Pero volvamos al origen, volvamos a Carlos Wieder y al año de gracia de 1974.
Por entonces Wieder estaba en la cresta de la ola. Después de sus triunfos en la Antártida y en los cielos de tantas ciudades chilenas lo llamaron para que hiciera algo sonado en la capital, algo espectacular que demostrara al mundo que el nuevo régimen y el arte de vanguardia no estaban, ni mucho menos, reñidos.
Wieder acudió encantado. En Santiago se alojó en Providencia, en el departamento de un compañero de promoción, y mientras por el día iba a entrenarse al aeródromo Capitán Lindstrom y hacía vida social en clubs militares o visitaba las casas de los padres de sus amigos en donde conocía (o le hacían conocer, en esto siempre había algo forzado) a las hermanas, primas y amigas que quedaban maravilladas por su porte y por lo educado y aparentemente tímido que era, pero también por su frialdad, por la distancia que se adivinaba en sus ojos o como dijo la Pía Valle: como si detrás de sus ojos tuviera otro par de ojos, por la noche, liberado por fin, se dedicó a preparar por su cuenta, en el departamento, en las paredes del cuarto de huéspedes, una exposición de fotografías cuya inauguración hizo coincidir con su exhibición de poesía aérea.
El dueño del departamento declararía años más tarde que hasta el último momento no vio las fotografías que Wieder pensaba exponer. Su primera reacción ante el proyecto de Wieder fue, naturalmente, ofrecerle el living, la casa entera para que desplegara las fotos, pero Wieder rechazó la propuesta. Argüyó que las fotos necesitaban un marco limitado y preciso como la habitación del autor. Dijo que después de la escritura en el cielo era adecuado -y además encantadoramente paradójico- que el epílogo de la poesía aérea se circunscribiera al cubil del poeta. Sobre la naturaleza de las fotos, el dueño del departamento dijo que Wieder pretendía que fueran una sorpresa y que sólo le adelantó que se trataba de poesía visual, experimental, quintaesenciada, arte puro, algo que iba a divertirlos a todos. Le hizo prometer, además, que ni él ni nadie entraría a su habitación hasta la noche de la inauguración. El dueño del departamento le dijo que si quería podía buscar en algún closet la llave de aquel cuarto para que estuviera más seguro. Wieder dijo que no era necesario, que con la palabra de oficial le bastaba. El dueño del departamento, solemnemente, le dio su palabra de honor.
Las invitaciones para la fiesta en Providencia, por supuesto, fueron restringidas, selectivas: algunos pilotos, algunos militares jóvenes (el más viejo no llegaba a comandante) y cultos o al menos con fundadas sospechas de serlo, un trío de periodistas, dos artistas plásticos, un viejo poeta de derechas que había sido vanguardista y que tras el Golpe de Estado parecía haber recuperado los ímpetus de su juventud, alguna dama joven y distinguida (que se sepa a la exposición sólo acudió una mujer, Tatiana von Beck Iraola) y el padre de Carlos Wieder, que vivía en Viña del Mar y cuya salud era delicada.
Todo empezó mal. El día de la exhibición aérea amaneció con grandes cúmulos de nubes negras y gordas que bajaban por el valle hacia el sur. Algunos jefes le desaconsejaron volar. Wieder desoyó los malos presagios y dicen que discutió con alguien en un rincón oscuro de un hangar. Después su avión se elevó y los espectadores vieron, con más esperanza que admiración, algunas piruetas preliminares. Realizó un vuelo rasante, un looping, un rizo invertido. Pero nada de humo. Los del Ejército y sus mujeres estaban felices aunque algunos altos mandos de la Fuerza Aérea se preguntaron qué estaba ocurriendo de verdad. Entonces el avión tomó altura y desapareció en la barriga de una inmensa nube gris que se desplazaba lentamente sobre la ciudad como si guiara a las nubes negras de la tormenta.
Wieder viajó por el interior de la nube como Jonás por el interior de la ballena. Durante algún rato los espectadores de la exhibición aérea esperaron su reaparición tonante. Unos pocos se sintieron incómodos, como si el piloto los hubiera plantado a propósito, allí, sentados en las tribunas improvisadas del Capitán Lindstrom, escrutando un cielo que sólo iba a depararles lluvia y no poesía. Otros, la mayoría, aprovecharon el interludio para levantarse de sus asientos, desentumecer los viejos huesos, estirar las piernas, saludar, participar en corrillos que se formaban y deshacían con rapidez, dejando siempre a alguno con la palabra en la boca, en donde se discutían rumores recientes, nuevos cargos y nombramientos, y los problemas más acuciantes con que se enfrentaba el país. Los más jóvenes, los más entusiastas, se dedicaron a comentar los últimos malones y los últimos noviazgos. Incluso los incondicionales de Wieder, en vez de aguardar en silencio la reaparición del avión o interpretar de cien formas diferentes aquel ominoso cielo vacío, se enzarzaron en comentarios prácticos sobre la vida cotidiana que sólo muy tangencialmente atañían a la poesía chilena, al arte chileno.
Wieder salió lejos del aeródromo, en un barrio periférico de Santiago. Allí escribió el primer verso: La muerte es amistad. Después planeó sobre unos almacenes ferroviarios y sobre lo que parecían fábricas abandonadas aunque entre las calles pudo distinguir gente arrastrando cartones, niños trepados en las bardas, perros. A la izquierda, a las 9, reconoció dos inmensas poblaciones callampas separadas por la vía del tren. Escribió el segundo verso: La muerte es Chile. Luego giró a las 3 y enfiló hacia el centro. Pronto aparecieron las avenidas, el entramado de espadas o serpientes de colores apagados, el río real, el zoológico, los edificios que eran el orgullo de pobre de los santiaguinos. La visión aérea de una ciudad, lo dejó anotado en alguna parte el propio Wieder, es como una foto rota cuyos fragmentos, contrariamente a lo que se cree, tienden a separarse: máscara inconexa, máscara móvil. Sobre la Moneda, escribió el tercer verso: La muerte es responsabilidad. Algunos peatones lo vieron, un escarabajo oscuro recortado sobre un cielo oscuro y amenazante. Muy pocos descifraron sus palabras: el viento las deshacía en apenas unos segundos. En algún momento alguien intentó comunicarse por radio con él. Wieder no contestó la llamada. En el horizonte, a las 11, vio las siluetas de dos helicópteros que iban a su encuentro. Voló en círculos hasta que se acercaron y luego los perdió en un segundo. En el camino de vuelta al aeródromo escribió el cuarto y quinto verso: La muerte es amor y La muerte es crecimiento. Cuando avistó el aeródromo escribió: La muerte es comunión, pero ninguno de los generales y mujeres de generales e hijos de generales y altos mandos y autoridades militares, civiles, eclesiásticas y culturales pudo leer sus palabras. En el cielo se gestaba una tormenta eléctrica. Desde la torre de control un coronel le pidió que se diera prisa y aterrizara. Wieder dijo entendido y volvió a tomar altura. Por un momento los que estaban abajo creyeron que otra vez se iba a meter en el interior de una nube. Un capitán, que no estaba en el palco de honor, comentó que en Chile todos los actos poéticos terminaban en desastres. La mayoría, dijo, son sólo desastres individuales o familiares pero algunos acaban como desastres nacionales. Entonces, en el otro extremo de Santiago pero perfectamente visible desde las tribunas instaladas en el Capitán Lindstrom, cayó el primer rayo y Carlos Wieder escribió: La muerte es limpieza, pero lo escribió tan mal, las condiciones meteorológicas eran tan desfavorables que muy pocos de los espectadores que ya comenzaban a levantarse de sus asientos y abrir los primeros paraguas comprendieron lo escrito. Sobre el cielo quedaban jirones negros, escritura cuneiforme, jeroglíficos, garabatos de niño. Aunque algunos sí que lo entendieron y pensaron que Carlos Wieder se había vuelto loco. Comenzó a llover y la desbandada fue general. En uno de los hangares se había improvisado un cóctel y a aquella hora y con aquel chaparrón todo el mundo tenía hambre y sed. Los canapés se acabaron en menos de quince minutos. Los mozos, reclutas de Intendencia, iban y venían con una velocidad pasmosa y una diligencia que despertó la envidia en algunas señoras. Algunos oficiales comentaron lo raro que resultaba aquel piloto poeta, pero la mayoría de los invitados hablaban y se preocupaban por temas de relieve nacional (e incluso internacional).
Carlos Wieder, mientras tanto, seguía en el cielo luchando contra los elementos. Sólo un puñado de amigos y dos periodistas que en sus ratos libres escribían poemas surrealistas (o superrealistas, como solían decir utilizando un españolismo más bien gilipollas) siguieron desde la pista espejeante de lluvia, en una estampa que parecía sacada de una película de la Segunda Guerra Mundial, las evoluciones del avioncito debajo de la tormenta. Por lo que respecta a Wieder, acaso no se diera cuenta de que su público se había tornado tan exiguo.
Escribió, o pensó que escribía: La muerte es mi corazón. Y después: Toma mi corazón. Y después su nombre: Carlos Wieder, sin temerle a la lluvia ni a los relámpagos. Sin temerle, sobre todo, a la incoherencia.
Y después ya no tenía humo para escribir (desde hacía un rato el humo que escapaba del fuselaje daba la impresión, más que de escritura, de incendio, un incendio que se fundía con la lluvia) pero escribió: La muerte es resurrección y los fieles que permanecían abajo no entendieron nada pero entendieron que Wieder estaba escribiendo algo, comprendieron o creyeron comprender la voluntad del piloto y supieron que aunque no entendieran nada estaban asistiendo a un acto único, a un evento importante para el arte del futuro. Después Carlos Wieder aterrizó sin ningún problema (quienes lo vieron dicen que sudaba como si acabara de salir de una sauna), se llevó una reprimenda del oficial de la torre de control y de algunos altos mandos que aún deambulaban por entre los restos del cóctel y tras beber, de pie, una cerveza (no habló con nadie, contestó las preguntas que se le hicieron con monosílabos), se marchó al departamento de Providencia a preparar el segundo acto de su gala santiaguina.
Todo lo anterior tal vez ocurrió así. Tal vez no. Puede que los generales de la Fuerza Aérea Chilena no llevaran a sus mujeres. Puede que en el aeródromo Capitán Lindstrom jamás se hubiera escenificado un recital de poesía aérea. Tal vez Wieder escribió su poema en el cielo de Santiago sin pedir permiso a nadie, sin avisar a nadie, aunque esto es más improbable. Tal vez aquel día ni siquiera llovió sobre Santiago, aunque hay testigos (ociosos que miraban hacia arriba sentados en el banco de un parque, solitarios asomados a una ventana) que aún recuerdan las palabras en el cielo y posteriormente la lluvia purificadera. Pero tal vez todo ocurrió de otra manera. Las alucinaciones, en 1974, no eran infrecuentes.