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Salimos a las cuatro de la tarde, después de comer y bebemos dos botellas de vino. Vino español y conversado, dijo Romero, mejor que el francés. Le pregunté si tenía algo contra los franceses. La cara pareció ensombrecérsele y dijo que quería irse, sólo eso, ya son demasiados años.

Nos tomamos un café en el bar Céntrico hablando de Los miserables. Romero consideraba a Jean Valjean que luego se convirtió en Madeleine y luego en Fauchelevent como un personaje ordinario, encontrable en las abigarradas ciudades latinoamericanas. Javert, por el contrario, le parecía excepcional. Ese hombre, me dijo, es como una sesión de psicoanálisis. No me costó comprender que Romero nunca se había psicoanalizado, aunque para él tal actividad estaba adornada con todo el prestigio del mundo. Javert, el policía de Víctor Hugo, a quien compadecía y admiraba, era para él en esa medida como un lujo, una «comodidad que sólo de vez en cuando podemos gozar». Le pregunté si había visto la película, una francesa, muy antigua. No, dijo; sé que hay un musical que dan en Londres, pero ése tampoco lo he visto, debe ser como La Pérgola de las Flores. No recordaba, como ya he dicho, nada de la novela, pero sí que Javert se suicida. Yo tenía mis dudas. Tal vez en la película no lo hiciera. (Al evocarla sólo acuden a mi memoria dos imágenes: las barricadas de 1832 con su trasiego de estudiantes revolucionarios y gamines, y la figura de Javert tras ser salvado por Valjean, de pie en la boca de una alcantarilla, con la mirada perdida en el horizonte y el ruido como de cataratas, en verdad majestuoso, de las aguas fecales que caen al Sena. Aunque lo más probable es que confunda o mezcle películas.) Hoy en día, dijo Romero paladeando las últimas gotas de un carajillo, al menos en las películas norteamericanas, los policías sólo se divorcian. Javert, en cambio, se suicida. ¿Nota la diferencia?

Luego subió conmigo los cinco pisos hasta mi casa, abrió la maleta y puso las revistas sobre la mesa. Lea con calma, dijo, yo mientras tanto voy a hacer un poco de turismo. ¿Qué museos me recomienda? Recuerdo que le indiqué vagamente cómo llegar al Museo Picasso y de ahí a la Sagrada Familia y después Romero se marchó.

Pasaron tres días hasta que lo volví a ver.

Las revistas que me dejó eran todas europeas. De España, de Francia, de Portugal, de Italia, de Inglaterra, de Suiza, de Alemania. Incluso había una de Polonia, dos de Rumania y una de Rusia. La mayoría eran fanzines de escaso tiraje. Los métodos de impresión, salvo algunas francesas, alemanas e italianas que se veían profesionales y con un sólido soporte financiero, iban desde las fotocopiadas hasta las ciclostiladas (una de las rumanas) y el resultado saltaba a la vista, la calidad defectuosa, el papel barato, el diseño deficiente hablaban de una literatura de albañal. Las hojeé todas. Según Romero, en alguna de ellas debía de haber una colaboración de Wieder, bajo otro nombre, por supuesto. No eran revistas literarias de derechas al uso: cuatro de ellas las sacaban grupos de skinheads, dos eran órganos irregulares de hinchas de fútbol, al menos siete dedicaban más de la mitad de sus páginas a la ciencia-ficción, tres eran de clubes de wargames, cuatro se dedicaban al ocultismo (dos italianas y dos francesas) y entre éstas, una (italiana), abiertamente a la adoración del diablo, por lo menos quince eran abiertamente nazis, unas seis podían adscribirse a la corriente seudo histórica del «revisionismo» (tres francesas, dos italianas y una suiza en lengua francesa), una, la rusa, era una mezcla caótica de todo lo anterior, al menos a esa conclusión llegué por las caricaturas (numerosísimas, como si de repente sus potenciales lectores rusos se hubieran vuelto analfabetos, pero providencial para mí que no sé ruso), casi todas eran racistas y antisemitas. Al segundo día de lecturas comencé a interesarme de verdad. Vivía solo, no tenía dinero, mi salud dejaba bastante que desear, hacía mucho que no publicaba en ninguna parte, últimamente ya ni siquiera escribía. Mi destino me parecía miserable. Creo que había empezado a acostumbrarme a la autocompasión. Las revistas de Romero, todas juntas sobre mi mesa (decidí comer de pie en la cocina para no moverlas), en montoncitos según la nacionalidad, las fechas de publicación, la tendencia política o el género literario en el que se movían, obraron en mí con el efecto de un antídoto. Al segundo día de lecturas me sentí mal físicamente pero no tardé en descubrir que el malestar se debía a mi falta de sueño y mala alimentación, así que decidí bajar a la calle, comprar un bocadillo de queso y luego dormir. Cuando desperté, seis horas después, estaba fresco y descansado y con ganas de seguir leyendo o releyendo (o adivinando, según fuera el idioma de la revista), cada vez más involucrado en la historia de Wieder, que era la historia de algo más, aunque entonces no sabía de qué. Una noche incluso tuve un sueño al respecto. Soñé que iba en un gran barco de madera, un galeón tal vez, y que atravesábamos el Gran Océano. Yo estaba en una fiesta en la cubierta de popa y escribía un poema o tal vez la página de un diario mientras miraba el mar. Entonces alguien, un viejo, se ponía a gritar ¡tornado!, ¡tornado!, pero no a bordo del galeón sino a bordo de un yate o de pie en una escollera. Exactamente igual que en una escena de El bebé de Rosemary, de Polansky. En ese instante el galeón comenzaba a hundirse y todos los sobrevivientes nos convertíamos en náufragos. En el mar, flotando agarrado a un tonel de aguardiente, veía a Carlos Wieder. Yo flotaba agarrado a un palo de madera podrida. Comprendía en ese momento, mientras las olas nos alejaban, que Wieder y yo habíamos viajado en el mismo barco, sólo que él había contribuido a hundirlo y yo había hecho poco o nada por evitarlo. Así que cuando volvió Romero, al cabo de tres días, lo recibí casi como a un amigo.

No había ido al Museo Picasso ni a la Sagrada Familia, pero había visitado el museo del Camp Nou y el nuevo Zoológico Acuático. En mi vida, me dijo, había visto un tiburón tan de cerca, algo impresionante, se lo prometo. Cuando le pregunté su opinión sobre el Camp Nou respondió que él siempre fue de la idea de que aquel estadio era el mejor de Europa. Lástima que el Barcelona perdiera el año pasado con el Paris Saint-Germain. No me va a decir, Romero, que es usted culé. No conocía la palabra. Se la expliqué y le pareció divertida. Durante un rato estuvo como ausente. Soy culé provisional, dijo. En Europa me gusta el Barcelona, pero en el fondo de mi corazón soy del Colo-Colo. Qué le vamos a hacer, añadió con tristeza y orgullo.

Esa tarde, después de comer juntos en una tasca de la Barceloneta, me preguntó si había leído las revistas. Estoy en ello, le dije. Al día siguiente apareció con una televisión y un vídeo. Son para usted, haga de cuenta que es un regalo de mi cliente. No veo tele, dije. Pues hace mal, no sabe la cantidad de cosas interesantes que se está perdiendo. Odio los concursos, dije. Algunos son muy interesantes, dijo Romero. Son gente sencilla, autodidactas enfrentados contra todo el mundo. Recordé que Wieder era o pretendía ser, en sus lejanos tiempos de Concepción, un autodidacta. Yo leo libros, Romero, dije, y ahora revistas, y a veces escribo. Ya se ve, dijo Romero. Y añadió de inmediato: no se lo tome a mal, siempre he respetado a los curas y a los escritores que no poseen nada. Me acuerdo de una película de Paul Newman, dijo, era un escritor y le daban el Premio Nobel y el hombre confesaba que durante todos esos años se había ganado la vida escribiendo bajo seudónimo novelas policiales. Respeto a esa clase de escritores, dijo. Pocos habrá conocido, dije con sorna. Romero no lo advirtió. Usted es el primero, dijo. Luego me explicó que no era conveniente instalar la tele en la pensión donde vivía y que era necesario que yo viera tres vídeos que había traído. Creo que me reí de puro miedo. Dije: no me diga que tiene a Wieder allí. En las tres películas, sí señor, dijo Romero.

Instalamos la tele, y antes de enchufar el vídeo Romero intentó ver si podía captar algún canal, pero fue imposible. Va a tener que comprarse una antena, dijo. Después puso la primera cinta de vídeo. No me levanté de mi puesto en la mesa, junto a las revistas. Romero se sentó en el único sillón que había en la sala.

Eran películas pornográficas de bajo presupuesto. A la mitad de la primera (Romero había subido una botella de whisky y veía la película tomando pequeños sorbitos) le confesé que yo era incapaz de ver tres películas porno seguidas. Romero esperó hasta el final y luego apagó el vídeo. Véalas esta noche, usted solo, sin prisas, dijo mientras guardaba la botella de whisky en un rincón de la cocina. ¿Tengo que reconocer a Wieder entre los actores?, pregunté antes de que se marchara. Romero sonrió enigmáticamente. Lo importante son las revistas, las películas son idea mía, trabajo rutinario.

Esa noche vi las dos películas que me faltaban y luego volví a ver la primera y después volví a ver las otras dos. Wieder no aparecía por ninguna parte. Tampoco Romero volvió a aparecer al día siguiente. Pensé que lo de las películas era una broma de Romero. La presencia de Wieder entre las paredes de mi casa, no obstante, se hacía cada vez más fuerte, como si de alguna manera las películas lo estuvieran conjurando. No hay que hacer teatro, me dijo Romero en una ocasión. Pero yo sentía que mi vida entera se estaba yendo a la mierda.

Cuando Romero volvió lucía un traje nuevo, recién comprado, y a mí me había traído un regalo. Deseé fervientemente que no fuera una prenda de vestir. Abrí el paquete: era una novela de García Márquez -que ya había leído, aunque no se lo dije- y un par de zapatos. Pruébeselos, dijo, espero que el número le vaya bien, los zapatos españoles son muy apreciados en Francia. Con sorpresa advertí que los zapatos me iban a la perfección.

Explíqueme el enigma de las películas pornográficas, dije. ¿No notó nada raro, fuera de lo normal, algo que le llamara la atención?, preguntó Romero. Por su expresión me di cuenta que las películas, las revistas, todo, excepto tal vez su proyectado regreso familiar a Chile, le importaba un carajo. Lo único reseñable es que cada día estoy más obsesionado con el cabrón de Wieder, dije. ¿Y eso es bueno o es malo? No bromee, Romero, dije. Bueno, le voy a contar una historia, dijo Romero, el teniente está en todas esas películas, sólo que detrás de la cámara. ¿Wieder es el director de esas películas? No, dijo Romero, es el fotógrafo.

Después me explicó la historia de un grupo que hacía cine porno en una villa del Golfo de Tarento. Una mañana, de esto haría un par de años, aparecieron todos muertos. En total, seis personas, tres actrices, dos actores y el cámara. Se sospechó del director y productor y se le detuvo. También detuvieron al dueño de la villa, un abogado de Corigliano relacionado con el hard-core criminal, es decir con las películas porno con crímenes no simulados. Todos tenían coartada y se les dejó en libertad. Al cabo de un tiempo el caso se archivó. ¿En dónde entraba Carlos Wieder en este asunto? Había otro cámara. Un tal R. P. English. Y a éste la policía italiana no lo pudo localizar nunca.

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