Estos dos juegos que nunca vieron la luz obsesionaron por un tiempo a Bibiano O'Ryan. Antes de que dejara de escribirme me informó que se había puesto en contacto con la mayor ludoteca privada de los Estados Unidos por si los juegos se habían comercializado allí. A vuelta de correo recibió un catálogo de treinta páginas con todos los juegos publicados en los Estados Unidos en los últimos cinco años y cuyo género fuera el wargame, No lo halló. Sobre el juego de detectives en Mega-Santiago, que entraba en una clasificación más amplia y al mismo tiempo más vaga, no le dijeron una palabra. Las pesquisas de Bibiano en los Estados Unidos, por otra parte, no se redujeron al mundo de los juegos. Supe por un amigo (aunque no sé si la historia es cierta) que Bibiano contactó con un coleccionista de rarezas literarias, por llamarlo de alguna manera, de la Philip K. Dick Society, de Glen Ellen, California. Bibiano, según parece; le contó a este coleccionista corresponsal suyo, un tipo especializado en los «mensajes secretos de la literatura, la pintura, el teatro y el cine», la historia de Carlos Wieder y el norteamericano pensó que un espécimen de esa calaña tenía que recalar tarde o temprano en los Estados Unidos. El tipo se llamaba Graham Greenwood y creía, a la manera norteamericana, decidida y militante, en la existencia del mal, el mal absoluto. En su particular teología el infierno era un entramado o una cadena de casualidades. Explicaba los asesinatos en serie como una «explosión del azar». Explicaba las muertes de los inocentes (todo aquello que nuestra mente se negaba a aceptar) como el lenguaje de ese azar liberado. La casa del diablo, decía, era la Ventura, la Suerte. Aparecía en programas de televisión comarcales, en pequeñas emisoras de radio da la Costa Oeste o de los estados de Nuevo México, Arizona y Texas propagando su visión del crimen. Para luchar contra el mal recomendaba el aprendizaje de la lectura, una lectura que comprendía los números, los colores, las señales y la disposición de los objetos minúsculos, los programas televisivos nocturnos o matutinos, las películas olvidadas. No creía, sin embargo, en la venganza: estaba en contra de la pena de muerte y a favor de una reforma radical de las cárceles. Siempre iba armado y defendía el derecho de los ciudadanos a portar armas, único medio de prevenir una fascistización del Estado. No circunscribía la lucha contra el mal a los ámbitos del planeta Tierra, que en su cosmología se asemejaba en ocasiones a una colonia penal: en algunos lugares fuera de la Tierra, decía, hay zonas liberadas en donde el azar no penetra y en donde la única fuente de dolor es la memoria; sus habitantes son llamados ángeles, sus ejércitos legiones. De una manera menos literaria pero más radical que Bibiano, se pasaba la vida metiendo la nariz en cuanto mundo bizarro del que tuviera noticia. Sus amistades eran variadas: detectives, militantes por los derechos de las minorías, feministas exiliadas en moteles del Oeste, productores y directores de cine que nunca harían una película y que vivían una vida tan impetuosa y solitaria como la suya. Los miembros de la Philip K. Dick Society, gente, aunque entusiasta, por lo común discreta, lo veían como un loco, pero un loco inofensivo y buena persona, además de ser un estudioso notable de las obras de Dick. Durante un tiempo, pues, Graham Greenwood estuvo esperando, se mantuvo alerta a las señales que pudiera dejar Wieder en su paso por los Estados Unidos, pero sin éxito.
Las señales que deja en la antología móvil de la poesía chilena, por otra parte, son cada vez más tenues. Una poesía firmada con el seudónimo de El Piloto, publicada en una revista de existencia efímera y que a primera vista parece un plagio descarado de un poema de Octavio Paz. Otra poesía, más extensa, aparecida en una revista argentina de cierto prestigio, sobre una vieja empleada indígena que huye aterrorizada de una casa, de la mirada de un poeta, de una nueva forma de amar y que según Bibiano, incansable en sus interpretaciones, se refiere a Amalia Maluenda, la empleada mapuche de las hermanas Garmendia que desapareció la noche de su secuestro y que algunos colaboradores de la Iglesia Católica, que investiga las desapariciones, juran haber visto en las cercanías de Mulchén o de Santa Bárbara, viviendo en ranchos de los faldeos cordilleranos, protegida por sus sobrinos y con el firme propósito de no hablar jamás con ningún chileno. El poema (Bibiano me envió una fotocopia) es curioso, pero no prueba nada, incluso es posible que Wieder no lo escribiera.
Todo lleva a pensar que ha renunciado a la literatura.
Su obra, no obstante, perdura, a la desesperada (tal como a él quizás le hubiera gustado), pero perdura. Algunos jóvenes lo leen, lo reinventan, lo siguen, ¿pero cómo seguir a quien no se mueve, a quien trata, al parecer con éxito, de volverse invisible?
Finalmente Wieder abandona Chile, abandona las revistas minoritarias en donde bajo sus iniciales o bajo alias inverosímiles habían ido saliendo sus últimas creaciones, trabajos hechos a desgana, imitaciones cuyo sentido escapa al lector, y desaparece, aunque su ausencia física (de hecho, siempre ha sido una figura ausente) no pone fin a las especulaciones, a las lecturas encontradas y apasionadas que su obra suscita.
En 1986, en el círculo que se reunía alrededor de las cenizas del fallecido crítico Ibacache, trasciende la existencia de una carta (y la noticia no tarda en hacerse pública) presuntamente enviada por un amigo de Wieder en donde se comunica la muerte de éste. En la carta se habla confusamente de albaceas literarios, pero los del círculo de Ibacache, interesados en mantener bien limpio su nombre y el nombre de su maestro, se cierran en redondo y prefieren no contestar. Según Bibiano, la noticia es falsa, probablemente inventada por los mismos seguidores del difunto crítico que, a semejanza de su maestro, ya chochean.
Poco tiempo después, no obstante, aparece un libro póstumo de Ibacache titulado Las lecturas de mis lecturas en donde se cita a Wieder. El libro, un muestrario y un anecdotario posiblemente apócrifo y pretendidamente ligero, amable, se afana en consignar las lecturas claves de los autores a quienes Ibacache ha glosado con fervor o complacencia a través de su dilatado periplo de crítico. Así, se comentan las lecturas -y la biblioteca- de Huidobro (sorprendentes), de Neruda (previsibles), de Nicanor Parra (¡Wittgenstein y la poesía popular chilena!, probablemente una broma de Parra al crédulo Ibacache o una broma de Ibacache a sus lectores futuros), de Rosamel del Valle, de Díaz Casanueva, y otros más en donde se echa a faltar la presencia de Enrique Lihn, enemigo jurado del anticuario apologista. Entre los jóvenes el más joven es Wieder (lo que demuestra la fe que Ibacache había depositado en éste) y es en el apartado de sus lecturas en donde la prosa de Ibacache, por lo común llena de fiorituras o generalidades, las típicas del reseñista de periódico un poco redicho que en el fondo siempre fue, se retrae, abandona poco a poco (¡pero sin pausa alguna!) el tono festivo-familiar con que despacha al resto de sus ídolos, amigos o secuaces. Ibacache, en la soledad de su estudio, intenta fijar la imagen de Wieder. Intenta comprender, en un tour de forcé de su memoria, la voz, el espíritu de Wieder, su rostro entrevisto en una larga noche de charla telefónica, pero fracasa, y el fracaso además es estrepitoso y se hace notar en sus apuntes, en su prosa que de pizpireta pasa a doctoral (algo común en los articulistas latinoamericanos) y de doctoral a melancólica, perpleja. Las lecturas que Ibacache le achaca a Wieder son variadas y posiblemente obedecen más a la arbitrariedad del crítico, a su descolocamiento, que a la realidad: Heráclito, Empédocles, Esquilo, Eurípides, Simónides, Anacreonte, Calimaco, Honesto de Corinto. Se permite una chanza a costa de Wieder apuntando que las dos antologías de cabecera de éste eran la Antología Palatina y la Antología de la poesía chilena (aunque tal vez, bien mirado, no sea una broma). Subraya que Wieder -ese Wieder cuya voz al otro lado del hilo telefónico sonaba como la lluvia, como la intemperie, y esto viniendo de un anticuario hay que tomarlo al pie de la letra- conoce el Diálogo de un desesperado con su alma y asimismo ha leído cuidadosamente Lástima que sea una puta, de John Ford, cuyas obras completas, incluidas las escritas en colaboración, ha anotado con minuciosidad. (Según Bibiano, descreído por naturaleza, lo más probable era que Wieder sólo hubiera visto la película italiana basada en la pieza de Ford, que en Latinoamérica se estrenó por el año 1973, y cuyo mayor y tal vez único mérito sea la presencia de una joven y turbadora Charlotte Rampling.)
El fragmento referido a las lecturas «del prometedor poeta Carlos Wieder» se interrumpe de pronto, como si Ibacache se diera repentina cuenta de que está caminando en el vacío.
Pero aún hay más: en un artículo sobre cementerios marinos del litoral Pacífico, texto empalagoso y dicharachero rescatado en un volumen titulado Aguafuertes y acuarelas, Ibacache, sin que venga a cuento, entre un cementerio cercano a Las Ventanas y otro en las proximidades de Valparaíso, describe un anochecer en un pueblo sin nombre, una plaza vacía donde tiemblan sombras alargadas y vacilantes, y una silueta, la de un hombre joven, con gabardina oscura y alrededor del cuello una bufanda o chalina que vela en parte su rostro. Ibacache y el desconocido hablan, pero entre ambos media una franja, un rectángulo de luz proveniente de una farola, que ninguno de los dos se anima a cruzar. Sus voces, pese a la distancia que los separa, son nítidas. El desconocido, por momentos, emplea un argot violento que contrasta con su voz bien timbrada, pero en general ambos contertulios se expresan en términos correctos. El encuentro, que requiere una intimidad absoluta, concluye con la aparición en la plaza nocturna de una pareja de enamorados seguida por un perro. La interrupción, que dura lo que dura un suspiro o un parpadeo, deja a Ibacache solo, apoyado en su bastón, meditando en la extrañeza y en el destino. El encuentro, a efectos prácticos, también pudo concluir con la aparición de una pareja de carabineros. Entre la vegetación descuidada de la plaza, entre sus sombras, el desconocido se desvanece. ¿Ha sido Wieder? ¿Ha sido una ensoñación del crítico? Quién sabe.
Los años y las noticias adversas o la falta de noticias, contra lo que suele suceder, afirman la estatura mítica de Wieder, fortalecen sus pretendidas propuestas. Algunos entusiastas salen al mundo dispuestos a encontrarlo y, si no a traerlo de vuelta a Chile, al menos a hacerse una foto con él. Todo es en vano. La pista de Wieder se pierde en Sudáfrica, en Alemania, en Italia… Tras un largo peregrinaje, que otros llamarían viaje turístico de uno, dos y tres meses, los jóvenes que han ido en su busca regresan derrotados y sin fondos.