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Es entonces cuando aparece en escena Abel Romero y cuando vuelvo a aparecer en escena yo. Chile también nos ha olvidado.

Romero fue uno de los policías más famosos de la época de Allende. Ahora es un hombre de más de cincuenta años, bajo de estatura, moreno, excesivamente delgado y con el pelo negro peinado con gomina o fijador. Su fama, su pequeña leyenda estaba ligada a dos hechos delictivos que en su día estremecieron, como suele decirse, a los lectores de la crónica negra chilena. El primero fue un asesinato (un puzzle, decía Romero) que se cometió en Valparaíso, en la habitación de una pensión de la calle Ugalde. La víctima fue hallada con un disparo en la frente y la puerta de la habitación estaba con el pestillo echado y atrancada con una silla. Las ventanas estaban cerradas por dentro; cualquiera que hubiera salido por allí, además, habría sido visto desde la calle. El arma del crimen se encontró al lado del muerto por lo que al principio el dictamen fue inequívoco: suicidio. Pero tras las primeras pruebas la policía científica comprobó que la víctima no había disparado ningún tiro. El muerto se llamaba Pizarro y no se le conocían enemigos; llevaba una vida ordenada, más bien solitaria y no tenía ocupación o medio de ganarse la vida aunque luego se comprobó que sus padres, una familia acomodada del sur, le pasaba una asignación mensual. El caso despertó la curiosidad de los periódicos: ¿cómo había salido el asesino del cuarto de la víctima? Echar el pestillo por fuera, como comprobaron con otras habitaciones de la pensión, era casi imposible. Echar el pestillo y encima atrancar la puerta poniendo una silla sobre el pomo de la cerradura, era impensable. Investigaron las ventanas: una de cada diez veces, si se las cerraba desde el artesonado con un golpe seco y preciso, el pasador quedaba enganchado. Pero para escapar por allí era necesario ser un equilibrista y que nadie desde la calle, y el asesinato se produjo a una hora en que ésta solía estar muy transitada, tuviera la mala fortuna de levantar la mirada y descubrirte. Al final, ante la imposibilidad de otras alternativas, la policía llegó a la conclusión de que el asesino había escapado por la ventana y en la prensa nacional fue bautizado como el equilibrista. Entonces, desde Santiago, mandaron a Romero y éste resolvió el crimen en veinticuatro horas (otras ocho de interrogatorio, en donde él no participó, bastaron para que el asesino firmara una confesión que no se apartaba demasiado de la línea de investigación seguida). Los hechos, tal como Romero me los relató posteriormente, sucedieron así: la víctima, Pizarro, tenía tratos de alguna especie con el hijo de la dueña de la pensión, un tal Enrique Martínez Corrales, alias el Enriquito o el Henry, aficionado al hipódromo de Viña del Mar en donde siempre acaban juntándose, según Romero, las gentes de mal vivir o aquellos que tienen la dicha negra, como escribió Víctor Hugo, cuya obra Los miserables es la única «joya universal de la literatura» que Romero confiesa haber leído en su juventud, aunque desgraciadamente con el paso del tiempo ha llegado a olvidarla por completo salvo el suicidio de Javert (sobre Los miserables volveré más adelante); el tal Enriquito, al parecer, estaba cargado de deudas y de alguna manera enredó en sus negocios a Pizarro. Por un tiempo, lo que dura la mala racha de Enriquito, ambos amigos comparten aventuras que son sufragadas a distancia por los padres de la víctima. Pero un día las cosas le empiezan a ir bien al hijo de la dueña de la pensión y da esquinazo a Pizarro. Este se considera estafado. Se pelean, se cruzan amenazas, un mediodía Enriquito va a la pieza de Pizarro armado con una pistola. Su intención es asustarlo, no matarlo, pero en plena representación, cuando Enriquito apunta el cañón a la cabeza de Pizarro, la pistola se dispara accidentalmente. ¿Qué hacer? Es entonces cuando Enriquito, en medio de su peor pesadilla, tiene el único rasgo de ingenio de toda su vida. Sabe que si se va, sin más, las sospechas no tardarán en recaer sobre él. Sabe que si el asesinato de Pizarro es presentado sin ornato las sospechas no tardarán en • recaer sobre él. Necesita, por tanto, revestir el crimen con los ropajes de la maravilla y de lo inverosímil. Cierra la puerta por dentro, coloca la silla reforzando el encierro, pone la pistola en la mano del difunto, asegura las ventanas y cuando cree tener dispuesta una escenografía de suicidio se mete en el ropero y espera. Conoce a su madre y conoce a los demás pensionistas, que en ese momento comen o ven la tele en el living, sabe, confía que derribarán la puerta sin esperar a los carabineros. En efecto, la puerta es forzada y Enriquito, que ni siquiera ha cerrado el ropero, se suma tranquilamente al resto de la pensión que contempla horrorizada el cuerpo de Pizarro. El caso era muy sencillo, dijo Romero, pero me proporcionó una fama inmerecida por la que después pagué caro.

Mayor notoriedad le dio la resolución del secuestro de Las Cármenes, un fundo cercano a Rancagua, pocos meses antes del fin de la democracia. El caso lo protagonizó Cristóbal Sánchez Grande, uno de los empresarios más ricos del país, que desapareció presuntamente a manos de una organización izquierdista que reclamaba para su puesta en libertad una desorbitada cantidad de dinero que debía ser pagada por el gobierno. Durante semanas la policía no supo qué hacer. Romero, al mando de uno de los tres grupos operativos que buscaban a Sánchez Grande, sopesó la posibilidad de que éste se hubiera autosecuestrado. Durante varios días estuvieron siguiendo a un joven de Patria y Libertad hasta que éste, incautamente, los llevó al fundo Las Cármenes. Allí, mientras la mitad de sus hombres rodeaban la casa mayor, Romero dispuso los tres que le quedaban como tiradores y con una pistola en cada mano y acompañado por un detective jovencito llamado Contreras, que era el más valiente de todos, entró a la casa y apresó a Sánchez Grande. En la refriega murieron dos matones de Patria y Libertad que protegían al empresario y Romero y uno de los que cubrían la parte trasera de la casa resultaron heridos. Por esta acción recibió la Medalla al Valor de manos de Allende, la mayor satisfacción profesional de su vida, una vida más llena de amarguras que de alegrías, según sus propias palabras.

Recordaba su nombre, claro. Había sido una celebridad. Solía aparecer en la crónica roja, ¿antes o después de las páginas deportivas?, junto a los nombres de lugares que entonces considerábamos ignominiosos (no sabíamos lo que era la ignominia), una escenografía del crimen en el Tercer Mundo, en los años sesenta y setenta: casas pobres, descampados, quintas de recreo mal iluminadas. Y había recibido la Medalla al Valor de manos de Allende. La medalla la perdí, dijo con tristeza, y ya no tengo ninguna fotografía que lo pruebe, pero me acuerdo como si fuera ayer del día que me la dieron. Todavía parecía policía.

Tras el Golpe estuvo tres años preso y luego se marchó a París, donde vivía haciendo trabajos eventuales. Sobre la naturaleza de estos trabajos nunca me dijo nada, pero en sus primeros años en París había hecho de todo, desde pegar carteles hasta encerar suelos de oficina, una labor que se realiza de noche, cuando los edificios están cerrados y que permite pensar mucho. El misterio de los ' edificios de París. De esa manera llamaba a los edificios de oficinas, cuando es de noche y todos los pisos están oscuros, menos uno, y luego ése también se apaga y se enciende otro, y luego ése se apaga y así sucesivamente. De vez en cuando, si el paseante nocturno o el hombre que trabajaba pegando carteles se quedaba quieto durante mucho rato podía ver a alguien que se asomaba a la ventana de uno de esos edificios vacíos y permanecía allí durante un tiempo, fumando o contemplando la ciudad con los brazos en jarra. Era un hombre o una mujer del servicio nocturno de limpieza.

Romero estaba casado y tenía un hijo y tenía planes para volver a Chile e iniciar una nueva vida.

Cuando le pregunté qué quería (pero ya lo había dejado entrar en mi casa y puesto agua a hervir para tomarnos un té) dijo que andaba tras la pista de Carlos Wieder. Bibiano O'Ryan le había proporcionado mi dirección en Barcelona. ¿Conoce usted a Bibiano? Dijo que no lo conocía. No personalmente. Le escribí una carta, él me contestó, luego hablamos por teléfono. Muy típico de Bibiano, dije yo y traté de pensar cuánto hacía que no lo veía: casi veinte años. Su amigo es una buena persona, dijo Romero, y parece conocer muy bien al señor Wieder, pero cree que usted lo conoce mejor. No es verdad, dije. Hay dinero de por medio, dijo Romero, si me ayuda a encontrarlo. Cuando dijo eso miraba mi casa como si calibrara la cantidad exacta con la que podía comprarme. Pensé que no se atrevería a seguir por ese camino, así que decidí quedarme callado y esperar. Le serví el té. Lo tomaba con leche y pareció disfrutarlo. Sentado a mi mesa parecía mucho más pequeño y flaco de lo que realmente era. Le puedo ofrecer doscientas mil pesetas, dijo. Acepto, ¿pero en qué puedo ayudarle?

En asuntos de poesía, dijo. Wieder era poeta, yo era poeta, él no era poeta, ergo para encontrar a un poeta necesitaba la ayuda de otro poeta.

Le dije que para mí Carlos Wieder era un criminal, no un poeta. Bueno, bueno, dijo Romero, no nos pongamos intolerantes, tal vez para Wieder o para cualquier otro usted no sea poeta o sea un mal poeta y él o ellos sí, todo depende del cristal con que se mira, como decía Lope de Vega, ¿no cree? ¿Doscientas mil al contado, ahora mismo?, dije yo. Doscientas mil pesetas al tiro, dijo con energía, pero acuérdese de que a partir de ahora trabaja para mí y quiero resultados. ¿Cuánto le pagan a usted? Bastante, dijo, la persona que me contrató tiene mucha plata.

Al día siguiente llegó a mi casa con un sobre de cincuenta mil pesetas y una maleta llena de revistas de literatura. El resto se lo daré cuando me giren el dinero, dijo. Le pregunté por qué creía que Carlos Wieder estaba vivo. Romero se sonrió (tenía una sonrisa de comadreja, de ratón de campo) y dijo que era su cliente el que creía que estaba vivo. ¿Y qué le hace pensar que se encuentra en Europa y no en América o en Australia? Me he hecho una composición del hombre, dijo. Después me invitó a comer a un restaurante de la calle Tallers, donde yo vivía (él se había alojado en una pensión discreta y decente de la calle Hospital, a pocos pasos de mi casa) y la conversación versó sobre sus años en Chile, sobre el país que ambos recordábamos, sobre la policía chilena que Romero (para mi estupor) colocaba entre las mejores del mundo. Es usted un fanático y un patriotero, le dije mientras tomábamos los postres. Le aseguro que no, dijo, en mis tiempos de la Brigada no hubo asesinato que quedara sin resolver. Y los cabros que entraban en Investigaciones eran gente de lo más preparada, con las humanidades terminadas con buenas notas y después tres años de academia con excelentes profesores. Recuerdo que el criminólogo González Zavala, el doctor González Zavala que en paz descanse, decía que las dos mejores policías del mundo, al menos en lo que respecta al Departamento de Homicidios, eran la inglesa y la chilena. Le dije que no me hiciera reír.

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