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La exposición fotográfica en el departamento, sin embargo, ocurrió tal y como a continuación se explica.

Los primeros invitados llegaron a las nueve de la noche. La mayoría eran amigos desde la adolescencia y hacía tiempo que no se reunían. A las once había unas veinte personas, todas razonablemente ebrias. Todavía nadie había entrado al cuarto de huéspedes en donde dormía Wieder y en cuyas paredes pensaba exponer las fotos al criterio de sus amigos. El teniente Julio César Muñoz Cano, que años después publicaría el libro Con la soga al cuello, especie de narración autobiográfica y autofustigadora sobre su actuación en los primeros años de gobierno golpista, escribe que Carlos Wieder se comportaba de manera normal (o tal vez anormal: estaba mucho más tranquilo que de costumbre, incluso humilde, con el rostro como permanentemente acabado de lavar), atendía a los invitados como si la casa fuera suya (la camaradería era total, demasiado buena, demasiado ideal, escribe Muñoz Cano), saludaba con cariño a los compañeros de promoción a quienes no veía desde hacía mucho, condescendía a comentar los incidentes de aquella mañana en el aeródromo sin darles y sin darse mayor importancia, soportaba de buen grado las bromas usuales (a veces pesadas, a veces francamente de mal gusto) en este tipo de reuniones. De vez en cuando desaparecía, se encerraba en el cuarto (y esta vez sí que el cuarto estaba cerrado con llave), pero sus ausencias nunca duraban mucho.

Por fin, a las doce de la noche en punto, pidió silencio subido a una silla en medio del living y dijo (palabras textuales, según Muñoz Cano) que ya era hora de empaparse un poco con el nuevo arte. Otra vez era el Wieder de siempre, dominante, seguro, con los ojos como separados del cuerpo, como si miraran desde otro planeta. Después se abrió paso hasta la puerta de su cuarto y fue dejando pasar a sus invitados uno por uno. Uno por uno, señores, el arte de Chile no admite aglomeraciones. Cuando dijo esto (según Muñoz Cano), Wieder empleó un tono jocoso y miró a su padre, a quien hizo un guiño con el ojo izquierdo y después con el ojo derecho. Como si de nuevo con doce años de edad le hiciera una señal secreta. El padre mostraba un rostro apacible y sonrió a su hijo.

La primera en entrar fue Tatiana von Beck Iraola, como era lógico dada su condición de mujer y su carácter impulsivo y caprichoso. La Tatiana, escribe Muñoz Cano, era nieta, hija y hermana de militares y a su manera un tanto alocada una mujer independiente, que siempre hacía lo que quería, salía con quien se le antojaba y tenía opiniones estrambóticas, muchas veces contradictorias, pero a menudo originales. Años después se casó con un pediatra, se fueron a vivir a La Serena y tuvo seis hijos. La Tatiana de aquella noche, recuerda Muñoz Cano con melancolía ligeramente teñida de horror, era una muchacha hermosa y confiada y entró en el cuarto con la esperanza de encontrar retratos heroicos o aburridas fotografías de los cielos de Chile.

La habitación estaba iluminada de la forma usual. Ni una lámpara de más, ni un foco extra que realzara la visión de las fotos. La habitación no debía semejar una galería de arte sino precisamente una habitación, una pieza prestada, el habitáculo de paso de un joven. Por supuesto, no hubo luces de colores como alguien dijo, ni música de tambores saliendo de un radiocasete oculto bajo la cama. El ambiente debía ser casual, normal, sin estridencias.

Afuera, la fiesta proseguía. Los jóvenes bebían como jóvenes y como triunfadores y además aguantaban la bebida como chilenos. Las risas eran contagiosas, recuerda Muñoz Cano, ajenas a cualquier amenaza, a cualquier sombra. En alguna parte un trío se puso a cantar abrazados, acompañados por la guitarra de uno de ellos. Apoyados en las paredes, en grupos de dos o de tres, algunos hablaban sobre el futuro o sobre el amor. Todos estaban contentos de estar allí, en la fiesta del piloto poeta; estaban contentos de ser lo que eran y de ser, además, amigos de Carlos Wieder, aunque no lo entendieran del todo, aunque notaran la diferencia que existía entre ellos y él. En el pasillo la cola se deshacía a cada instante; a unos se les acababa el alcohol e iban a por más, otros se trababan en reafirmaciones de amistad y de lealtad eternas que los llevaban, como una ola protectora, otra vez al living, de donde volvían, mareados, con los pómulos colorados, a recuperar su lugar en la cola. El humo, sobre todo en el pasillo, era considerable. Wieder permanecía de pie en el quicio de la puerta. Dos tenientes discutían y se empujaban (pero suavemente) en el baño al fondo del pasillo. El padre de Wieder era de los pocos que estaban serios y firmes en la cola. Muñoz Cano se movía, según confesión propia, arriba y abajo, nervioso y lleno de oscuros presagios. Los dos reporteros surrealistas (o superrealistas) dialogaban con el dueño de la casa. En alguna de sus idas y venidas Muñoz Cano consiguió oír algunas palabras: hablaban de viajes, el Mediterráneo, Miami, playas cálidas, botes de pescadores, mujeres exuberantes.

No había pasado un minuto cuando Tatiana von Beck volvió a salir. Estaba pálida y desencajada. Todos la vieron. Ella miró a Wieder -parecía como si le fuera a decir algo pero no encontrara las palabras- y luego trató de llegar al baño. No pudo. Vomitó en el pasillo y después, trastabillándose, se fue del departamento ayudada por un oficial que galantemente se ofreció a acompañarla hasta su casa pese a las protestas de la Von Beck que prefería irse sola.

El segundo en entrar fue un capitán que había sido profesor de Wieder en la Academia. No volvió a salir. Wieder, junto a la puerta cerrada (el capitán, al entrar, la dejó entreabierta pero él la volvió a cerrar), sonreía cada vez más satisfecho. En el living algunos se preguntaron qué mosca le había picado a la Tatiana. Está borracha, pues, dijo una voz que Muñoz Cano no reconoció. Alguien puso un disco de Pink Floyd. Alguien comentó que entre hombres no se podía bailar, esto parece un encuentro de colisas, dijo una voz. Le contestaron que la música de Pink Floyd era para escuchar, no para bailar. Los reporteros surrealistas cuchicheaban entre sí. Un teniente propuso salir inmediatamente de putas. Muñoz Cano escribe que en aquel momento tuvo la sensación de que estaban a la intemperie, bajo la noche oscura y a pleno campo, al menos las voces sonaban así. En el pasillo la atmósfera generada era peor. Casi nadie hablaba, como en la antesala de un dentista. ¿Pero dónde se ha visto la antesala de un dentista donde los dientes-podridos (sic) esperan de pie?, se pregunta Muñoz Cano.

El padre de Wieder rompió el encanto. Se abrió paso educadamente, llamando a los oficiales que estaban antes que él en la cola por sus nombres de pila, y entró en el cuarto. Lo siguió el dueño del departamento. Casi de inmediato éste volvió a salir y se encaró con Wieder; por un momento pareció que iba a golpearlo, lo tenía cogido de las solapas, y luego le dio la espalda y marchó al living en busca de un trago. A partir de ese instante todos, incluido Muñoz Cano, quisieron entrar al dormitorio.

Allí, sentado sobre la cama, encontraron al capitán. Fumaba y leía unas notas escritas a máquina que previamente había arrancado de una pared. Parecía tranquilo aunque la ceniza del cigarrillo se desparramaba sobre una de sus piernas. El padre de Wieder contemplaba algunas de las cientos de fotos que decoraban las paredes y parte del techo de la habitación, un cadete, cuya presencia allí nadie acierta a explicarse, tal vez el hermano menor de uno de los oficiales, se puso a llorar y a maldecir y lo tuvieron que sacar a rastras. Los reporteros surrealistas hacían gestos de desagrado pero mantuvieron el tipo. Según Muñoz Cano, en algunas de las fotos reconoció a las hermanas Garmendia y a otros desaparecidos. La mayoría eran mujeres. El escenario de las fotos casi no variaba de una a otra por lo que deduce es el mismo lugar. Las mujeres parecen maniquíes, en algunos casos maniquíes desmembrados, destrozados, aunque Muñoz Cano no descarta que en un treinta por ciento de los casos estuvieran vivas en el momento de hacerles la instantánea. Las fotos, en general (según Muñoz Cano), son de mala calidad aunque la impresión que provocan en quienes las contemplan es vivísima. El orden en que están expuestas no es casual: siguen una línea, una argumentación, una historia (cronológica, espiritual…), un plan. Las que están pegadas en el cielorraso son semejantes (según Muñoz Cano) al infierno, pero un infierno vacío. Las que están pegadas (con chinchetas) en las cuatro esquinas semejan una epifanía. Una epifanía de la locura. En otros grupos de fotos predomina un tono elegiaco (¿pero cómo puede haber nostalgia y melancolía en esas fotos?, se pregunta Muñoz Cano). Los símbolos son escasos pero elocuentes. La foto de la portada de un libro de François-Xavier de Maistre (el hermano menor de Joseph de Maistre): Las veladas de San Petersburgo. La foto de la foto de una joven rubia que parece desvanecerse en el aire. La foto de un dedo cortado, tirado en el suelo gris, poroso, de cemento.

Tras el estruendo inicial de pronto todos se callaron. Parecía como si una corriente de alto voltaje hubiera atravesado la casa dejándonos demudados, dice Muñoz Cano en uno de los pocos momentos de lucidez de su libro. Nos mirábamos y nos reconocíamos, pero en realidad era como si no nos reconociéramos, parecíamos diferentes, parecíamos iguales, odiábamos nuestros rostros, nuestros gestos eran los propios de los sonámbulos o de los idiotas. Mientras algunos se iban sin despedirse una extraña sensación de fraternidad quedó flotando en el piso entre los que optaron por quedarse. Como nota curiosa Muñoz Cano añade que en aquel momento particularmente delicado el teléfono comenzó a sonar. Ante la pasividad del dueño de la casa fue él quien contestó la llamada. Una voz de viejo preguntó por un tal Lucho Álvarez. ¿Aló?, ¿aló?, ¿está Lucho Álvarez, por favor? Muñoz Cano, sin contestar, le pasó el fono al dueño de la casa. ¿Alguien conoce a un Lucho Álvarez?, preguntó éste tras un intervalo excesivamente largo. El viejo, dedujo Muñoz Cano, probablemente hablaba de otras cosas, hacía otras preguntas acaso relacionadas con Lucho Álvarez. Nadie lo conocía. Algunos se rieron; fueron risas nerviosas que sonaron irrazonablemente altas. Aquí no vive esa persona, dijo el dueño de la casa después de escuchar otro rato en silencio y colgó.

En el cuarto de las fotos ya no había nadie, excepto Wieder y el capitán, y en el departamento, según Muñoz Cano, no quedaban más de ocho personas, entre ellas el padre de Wieder que no parecía particularmente afectado (su actitud era la de estar participando -acaso involuntariamente- en una fiesta de cadetes que por una razón que se le escapaba o que no le incumbía se había malogrado). El dueño de la casa, al que conocía desde que era un adolescente, procuraba no mirarlo. Los demás supervivientes de la fiesta hablaban o cuchicheaban entre sí pero callaban cuando se acercaba. Silencio incómodo que el padre de Wieder intentó soslayar ofreciendo tragos, bebidas calientes y sandwiches que preparaba en la cocina, solo y sereno. No se preocupe, don José, dijo uno de los oficiales mirando el suelo. No estoy preocupado, Javierito, dijo el padre de Wieder. Esto en la carrera de Carlos, dijo otro, no es más que un bache sin importancia. El padre de Wieder lo miró como si no comprendiera de qué hablaba. Era benévolo con nosotros, recuerda Muñoz Cano, estaba en el borde del abismo y no lo sabía o no le importaba o lo disimulaba con una rara perfección.

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