Lo vendré a buscar cuando oscurezca. Un poco estúpidamente nos dimos un fuerte apretón de manos. ¿Ha traído algún libro para leer? Sí, dije. ¿Qué libro? Se lo enseñé. No sé si será buena idea, dijo Romero, de improviso dubitativo. Lo mejor sería una revista o el periódico. No se preocupe, dije, es un escritor que me gusta mucho. Romero me miró por última vez y dijo: Hasta luego, entonces, y piense que han pasado más de veinte años.
Desde los ventanales del bar se veía el mar y el cielo muy azul y unas pocas barcas de pescadores faenando cerca de la costa. Pedí un café con leche e intenté serenarme: el corazón parecía que se me iba a salir del pecho. El bar estaba casi vacío. Una mujer leía una revista sentada en una mesa y dos hombres hablaban o discutían con el que atendía la barra. Abrí el libro, la Obra completa de Bruno Schulz traducida por Juan Carlos Vidal, e intenté leer. Al cabo de varias páginas me di cuenta que no entendía nada. Leía pero las palabras pasaban como escarabajos incomprensibles, atareados en un mundo enigmático. Volví a pensar en Bibiano, en la Gorda. No quería pensar en las hermanas Garmendia, tan lejanas ya, ni en las otras mujeres, pero también pensé en ellas.
Nadie entraba al bar, nadie se movía, el tiempo parecía detenido. Empecé a sentirme mal: en el mar las barcas de pesca se transfiguraron en veleros (por lo tanto, pensé, debe de hacer viento), la línea de la costa era gris y uniforme y muy de tanto en tanto veía gente que caminaba o ciclistas que optaban por pedalear sobre la gran vereda vacía. Calculé que caminando tardaría unos cinco minutos en llegar a la playa. Todo el camino era de bajada.
En el cielo apenas se veían nubes. Un cielo ideal, pensé.
Entonces llegó Carlos Wieder y se sentó junto al ventanal, a tres mesas de distancia. Por un instante (en el que me sentí desfallecer) me vi a mí mismo casi pegado a él, mirando por encima de su hombro, horrendo hermano siamés, el libro que acababa de abrir (un libro científico, un libro sobre el recalentamiento de la Tierra, un libro sobre el origen del universo), tan cerca suyo que era imposible que no se diera cuenta, pero, tal como había predicho Romero, Wieder no me reconoció.
Lo encontré envejecido. Tanto como seguramente estaba yo. Pero no. Él había envejecido mucho más. Estaba más gordo, más arrugado, por lo menos aparentaba diez años más que yo cuando en realidad sólo era dos o tres años mayor. Miraba el mar y fumaba y de vez en cuando le echaba una mirada a su libro. Igual que yo, descubrí con alarma y apagué el cigarrillo e intenté fundirme entre las páginas de mi libro. Las palabras de Bruno Schulz adquirieron por un instante una dimensión monstruosa, casi insoportable. Sentí que los apagados ojos de Wieder me estaban escrutando y al mismo tiempo, en las páginas que daba vueltas (tal vez demasiado aprisa), los escarabajos que antes eran las letras se convertían en ojos, en los ojos de Bruno Schulz, y se abrían y se cerraban una y otra vez, unos ojos claros como el cielo, brillantes como el lomo del mar, que se abrían y parpadeaban, una y otra vez, en medio de la oscuridad total. No, total no, en medio de una oscuridad lechosa, como en el interior de una nube negra.
Cuando volví a mirar a Carlos Wieder éste se había puesto de perfil. Pensé que parecía un tipo duro, como sólo pueden serlo -y sólo pasados los cuarenta- algunos latinoamericanos. Una dureza tan diferente de la de los europeos o norteamericanos. Una dureza triste e irremediable. Pero Wieder (el Wieder al que había amado al menos una de las hermanas Garmendia) no parecía triste y allí radicaba precisamente la tristeza infinita. Parecía adulto. Pero no era adulto, lo supe de inmediato. Parecía dueño de sí mismo. Y a su manera y dentro de su ley, cualquiera que fuera, era más dueño de sí mismo que todos los que estábamos en aquel bar silencioso. Era más dueño de sí mismo que muchos de los que caminaban en ese momento junto a la playa o trabajaban, invisibles, preparando la inminente temporada turística. Era duro y no tenía nada o tenía muy poco y no parecía darle demasiada importancia. Parecía estar pasando una mala racha. Tenía la cara de los tipos que saben esperar sin perder los nervios o ponerse a soñar, desbocados. No parecía un poeta. No parecía un ex oficial de la Fuerza Aérea Chilena. No parecía un asesino de leyenda. No parecía el tipo que había volado a la Antártida para escribir un poema en el aire. Ni de lejos.
Se marchó cuando empezaba a anochecer. Buscó en el bolsillo del pantalón una moneda y la dejó sobre la mesa como exigua propina. Cuando sentí que, a mis espaldas, la puerta se cerraba, no supe si ponerme a reír o a llorar. Respiré aliviado. Era tan intensa la sensación de libertad, de problema finiquitado, que temí despertar la curiosidad de los que estaban en el bar. Los dos hombres seguían junto a la barra hablando a media voz (en modo alguno discutiendo), con todo el tiempo del mundo a su disposición. El camarero tenía un cigarrillo en los labios y observaba a la mujer que de vez en cuando levantaba la vista de su revista y le sonreía. La mujer debía de andar por la treintena y su perfil era muy hermoso. Parecía una griega pensativa. O una griega renegada. Me sentí, de improviso, con hambre y feliz. Le hice una seña al camarero. Pedí un bocadillo de jamón serrano y una cerveza. Cuando me lo sirvió intercambiamos unas palabras. Después traté de seguir leyendo pero era incapaz, así que decidí esperar a Romero comiendo y bebiendo y mirando el mar desde la ventana.
Al cabo de un rato llegó Romero y nos marchamos. AI principio pareció que nos alejábamos del edificio de Wieder pero en realidad sólo estábamos dando un rodeo. ¿Es él?, preguntó Romero. Sí, le dije. ¿Sin ninguna duda? Sin ninguna duda. Iba a añadir algo más, consideraciones éticas y estéticas sobre el paso del tiempo (una estupidez, pues el tiempo, en lo que a Wieder concernía, era como una roca), pero Romero apuró el paso. Está trabajando, pensé. Estamos trabajando, pensé con horror. Dimos vueltas por calles y callejones, siempre en silencio, hasta que el edificio de Wieder se recortó contra el cielo iluminado por la luna. Singular, distinto de los demás edificios que ante su presencia parecían encogerse, difuminarse, tocado por una vara mágica o por una soledad más potente que la del resto.
De pronto entramos en un parque, pequeño y frondoso como un jardín botánico. Romero me señaló un banco casi oculto por las ramas. Espéreme aquí, dijo. Al principio me senté con docilidad. Luego busqué su cara en la oscuridad. ¿Lo va a matar?, murmuré. Romero hizo un gesto que no pude ver. Espéreme aquí o váyase a la estación de Blanes y coja el primer tren. Nos veremos más tarde en Barcelona. Es mejor que no lo mate, dije.
Una cosa así nos puede arruinar, a usted y a mí, y además es innecesario, ese tipo ya no le va a hacer daño a nadie. A mí no me va a arruinar, dijo Romero, al contrario, me va a capitalizar. En cuanto a que no puede hacer daño a nadie, qué le voy a decir, la verdad es que no lo sabemos, no lo podemos saber, ni usted ni yo somos Dios, sólo hacemos lo que podemos. Nada más. No podía verle el rostro pero por la voz (una voz que surgía de un cuerpo completamente inmóvil) supe que estaba esforzándose por ser convincente. No vale la pena, insistí, todo se acabó. Ya nadie hará daño a nadie. Romero me palmeó el hombro. En esto es mejor que no se meta, dijo. Ahora vuelvo.
Me quedé sentado observando los arbustos oscuros, las ramas que se entrelazaban e intersecaban tejiendo un dibujo al azar del viento mientras escuchaba las pisadas de Romero que se alejaba. Encendí un cigarrillo y me puse a pensar en cuestiones sin importancia. El tiempo, por ejemplo. El calentamiento de la Tierra. Las estrellas cada vez más distantes.
Traté de pensar en Wieder, traté de imaginarlo solo en su piso, que elegí impersonal, en la cuarta planta de un edificio de ocho plantas vacío, mirando la televisión o sentado en un sillón, bebiendo, mientras la sombra de Romero se deslizaba sin titubear hacia su encuentro. Traté de imaginarme a Wieder, digo, pero no pude. O no quise.
Media hora después Romero regresó. Debajo del brazo traía una carpeta con papeles, de esas que usan los escolares y que se cierran con elásticos. Los papeles abultaban, pero no demasiado. La carpeta era verde, como los arbustos del parque, y estaba ajada. Eso era todo. Romero no parecía distinto. No parecía ni mejor ni peor que antes. Respiraba sin dificultad. Al mirarlo me pareció idéntico a Edward G. Robinson. Como si Edward G. Robinson hubiera entrado en una máquina de moler carne y hubiera salido transformado: más flaco, la piel más oscura, más pelo, pero con los mismos labios, la misma nariz y sobre todo los mismos ojos. Ojos que saben. Ojos que creen en todas las posibilidades pero que al mismo tiempo saben que nada tiene remedio. Vamonos, dijo. Tomamos el autobús que enlaza Lloret con la estación de Blanes y luego el tren a Barcelona. Durante el viaje Romero intentó hablar en un par de ocasiones. En una alabó la estética «francamente moderna» de los trenes españoles. En la otra dijo que era una pena, pero que no iba a poder ver un partido del Barcelona en el Camp Nou. Yo no dije nada o contesté con monosílabos. No estaba para conversaciones. Recuerdo que la noche, por la ventanilla del tren, era hermosa y serena. En algunas estaciones subían muchachos y muchachas que bajaban en el pueblo siguiente, como si estuvieran jugando. Probablemente se dirigían a discotecas próximas, atraídos por el precio y la cercanía. Todos eran menores de edad y algunos tenían pinta de héroes. Se les veía felices. Después nos detuvimos en una estación más grande y subió un grupo de trabajadores que podían haber sido sus padres. Y después, pero no sé cuándo, atravesamos varios túneles y alguien gritó, una adolescente, cuando las luces del vagón se apagaron. Miré entonces la cara de Romero, se le veía igual que siempre. Finalmente, cuando llegamos a la estación de Plaza Cataluña pudimos hablar. Le pregunté cómo había sido. Como son estas cosas, pues, dijo Romero, difíciles.
Fuimos andando hasta mi casa. Allí abrió su maleta, extrajo un sobre y me lo alargó. En el sobre había trescientas mil pesetas. No necesito tanto dinero, dije después de contarlo. Es suyo, dijo Romero mientras guardaba la carpeta entre su ropa y después volvía a cerrar la maleta. Se lo ha ganado. Yo no he ganado nada, dije. Romero no contestó, entró a la cocina y puso agua a hervir. ¿Adonde va?, le pregunté. A París, dijo, tengo vuelo a las doce; esta noche quiero dormir en mi cama. Nos tomamos un último té y más tarde lo acompañé a la calle. Durante un rato estuvimos esperando a que pasara un taxi, de pie en el bordillo de la acera, sin saber qué decirnos. Nunca me había ocurrido algo semejante, le confesé. No es cierto, dijo Romero muy suavemente, nos han ocurrido cosas peores, piénselo un poco. Puede ser, admití, pero este asunto ha sido particularmente espantoso. Espantoso, repitió Romero como si paladeara la palabra. Luego se rió por lo bajo, con una risa de conejo, y dijo claro, cómo no iba a ser espantoso. Yo no tenía ganas de reírme, pero también me reí. Romero miraba el cielo, las luces de los edificios, las luces de los automóviles, los anuncios luminosos y parecía pequeño y cansado. Dentro de muy poco, supuse, cumpliría sesenta años. Yo ya había pasado los cuarenta. Un taxi se detuvo junto a nosotros. Cuídese, mi amigo, dijo finalmente y se marchó.