cabeza, despacio.

– No. El malentendido ha durado hasta aquí. Hasta ayer. A partir de ahora, ya puede olvidarse de mí, por la cuenta que le trae. Porque no tengo intención de malgastar ni un segundo más de mi vida dándole antojos a un niño egocéntrico. Y mucho menos pienso aguantarle a nadie sus malos modos. Si su madre no supo amaestrarlo, que se lo coma con patatas. Yo paso.

– ¿Malos modos?

Quiso quitarle importancia:

– No llegó la sangre al río -dijo-. Pero he podido comprobar que tiene sus riesgos, no someterse a lo que al señor le apetece.

– No me estarás diciendo que te puso la mano encima.

– Olvídalo, no pasó nada.

– Dime que te puso la mano encima y lo siento en una silla de ruedas.

Mi compañera meneó la cabeza.

– Anda, cálmate. Lo más probable es que te sentara él a ti. No hay necesidad de hacer que esta historia resulte todavía más lamentable.

– No me subestimes -protesté-. Ya me las arreglaría.

– ¿Cómo?

– Le atacaría a traición. Le manipularía los frenos del coche. Por ejemplo.

Se echó a reír.

– Hablo en serio -insistí-. Dime que te tocó y le arruino la vida.

– No, no me tocó. Pero me temo que ese capullo es de los que podrían llegar a hacerlo. Así que no me va a volver a ver el pelo nunca más.

– Y ahora te acosa por teléfono.

– Bah, sólo lloriquea. Ya se le pasará. Anda, vamos a olvidarnos de él. Ya está bastante oscuro. Ven y te enseño las estrellas.

Salimos del coche. Casi hacía frío, ahora. Fui tras Chamorro hasta un promontorio, desde el que se dominaba una extensa porción de cielo.

– La noche no es buena, porque va a haber demasiada luna -advirtió-. Pero ya quisiera ver yo desde mi casa la cuarta parte de esto. Mira. Guau. Es un verdadero espectáculo. Qué gozada.

Lo cierto es que nunca habría imaginado que hubiera tantas estrellas como las que a simple vista se ofrecían a nuestra contemplación. Él cielo estaba infestado de ellas, por todas partes. Casi emborrachaba mirarlas.

– No sé cómo las distingues -dije-. A mí me parecen todas iguales.

– Ni mucho menos, y si las vieras con el telescopio, aún lo notarías más. Las hay de todos los colores. Unas están lejos, otras cerca. Siempre en términos relativos, claro. Incluso dentro de una misma constelación, hay a veces estrellas muy diferentes. Aunque nosotros las vemos agrupadas, no tienen nada en común y se encuentran a cientos de años-luz unas de otras.

– No sé, yo me pierdo.

– Mira, es muy fácil. ¿Ves aquélla tan luminosa? Es Sirio, la más visible de todas, en la constelación del Perro Mayor. Se distingue muy bien porque está muy cerca. La luz que estamos viendo ahora la produjo hace sólo nueve años. Hacia abajo, a la izquierda, sin salir del Perro, te encuentras Wezen. Aunque te parezca que está junto a Sirio, está lejísimos de ella. La luz que estás viendo la emitió hace más de dos mil años, pero es cien mil veces más potente que el Sol. Es una supergigante, un monstruo. Lástima no tener aunque fuera unos prismáticos. Si prolongas la línea que forman Sirio y Wezen, llegas hasta Betelgeuse, en la constelación de Orión. ¿La ves?

La seguía con dificultad, pero la seguía.

– Sí, creo que sí -dije.

– No tiene pérdida, hombre. Orión es una de las constelaciones más fáciles de identificar. Y si a partir de Betelgeuse dibujas un triángulo isósceles, poniéndola en el vértice inferior, llegas por la izquierda a la constelación de Géminis, y por la derecha a Aldebarán, en Tauro, y a las Pléyades…

Continuó señalándome muchas más estrellas de las que soy capaz de recordar, explicándome lo grandes o pequeñas que eran, lo lejos o cerca que estaban, el color que tenían cuando se las observaba a través del telescopio. Al final, pese a la nitidez del cielo, acabaron doliéndome los ojos.

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