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A partir de esa noche las noticias sobre Carlos Wieder son confusas, contradictorias, su figura aparece y desaparece en la antología móvil de la literatura chilena envuelto en brumas, se especula con su expulsión de la Fuerza Aérea en un juicio nocturno y secreto al que él asistiría con su uniforme de gala aunque sus incondicionales preferían imaginárselo con un capote negro de cosaco, con monóculo y fumando en una larga boquilla de colmillo de elefante. Las mentes más disparatadas de su generación lo ven vagando por Santiago, Valparaíso y Concepción ejerciendo oficios disímiles y participando en empresas artísticas extrañas. Cambia de nombre. Se le vincula con más de una revista literaria de existencia efímera en donde publica proposiciones de happenings que nunca llevará a cabo o que, aún peor, llevará a cabo en secreto. En una revista de teatro aparece una pequeña pieza en un acto firmada por un tal Octavio Pacheco del que nadie sabe nada. La pieza es singular en grado extremo: transcurre en un mundo de hermanos siameses en donde el sadismo y el masoquismo son juegos de niños. Sólo la muerte está penalizada en este mundo y sobre ella -sobre el no-ser, sobre la nada, sobre la vida después de la vida- discurren los hermanos a lo largo de la obra. Cada uno se dedica a martirizar a su siamés durante un tiempo (o un ciclo, como advierte el autor), pasado el cual el martirizado se convierte en martirizador y viceversa. Pero para que esto suceda «hay que tocar fondo». La pieza no ahorra al lector, como es fácil suponer, ninguna variante de la crueldad. Su acción transcurre en la casa de los siameses y en el aparcamiento de un supermercado en donde se cruzan con otros siameses que exhiben una gama variopinta de cicatrices y costurones. La pieza no finaliza, como era de esperar, con la muerte de uno de los siameses sino con un nuevo ciclo de dolor. Su tesis acaso peque de simple: sólo el dolor ata a la vida, sólo el dolor es capaz de revelarla. En una revista universitaria aparece un poema titulado «La boca cero»; el poema, en apariencia un remedo criollo de Klebnikhov, va acompañado con tres dibujos del autor que ilustran el «momento boca-cero» (es decir el acto de dibujar con la boca abierta al máximo posible un cero o una o). La firma, una vez más, es de Octavio Pacheco, pero Bibiano O'Ryan descubre accidentalmente un apartado de autor en los Archivos de la Biblioteca Nacional y allí, juntos, están las poesías aéreas de Wieder, la obra de teatro de Pacheco y textos firmados con tres o cuatro nombres más aparecidos en revistas de escasa circulación, algunas marginales y hechas con muy* pocos medios y otras de lujo, con un papel excelente, profusión de fotos (en una se reproduce casi toda la poesía aérea de Wieder, con una cronología de cada acción) y diseño aceptable. La procedencia de las revistas es diversa: Argentina, Uruguay, Brasil, México, Colombia, Chile. Los nombres, más que voluntades, señalan estrategias: Hibernia, Germania, Tormenta, El Cuarto Reich Argentino, Cruz de Hierro, ¡Basta de Hipérboles! (fanzine bonaerense), Diptongos y Sinalefas, Odín, Des Sängers Fluch (con un ochenta por ciento de colaboraciones en lengua alemana y en donde aparece, número 4, segundo trimestre de 1975, una entrevista «político-artística» con un tal K. W., autor chileno de ciencia ficción, en donde éste avanza parte del argumento de su próxima, y primera, novela), Ataques Selectivos, La Cofradía, Poesía Pastoril amp; Poesía Urbana (colombiana y la única con algo de interés: salvaje, destructiva, poesía de jóvenes motoristas de clase media que juegan con los símbolos de las SS, con la droga, con el crimen y con la métrica y la escenografía de cierta poesía beat], Playas de Marte, El Ejército Blanco, Don Perico… La sorpresa de Bibiano es enorme: entre las revistas encuentra por lo menos siete chilenas aparecidas entre 1973 y 1980 cuya existencia, él que se creía al tanto de todo lo que ocurría en el escenario literario chileno, desconocía. En una de éstas, Girasoles de Carne, número 1, abril de 1979, Wieder, bajo el seudónimo de Masanobu (que no evoca, como pudiera pensarse, a un guerrero samurai sino al pintor japonés Okumura Masanobu, 1686-1764), habla sobre el humor, sobre el sentido del ridículo, sobre los chistes cruentos e incruentos de la literatura, todos atroces, sobre el grotesco privado y público, sobre lo risible, sobre la desmesura inútil, y concluye que nadie, absolutamente nadie, puede erigirse en juez de esa literatura menor que nace en la mofa, que se desarrolla en la mofa, que muere en la mofa. Todos los escritores son grotescos, escribe Wieder. Todos los escritores son Miserables, incluso los que nacen en el seno de familias acomodadas, incluso los que ganan el Premio Nobel. Encuentra también un libro delgado, de tapas marrones, en octavo, titulado Entrevista con Juan Sauer. El libro lleva el sello de la editorial El Cuarto Reich Argentino y carece de seña social y año de publicación. No tarda en comprender que Juan Sauer, quien en la entrevista contesta preguntas relacionadas con la fotografía y la poesía, es Carlos Wieder. En las respuestas, largos monólogos divagantes, se bosqueja su teoría del arte. Según Bibiano, decepcionante, como si Wieder estuviera pasando por horas bajas y añorara una normalidad que nunca tuvo, un status de poeta chileno «protegido por el Estado, que de esa manera protege a la cultura». Vomitivo, como para creerles a quienes dicen que han visto a Wieder vendiendo calcetines y corbatas por Valparaíso.

Durante un tiempo Bibiano visita cada vez que puede y siempre extremando la discreción aquel apartado perdido de la Biblioteca. No tarda en comprobar que el apartado crece con nuevas (aunque a menudo decepcionantes) aportaciones. Por unos días Bibiano se cree en posesión de la clave para encontrar al esquivo Carlos Wieder, pero (me confiesa en una carta) tiene miedo y sus pasos son tan prudentes y tímidos que podrían fácilmente confundirse con la inmovilidad. Desea encontrar a Wieder, desea verlo, pero no desea que Wieder lo vea a él y su peor pesadilla es que Wieder, una noche cualquiera, lo encuentre a él. Finalmente Bibiano vence sus miedos y se aposta a diario en la Biblioteca. Wieder no aparece. Bibiano decide consultar con un empleado, un viejito cuyo mayor entretenimiento es enterarse de la vida y milagros de todos los escritores chilenos, éditos o inéditos. Éste le revela a Bibiano que quien alimenta irregularmente el archivo de Wieder es, presumiblemente, su padre, un jubilado de Viña del Mar a quien el autor hace llegar por correo todos sus trabajos. Alumbrado por esta revelación Bibiano vuelve a hurgar entre los papeles de Wieder y llega a la conclusión de que algunos autores que en principio consideró heterónimos de Wieder no lo son en absoluto: se trata de escritores reales, o de heterónimos, pero de otro, no de Wieder, y que o bien éste ha estado engañando a su padre con producciones que no le pertenecen o bien su padre se ha estado engañando a sí mismo con la obra de un extraño. La conclusión (provisional, en modo alguno definitiva, aclara Bibiano) le parece triste y siniestra y en adelante, en salvaguarda de su equilibrio emocional y de su integridad física, procura seguir la carrera de Wieder pero manteniéndose alejado, sin intentar nunca más una aproximación personal.

No le faltan ocasiones. La leyenda de Wieder crece como la espuma en algunos círculos literarios. Se dice que se ha vuelto rosacruz, que un grupo de seguidores de Joseph Peladan han intentado contactar con él, que una lectura en clave de ciertas páginas del Amphithéâtre des, sciences martes preludia o profetiza su irrupción «en el arte y en la política de un país del Lejano Sur». Se dice que vive refugiado en el fundo de una mujer mayor que él, dedicado a la lectura y a la fotografía. Se dice que asiste de vez en cuando (y sin avisar) al salón de Rebeca Vivar Vivanco, más conocida como madame VV, pintora y ultraderechista (Pinochet y los militares, para ella, son unos blandos que acabarán por entregar la República a la Democracia Cristiana), impulsora de comunas de artistas y soldados en la provincia de Aysén, dilapidadora de una de las fortunas familiares más antiguas de Chile y finalmente ingresada en un manicomio hacia la mitad de la década de los ochenta (entre sus obras peregrinas destaca el diseño de los nuevos uniformes de las Fuerzas Armadas y la composición de un poema musical de veinte minutos de duración que los adolescentes de quince años deberían entonar en un rito de iniciación a la vida adulta que se haría, según madame VV, en los desiertos del norte, en las nieves cordilleranas o en los oscuros bosques del sur, dependiendo de su fecha de nacimiento, situación de los planetas, etcétera). Hacia finales de 1977 aparece un juego (un wargame estratégico) sobre la Guerra del Pacífico que no obstante una más que discreta campaña de promoción pasa sin pena ni gloria por el incipiente mercado nacional. Su autor, dicen los entendidos (y Bibiano O'Ryan no los desmiente), es Carlos Wieder. El wargame, que cubre en turnos quincenales la totalidad de la guerra que desde 1879 enfrentó a Chile con la Alianza Peruano-Boliviana, es presentado al público como un juego más divertido que el Monopoly, aunque los jugadores no tardan en comprender que se hallan ante un juego de doble o de triple lectura. La primera, ardua, llena de tablas, es la de un clásico wargame. La segunda incide mágicamente en la personalidad y carácter de los mandos que combatieron durante la guerra: se pregunta, por ejemplo (y se añaden fotos de la época) si Arturo Prat podría encarnar a Jesucristo (y la foto que se facilita de Prat, en efecto, guarda un gran parecido con algunas representaciones de Jesucristo) y se pregunta a continuación si Arturo Prat-Jesucristo era una. casualidad, un símbolo o una profecía. (Y a continuación se pregunta por el significado real del abordaje al Huáscar, por el significado real del nombre del barco de Prat, la Esmeralda, por el significado real de que ambos contendientes, el chileno Prat y el peruano Grau, fueran en realidad catalanes.) La tercera gira en torno a la gente corriente que engrosó el victorioso ejército de Chile que llegaría invicto hasta Lima y a la fundación, en Lima, en una reunión secreta mantenida en una pequeña iglesia subterránea del tiempo de la Colonia, de lo que diversos autores han dado en llamar, con mayor o menor fortuna pero con un mismo sentido del ridículo, la Raza Chilena. Para el autor del juego (probablemente Wieder), la raza chilena se funda una noche cerrada de 1882, siendo Patricio Lynch general en jefe del ejército de ocupación. (También hay fotos de Lynch y un rosario de preguntas que van desde el significado de su nombre hasta las razones ocultas de algunas de sus campañas -¿por qué los chinos adoraban a Lynch?- antes y después de ser general en jefe.) El juego, que no se sabe cómo pasó la censura y llegó a comercializarse, no obtuvo ciertamente el éxito esperado y arruinó a los propietarios de la casa editora que se declararon en quiebra pese a tener anunciados otros dos juegos del mismo autor, uno relativo a la lucha contra los araucanos y el otro, que no era un wargame, ambientado en una ciudad en donde vagamente se reconocía a Santiago pero que podía ser también Buenos Aires (en todo caso, un Mega-Santiago o una Mega-Buenos Aires), de temática detectivesca pero donde no faltaban los ingredientes espirituales, una especie de Fuga de Colditz del alma y del misterio de la condición humana.

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