No volví a ver a Romero hasta dos meses más tarde.
Cuando regresó a Barcelona estaba más flaco. Tengo localizado a Jules Defoe, dijo. Ha estado todo el tiempo aquí al lado, junto a nosotros, dijo. ¿Parece mentira, verdad? La sonrisa de Romero me asustó.
Estaba más flaco y parecía un perro. Vamonos, ordenó la misma tarde de su regreso. Dejó su maleta en mi casa y antes de salir se aseguró de que cerrara la puerta con llave. No esperaba que todo fuera tan rápido, alcancé a decir. Romero me miró desde el pasillo y dijo prepárese, tenemos que hacer un pequeño viaje, ya le contaré todo por el camino. ¿Lo hemos encontrado de verdad?, dije. No sé por qué empleé el plural. Hemos encontrado a Jules Defoe, dijo y movió la cabeza en un gesto ambiguo que podía significar muchas cosas. Lo seguí como un sonámbulo.
Creo que hacía meses, tal vez años, que no salía de Barcelona y la estación de Plaza Cataluña (a pocos metros de mi casa) me pareció totalmente desconocida, luminosa, llena de nuevos artilugios cuya utilidad se me escapaba. Hubiera sido incapaz de desenvolverme por mí mismo con la prestancia y rapidez con que lo hacía Romero y éste se dio cuenta o calculó de antemano mi previsible torpeza de viajero y se encargó de franquearme el paso a través de las máquinas que vedaban el acceso a los andenes. Después, tras esperar unos minutos en silencio, tomamos un tren de cercanías y bordeamos el Maresme hasta el principio de la Costa Brava, Blanes, pasado el río Tordera. Mientras salíamos de Barcelona le pregunté quién era el que pagaba. Un compatriota, dijo Romero. Atravesamos dos estaciones de metro y luego salimos a los suburbios. De pronto apareció el mar. Un sol débil iluminaba las playas que se iban sucediendo como cuentas de un collar sin cuello, suspendido en el vacío. ¿Un compatriota? ¿Y qué interés tiene en todo esto? Eso es mejor que usted no lo sepa, dijo Romero, pero figúrese. ¿Paga mucho? (Si paga mucho, pensé, es que el resultado final de esta investigación sólo puede ser uno.) Bastante, es un compatriota que se ha hecho rico en los últimos años, suspiró, pero no en el extranjero, en Chile mismo, fíjese lo que es la vida, parece que en Chile hay bastante gente que se está haciendo rica. Eso he oído, dije con un tono que pretendió ser sarcástico pero que sólo fue triste. ¿Y qué va a hacer usted con el dinero, sigue pensando en volver? Sí, voy a volver, dijo Romero. Al cabo de un rato añadió: tengo un plan, un negocio que no puede fallar, lo he estudiado en París y no puede fallar. ¿Y qué plan es ése?, pregunté. Un negocio, dijo. Voy a poner mi propio negocio. Me quedé callado. Todos volvían con la idea del negocio. Por la ventana del tren vi una casa de una gran belleza, de arquitectura modernista, con una alta palmera en el jardín.
Me haré empresario de pompas fúnebres, dijo Romero, empezaré con algo chiquitito pero tengo confianza en progresar. Creí que bromeaba. No me joda, dije. Se lo digo en serio: el secreto está en proporcionar a la gente de pocos recursos un funeral digno, incluso diría con cierta elegancia (en eso los franceses, créame, son los número uno), un entierro de burgueses para la pequeña burguesía y un entierro de pequeños burgueses para el proletariado, ahí está el secreto de todo, no sólo de las empresas de pompas fúnebres, ¡de la vida en general! Tratar bien a los deudos, dijo después, hacerles notar la cordialidad, la clase, la superioridad moral de cualquier fiambre. Al principio, dijo cuando el tren dejó atrás Badalona y yo empecé a pensar que lo que íbamos a hacer era de verdad, era inexorable, me bastará con tres piezas bien arregladas, una para oficina y también para retocar al difunto, otra como velatorio y la última como sala de espera, con sillas y ceniceros. Lo ideal sería alquilar una casita de dos pisos cerca del centro, los altos para vivienda y los bajos para la funeraria. El negocio sería familiar, mi señora y mi hijo me pueden echar una mano (aunque en lo que respecta a mi hijo no estoy tan seguro), pero también sería conveniente contratar a una secretaria, joven y discreta, aparte de buena trabajadora, ya sabe usted lo que se agradece durante un velorio o en el entierro mismo la cercanía física de la juventud. Por supuesto, cada dos por tres el empresario tiene que salir (o en su ausencia cualquier ayudante) a ofrecer pisco o cualquier otra bebida a los familiares y amigos del difunto. Esto se tiene que hacer con simpatía y con delicadeza. Sin fingir que el muerto es pariente de uno, pero haciendo patente que el trámite no es ajeno a la propia experiencia. Hay que hablar a media voz, hay que evitar los acaloramientos, hay que dar la mano y con la izquierda estrechar el codo, hay que saber a quién abrazar y en qué momento, hay que terciar en las discusiones, ya sean de política, de fútbol, de la vida en general o de los siete pecados capitales, pero sin tomar partido, como un buen juez jubilado. En los ataúdes la ganancia puede llegar a ser del trescientos por ciento. Tengo un compadre en Santiago de los tiempos de la Brigada que se dedica a hacer sillas. Le hablé el otro día por teléfono del asunto y dijo que de las sillas a los ataúdes hay un solo paso. Con una furgoneta negra me puedo arreglar el primer año. El trabajo, no le quepa duda, más que sudor exige don de gentes. Y si uno ha vivido tantos años en el extranjero y tiene cosas para contar… En Chile se mueren por cuestiones así.
Pero yo ya no oía a Romero. Pensaba en Bibiano O'Ryan, en la Gorda Posadas, en el mar que tenía delante de mis narices. Por un instante me imaginé a la Gorda trabajando en un hospital de Concepción, casada, razonablemente feliz. Había sido, contra su voluntad, la confidente del diablo, pero estaba viva. Incluso la imaginé con hijos y convertida en una lectora prudente y equilibrada. Luego vi a Bibiano O'Ryan, que se quedó en Chile y que siguió los pasos de Wieder, lo vi trabajando en la zapatería, probándole zapatos de tacón a dubitativas mujeres de mediana edad o a niños inermes, con el calzador en una mano y una caja de pobres zapatos Bata en la otra, sonriendo pero con la mente en otra parte, hasta los treintaitrés años, como Jesucristo, ni más ni menos, y luego lo vi publicando libros de éxito y firmando ejemplares en la Feria del Libro de Santiago (que no sé si existe) y pasando temporadas como profesor invitado en universidades norteamericanas, disertando en un arranque de frivolidad acerca de la nueva poesía chilena o de la poesía chilena actual (frivolidad puesto que lo serio era hablar de novela) y citándome, si bien entre los últimos de la lista, por pura lealtad o por pura piedad: un poeta raro, perdido en las fábricas de Europa…; lo vi, digo, avanzando como un sherpa hacia la cúspide de su carrera, cada vez más respetado, cada vez más conocido y cada vez con más dinero, en la disposición ideal de ajustar definitivamente las cuentas con el pasado. No sé si fue un ataque de melancolía, de nostalgia o de sana envidia (que en Chile, por lo demás, es sinónimo de la envidia más cruel) pero por un momento pensé que tras Romero podía hallarse Bibiano. Se lo dije. Su amigo no me ha contratado, dijo Romero, no tendría dinero ni para que yo pudiera empezar. Mi cliente, bajó la voz hasta darle un tono confidencial que sin embargo sonaba a falso, tiene dinero de verdad, ¿entiende? Sí, dije, qué triste es la literatura. Romero se sonrió. Mire el mar, dijo, mire el campo, qué bonitos. Miré por la ventana, a un lado el mar parecía una balsa de aceite, al otro, en los huertos del Maresme, se afanaban unos negros.
El tren se detuvo en Blanes. Romero dijo algo que no entendí y nos bajamos. Sentía las piernas como acalambradas. Fuera de la estación, en una plazoleta cuadrada pero que parecía redonda, estaban estacionados un autobús rojo y un autobús amarillo. Romero compró chicles y al observar mi semblante demacrado, supongo que para animarme, me preguntó en cuál de los dos autobuses creía que nos subiríamos. En el rojo, dije. Exacto, dijo Romero.
El autobús nos dejó en Lloret. Estábamos a la mitad de una primavera seca y no se veían muchos turistas. Tomamos una calle de bajada y luego subimos por dos calles empinadas hasta un barrio de apartamentos veraniegos, la mayoría desocupados. El silencio era extraño: se oían, distantes, ruidos de animales, como si estuviéramos al lado de un potrero o de una granja. En uno de aquellos edificios desangelados vivía Carlos Wieder.
¿Cómo he llegado hasta aquí?, pensé. ¿Cuántas calles he tenido que caminar para llegar hasta esta calle?
En el tren le pregunté a Romero si le costó mucho encontrar a Delorme. Dijo que no, que había sido sencillo. Todavía trabajaba en París, de portero, y para él todas las visitas eran una fuente de publicidad. Me hice pasar por periodista, dijo Romero. ¿Y se lo creyó? Claro que se lo creyó. Le dije que iba a publicar en un periódico de Colombia toda la historia de los escritores bárbaros. Delorme estuvo en Lloret el verano pasado, dijo. De hecho el piso que ocupa Defoe pertenece a uno de los escritores de su movimiento. Pobre Defoe, dije. Romero me miró como si acabara de decir una tontería. A mí esa gente no me da pena, dijo. Ahora el edificio estaba allí: era alto, ancho, vulgar, la construcción clásica de los años del crecimiento turístico, con balcones vacíos y una fachada anónima y descuidada. Allí seguramente no vivía nadie, concluí, náufragos del anterior verano y poco más. Insistí en saber la suerte que iba a correr Wieder. Romero no me contestó. No quiero que haya sangre, mascullé, como si alguien me pudiera escuchar aunque éramos las dos únicas personas que transitaban por la calle. En ese momento evitaba mirar a Romero y al edificio de Wieder y me sentía corno dentro de una pesadilla recurrente. Cuando despierte, pensé, mi madre me preparará un sandwich de mortadela y me iré al Liceo. Pero no iba a despertar. Aquí vive, dijo Romero. El edificio, el barrio entero estaba vacío, a la espera del comienzo de la próxima temporada turística. Por un instante creí que íbamos a entrar e hice el ademán de detenerme, de cruzar el zaguán de la casa de Wieder. Siga caminando, dijo Romero. Su voz sonó tranquila, como la de un hombre que sabe que la vida siempre acaba mal y que no vale la pena exaltarse. Sentí que su mano rozaba mi codo. Siga derecho, dijo, sin mirar atrás. Supongo que debíamos componer una extraña pareja.
El edificio semejaba un pájaro fosilizado. Por un momento tuve la sensación que desde todas las ventanas me miraban los ojos de Carlos Wieder. Estoy cada vez más nervioso, le dije a Romero, ¿se me nota mucho? No, mi amigo, dijo Romero, está usted portándose muy bien. Romero estaba tranquilo y eso contribuyó a serenarme. Nos detuvimos, unas cuantas calles más allá, a la entrada de un bar. Parecía el único establecimiento abierto del barrio. El bar tenía nombre andaluz y en su interior se intentaba reproducir con más melancolía que efectividad el ambiente típico de una taberna sevillana. Romero me acompañó hasta la puerta. Miró su reloj. Dentro de un rato, no sé cuánto, él vendrá a tomarse un café. ¿Y si no aparece? Viene todos los días, dijo Romero, eso es seguro y hoy vendrá. ¿Pero y si hoy falla? Pues entonces lo volveremos a repetir mañana, dijo Romero, pero vendrá, no le quepa duda. Asentí con la cabeza. Mírelo con cuidado y después me dice. Siéntese y no se mueva. Va a ser difícil que no me mueva, dije. Inténtelo. Le sonreí: sólo bromeaba, dije. Deben ser los nervios, dijo Romero.