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Después Wieder dejó el cuarto y estuvo hablando con su padre en la cocina, sin que nadie los escuchara. Pero no más de cinco minutos. Cuando salieron ambos llevaban vasos de alcohol en las manos. El capitán también salió a tomarse un trago y después volvió a encerrarse en la habitación de las fotos con la advertencia de que nadie más entrara. Uno de los tenientes, por indicación del capitán, confeccionó una lista con los nombres de todos los que habían asistido a la fiesta. Alguien recordó un juramento, otro se puso a hablar de discreción y del honor de los caballeros. El honor de la caballería, dijo uno que hasta ese momento parecía dormido. Y hubo quien se sintió ofendido y protestó que no era de los soldados de quienes se debía dudar sino de los civiles, aludiendo al par de reporteros surrealistas. Estos señores, contestó el capitán, saben lo que les conviene. Los surrealistas se apresuraron a darle la razón y a afirmar que allí, en el fondo, no había ocurrido nada, entre gente de mundo, ya se sabe. Después alguien preparó café y mucho más tarde, pero cuando aún faltaba bastante para que amaneciera, aparecieron tres militares y un civil que se identificaron como personal de Inteligencia. Los que estaban en el departamento de Providencia les franquearon la entrada pensando que iban a detener a Wieder. Al principio la llegada de los de Inteligencia fue recibida con respeto y un cierto temor (sobre todo por parte del par de reporteros), pero al paso de los minutos sin que sucediera nada y ante el mutismo de aquéllos, entregados en cuerpo y alma a su trabajo, los supervivientes de la fiesta dejaron de prestarles atención, como si se tratara de empleados que llegaban a horas intempestivas a hacer la limpieza. Durante un tiempo que a todos se les hizo excesivamente largo los de Inteligencia y el capitán estuvieron encerrados con Wieder en la habitación (uno de los amigos de Wieder quiso entrar para «prestarle apoyo moral», pero el que iba de paisano le dijo que no hiciera el imbécil y los dejara trabajar en paz); después, a través de la puerta cerrada, escucharon imprecaciones, la palabra insensato repetida varias veces y después ya sólo el silencio. Más tarde los de Inteligencia se marcharon tan silenciosos como habían llegado, con tres cajas de zapatos, que les facilitó el dueño del departamento, cargadas con las fotos de la exposición.

Bueno, señores, dijo el capitán antes de seguirlos, lo mejor es que duerman un poco y olviden todo lo de esta noche. Un par de tenientes se cuadraron, pero los demás estaban demasiado cansados como para seguir ordenanzas o rituales de ningún tipo y no le dieron ni las buenas noches (o los buenos días, pues ya amanecía). En el momento justo en que el capitán se marchaba dando un portazo, detalle humorístico que ninguno apreció, Wieder salió de la habitación y atravesó la sala sin mirar a nadie hasta llegar a la ventana. Descorrió las cortinas (afuera aún estaba oscuro, pero al fondo, en dirección a la cordillera, ya se veía una débil claridad) y encendió un cigarrillo. Carlos, qué ha pasado, dijo el padre de Wieder. Éste no le contestó. Por un momento pareció que nadie iba a hablar (que todos se pondrían a dormir de inmediato, sin poder desviar la mirada de la figura de Wieder). El living, recuerda Muñoz Cano, parecía la sala de espera de un hospital. ¿Estás arrestado?, preguntó finalmente el dueño del departamento. Supongo que sí, dijo Wieder, de espaldas a todos, mirando las luces de Santiago, las escasas luces de Santiago. Su padre se le acercó con una lentitud exasperante, como si no se atreviera a hacer lo que iba a hacer, y finalmente lo abrazó. Un abrazo breve al que Wieder no correspondió. La gente es exagerada, dijo uno de los reporteros surrealistas. Pico, dijo el dueño del departamento. ¿Y ahora qué hacemos?, dijo un teniente. Dormir la mona, dijo el dueño del departamento.

Muñoz Cano nunca más vio a Wieder. Su última imagen de él, sin embargo, es indeleble: un living grande y desordenado, botellas, platos, ceniceros llenos, un grupo de gente pálida y cansada, y Carlos Wieder junto a la ventana, en perfecto estado, sosteniendo una copa de whisky en una mano que ciertamente no temblaba y mirando el paisaje nocturno.

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