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La vida invisible de Hisham se multiplica en rostro de impostores, en dobles a los que alguien vio en una fosa o en algún taller de los zocos de Calatrava o Almería, tejiendo esteras, llevando sobre sus hombros encorvados una carga de agua. También dicen que al huir de Córdoba peregrinó a La Meca disfrazado de mendigo, pero guardando una bolsa con perlas y monedas de oro que unos ladrones o unos soldados le arrebataron. En la ciudad sagrada permaneció dos días orando sin probar alimento, y luego un hombre se acercó a él y le preguntó si le gustaría ser alfarero. Hisham dijo que sí y aprendió a amasar el barro y a manejar el torno: él, que había sido uno de los príncipes más ricos del mundo, trabajaba con sus manos desde el amanecer a cambio de un dracma y de un pan. Tal vez le llegaban de vez en cuando, traídas por las caravanas, noticias sobre la ruina de su patria, pero él fingiría no oírlas, no saber nada de aquel país de Occidente en el que seguía ardiendo la guerra civil. ¿Había vivido alguna vez allí, había soñado una improbable existencia anterior en la que no fue un alfarero ni un mendigo, sino un rey? Pronto abandonó el taller del alfarero y volvió a echarse a los caminos, feliz de no ser nadie y de no poseer nada, ni una casa, ni una moneda, ni un nombre. También él, como el príncipe sin reino que huyó de Siria para fundar el emirato de al-Andalus, era un inmigrado, pero él no viajaba hacia el cumplimiento de ninguna ambición, sino hacia la voluntaria oscuridad y la pobreza, y en las llanuras de Siria se acordaba sin nostalgia del valle del Guadalquivir, ahora asolado por la guerra y manchado de cadáveres insepultos. Tal vez este hombre imaginario, aunque no del todo inverosímil, habría suscrito los últimos versos que escribió en su vida el cordobés Ibn Suhayd, que era amigo de Ibn Hazm y conoció como él la aniquilación de la ciudad que amaban y del mundo en el que habían nacido:

Al ver que la vida me vuelve el rostro
y que la muerte me ha de atrapar sin remedio,
sólo anhelo vivir escondido
en la cima de un monte, donde el viento sopla;
solitario, comiendo lo que me reste de vida
las semillas del campo
y bebiendo en los hoyos de las peñas.

En Jerusalén vivió de limosna y cuando se cansó de mendigar entró de aprendiz en el taller de un esterero. A partir de aquí se desdobla la mentira o la historia incierta de sus últimos años: Hisham aprendió a tejer el esparto y envejeció y murió en Jerusalén practicando ese oficio; Hisham regresó a al-Andalus, ganado al fin por la nostalgia, acaso por el deseo de morir donde había nacido, y el año 1033 alguien lo reconoció en un portal del zoco de Calatrava, y volvió a ser califa… Da lo mismo si volvió o no, si alguna vez llegó a salir de Córdoba. Hisham II se desvanece en el tiempo igual que su ciudad y que la dinastía que reinó en ella durante casi tres siglos, igual que Madinat al-Zahra y la biblioteca de al-Hakam II y las muchedumbres que poblaban los zocos y afluían cada viernes a la mezquita mayor. Nada es más irreal que el pasado: nada es más inquietante, porque indagar en él también nos vuelve irreales a nosotros. Cuando ya había acabado la guerra civil, cuando al-Andalus estaba dividida en una maraña de reinos de taifas y el califato no existía, Ibn Suhay describió:

No hay entre las ruinas ningún amigo que pueda informarme. ¿A quién podría preguntar para saber qué ha sido de Córdoba? No preguntéis sino a la separación; sólo ella os dirá si vuestros amigos se han ido a las montañas o a la llanura. El tiempo se ha mostrado tirano con ellos: se han dispersado en todas direcciones, pero el mayor número ha perecido. Por una ciudad como Córdoba son poco abundantes las lágrimas que vierten los ojos en chorro incontenible… ¡Oh, Paraíso sobre el cual el viento de la adversidad ha soplado tempestuoso, destruyéndolo, como ha soplado sobre sus habitantes, aniquilándolos!

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