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Pese a todo, la costumbre de bregar con muertos te endurece. No me desmayé, cuando divisé aquel bulto en el asiento del conductor, tapado por la manta. Tampoco cuando Azuara levantó la manta y vi su rostro, congelado en una mueca en la que se mezclaban la sorpresa y una tristeza infinita. Ni siquiera cuando apareció ante mis ojos su pecho roto y cubierto de sangre. Aquel mismo pecho que… Allí siguió mi cuerpo, tozudamente de pie, mientras mi alma mordía el polvo de un desierto ingente y solitario. Porque al verla allí, perdida para siempre, supe que la quería. No que habría seguido queriéndola si no hubiera muerto, no que habría alterado mi vida por ella ni que se la habría entregado con abnegación, porque nada de eso podría ya saberlo. Sino que alguna noche, muchos años después, soñaría con ella, y por la mañana se me erizaría la piel al sentir, mezcladas, la herida irremediable de su ausencia y la dulzura de haber podido volver a rozarla.

En fin, también nos fijamos en lo que debíamos fijarnos, como la juez había dicho. Le habían disparado a quemarropa, con su propia arma, que habían dejado abandonada sobre su regazo. La trayectoria de la bala, que tras atravesarla se había alojado en el lateral de la carrocería, sugería que el tiro había partido de la posición del copiloto. Había sido uno solo, y aparte de eso no había más huella de violencia. Tampoco de otra índole.

– Limpiaron el coche, y por lo que hemos visto en la parte que presenta, también la pistola -dijo Guzmán-. Estábamos revisando ahora las superficies exteriores, pero ya sabes que ahí es menos probable, y con la humedad de la noche, supongo que no podemos esperar mucho por ese lado.

– ¿Quién la encontró? -pregunté.

– Yo -dijo el cabo Valbuena-. Y éste -señaló a uno de los guardias-. Pasábamos por la carretera y lo vimos, el coche. Nos pareció raro. Nos acercamos y nos la encontramos, así como la están viendo ahora.

– ¿Qué hora era?

– Las tres de la mañana, pasadas.

– ¿No hay huellas de otros coches? ¿De zapatos?

Guzmán meneó la cabeza.

– Lo hemos repasado palmo a palmo. Nada de nada. El terreno es un poco duro, de todas formas.

– ¿Alguno la vio, ayer?

Intervino Nava.

– Pasó por el puesto, a saludar.

– ¿A qué hora?

– Sobre las siete y cuarto.

– ¿Y cuándo se fue?

– En seguida.

– Así que pongamos que desde las siete y media no sabemos qué hizo.

Nava meneó la cabeza.

– Desde las ocho -precisó-. Yo había quedado en el centro con unos conocidos y ella me acercó hasta la plaza. Ahí, a las ocho, bueno, minuto arriba o abajo, fue la última vez que la vi.

– ¿Qué te dijo que iba a hacer?

– Me dijo que iba a buscar a los amigos del chico. Que iba a intentar localizar a una rubia misteriosa de la que por lo visto os había hablado la hija del concejal. Pero supongo que tú sabrás mejor de qué va todo eso.

Noté en el tono de Nava una especie de recriminación. Su rostro demacrado lo subrayaba. Era lo único que me faltaba, después de la juez. Por fortuna, el teniente Guzmán andaba al quite y tenía otro talante.

– A mí me llamó por teléfono -reveló-. Y me contó eso mismo. Me dijo que te había propuesto buscar a esa chica. No sé cómo se acabó encontrando con… -tuvo que hacer un esfuerzo para seguir-. En fin, con quien le hizo esto. No parecía que fuera a enfrentarse a ningún peligro.

– Yo tampoco lo sé, mi teniente, te lo juro -dije, desolado.

– Vamos -me dijo, vigilando de reojo a la juez, que charlaba a unos cuantos metros con la secretaria judicial y la forense-. No te dejes comer la moral por esa niñata déspota. Tú no has tenido la culpa de esto, Vila.

– La niñata es la juez, y no deja de tener una parte de razón -lamenté-. Si ha pasado esto, y nos coge como nos coge, es porque hemos revuelto algo sin darnos cuenta. Y no voy a poder evitar sentirme culpable de eso. He tenido casi una semana para enterarme de lo que me traía entre manos.

Nava, aunque su semblante, entre la falta de sueño y todo lo demás, continuaba viéndose tenso, se sumó entonces al teniente, conciliador:

– No te tortures, compañero. Ha rodado mal, qué le vamos a hacer. Todos los que estamos aquí sabemos lo que nos jugamos. Ella lo sabía.

La miré, otra vez. Sí, era posible que lo supiera, y que lo hubiera aceptado. No era cobarde, no rehuía la pringue ni el sacrificio; me parecía que, a pesar de todas las singularidades de su carácter, creía en lo que hacía, y que iba a merecer de sobra la medalla que le concederían a título póstumo. Más que otros que las paseaban a manojos en vida, haciéndolas tintinear.

– ¿Tenéis una bolsita por ahí? -preguntó de pronto Chamorro.

– ¿Eh? -dijo Guzmán.

– Yo tengo, qué hay -se le unió Morcillo.

Mi compañera estaba inclinada sobre el asiento del copiloto, con la vista fija en un punto. Sin apartarla, le tendió la mano a Morcillo.

– Cabellos -reveló-. Al menos un par.

– Coño, si he mirado antes -dijo Morcillo.

– Están metidos en un pliegue. Dame las pinzas.

– No te hagas ilusiones -tercié-. He estado yendo en ese asiento durante varios días. Seguro que son míos.

– No sospecharé de ti -bromeó Chamorro, aunque fuera una broma tan desvaída como el momento exigía-. Tengo comprobada tu coartada.

– Menos mal -me congratulé, sin lograr sonreír.

Cuando los tuvo en la bolsita, Chamorro miró los cabellos a la luz.

– No se distingue bien si son de diferente color -apreció-. Pero son de diferente longitud. Uno podría ser de los tuyos, sí. Otros son más largos.

– Se me ocurre una estupidez -dijo Morcillo.

– ¿Cuál? -preguntó Guzmán.

– Tenemos los cabellos que aparecieron en el coche del concejal, en su día. Y entre ellos, os recuerdo, uno que no se consiguió identificar.

Debo reconocer que me había olvidado de aquel detalle.

– Joder, Morcillo -exclamé-. Pues ya sabes lo que hay que hacer. Dame una bolsita y un bolígrafo, por favor.

Me arranqué dos, o tres, o yo que sé cuántos cabellos. No fue difícil, porque ya no se sujetaban a mi cráneo con la contumacia de los veinte años. Los metí en la bolsita y la identifiqué con mi nombre. Luego se la tendí.

– Defiende esas muestras con tu vida -le pedí-, hasta que las mandemos al laboratorio. A lo mejor no sirve para nada, pero hay que probar.

En eso, se acercó la juez.

– Bueno, señores, y señoras -dijo, con cierta ironía-. Creo que ya no esperamos más, si no tienen inconveniente.

– No, señoría -me sometí-. Disculpe.

No quise estar en primera línea cuando levantaron el cadáver. Primero, Morcillo se hizo cargo de la pistola, que guardó en la bolsa correspondiente. Luego, los dos empleados de la empresa de ambulancias, bajo la supervisión de la forense, la sacaron del coche. No pude mirar cómo su cabeza y su cabellera caían hacia atrás. Pronto estuvo otra vez oculta, y entonces supe que nunca más se ofrecería nada de ella a mis ojos. Sentí el latido en falso, la debilidad en las piernas. Respiré hondo. A veces estar vivo también es eso, notar el golpe, sentirse fallar, apretar los dientes. Y soportarlo.

Se fue la ambulancia, se fue la forense, la secretaria judicial, la juez. Los idiotas de los guardias, salvo los que escoltaban a la ambulancia, nos quedamos todavía allí un rato, abatidos y recorriendo hasta el último milímetro de la escena del crimen. Es una tarea que a nadie le gusta, fastidiosa y en algunos casos exasperante, pero que alguien tiene que hacer, y que luego agradeces tanto haber cumplido como lamentas su omisión, cuando falta. Todo crimen tiene una filosofía y una mecánica. A veces la filosofía es imposible de desentrañar o de entender; hay crímenes muy intrincados, otros casuales y no pocos absurdos. La mecánica, sin embargo, está ahí indefectiblemente. Y tiene una lógica, porque las cosas concretas, a diferencia de las abstractas, siempre la tienen. Por eso es crucial tomar todas las precauciones para no dejarse ninguna pieza, ningún rastro que pueda ayudar a reconstruir esa lógica. Muchas veces, más de las que se piensa, de ahí viene la solución.

Aquella mañana, por ejemplo, nuestra obstinación acabó dando resultado. El que lo vio fue Azuara. Las ventajas de tener unos ojos sin maltratar por la edad. Sin apartarse del coche, para no perderlo, le pidió a Morcillo.

– ¿Me alcanzas el cianocrilato?

Cualquiera ha usado alguna vez el cianocrilato, aunque no lo sepa. Cualquiera que haya reparado en casa alguna pieza de porcelana con un pegamento ultrarrápido. Eso son tales pegamentos, cianocrilato. Y los vapores que despide la sustancia en cuestión, inmejorables para revelar huellas dactilares en superficies de las que es difícil levantarlas por otros medios.

– No me digas que… -dudó Morcillo.

– No estoy seguro, pero me ha parecido. No entera, pero…

Azuara aplicó el instrumento, una barra que calentaba el cianocrilato para favorecer su disipación, a la moldura de la puerta del conductor del Opel Corsa. Al cabo de unos segundos, una sonrisa asomó a su rostro.

– La tengo -anunció-. Algo más de media. Va a valer, creo.

– Apúntate una, Azuara -dijo Guzmán-. Y cuídate la vista, tío.

Dentro del desastre, parecía que la suerte nos sonreía. Por mi parte, después de la conmoción, notaba que mi cerebro empezaba a recobrar su funcionamiento normal. Organizaba ya los siguientes pasos, trataba de fijarse el mejor itinerario, y ardía en deseos de lanzarse a recorrerlo.

– Si te parece, mi teniente -le sugerí a Guzmán- creo que habría que comprobar esa huella a toda velocidad. No quiero ser tan optimista como para pensar que nos lo va a resolver, pero no lo descartemos.

– No, no lo descartemos. Azuara, cuando termines de recogerla, te vas a Tenerife cagando leches para cruzarla con la base de datos. Y llévate también los cabellos y encárgate de enviarlos al laboratorio en Madrid. Que te lo hagan tan deprisa como puedan. Si hace falta, les dices para qué es.

– Por otra parte -añadí-, me gustaría sentarme en algún momento contigo para tratar de ordenar lo que tenemos y decidir cómo seguimos.

Guzmán miró su reloj.

– Lo charlamos más adelante, si quieres. Yo tengo que estar ahora pendiente de otra cosa. Los padres de Ruth vienen de camino. Me gustaría recibirlos cuando aterricen en Tenerife. Y me temo que voy a tener que irme en el mismo barco que Azuara, si quiero llegar con tiempo suficiente.

– Ah, ya.

– Organiza tú el trabajo hoy. Morcillo se queda contigo. Hasta que haga falta. ¿Me oíste, Morcillo? Te encomiendo al sargento. Cuídalo.

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