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Le dije que era el padre que todos quisieran haber tenido.

– Bueno -dijo él-, tengo alguna experiencia en ese terreno…

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La última vez que vio Morrie a su padre fue en un depósito de cadáveres municipal. Charlie Schwartz era un hombre callado al que le gustaba leer el periódico, solo, a la luz de una farola de la avenida Tremont, en el Bronx. Cuando Morrie era pequeño, Charlie salía a dar un paseo todas las noches, después de la cena. Era un ruso pequeño, de tez rojiza y con una buena mata de pelo gris. Morrie y su hermano David se asomaban a la ventana y lo veían apoyado en la farola, y Morrie deseaba que entrase en casa a hablar con ellos, pero rara vez lo hacía. Tampoco los arropaba en la cama ni les daba las buenas noches con un beso.

Morrie juraba siempre que haría aquellas cosas con sus hijos si alguna vez los tenía. Y, años después, cuando los tuvo, las hizo.

Mientras tanto, mientras Morrie criaba a sus hijos, Charlie seguía viviendo en el Bronx. Seguía dándose su paseo. Seguía leyendo el periódico. Una noche, salió a la calle después de cenar. A pocas manzanas de su casa, lo asaltaron dos atracadores.

– Danos el dinero -dijo uno, sacando una pistola.

Charlie, asustado, tiró la cartera y echó a correr. Corrió por las calles, y no dejó de correr hasta que llegó a la escalera de acceso a la casa de un pariente suyo, en cuyo porche se derrumbó.

Tenía un ataque al corazón.

Murió aquella noche.

Llamaron a Morrie para que identificara el cadáver. Viajó a Nueva York en avión y fue al depósito de cadáveres. Lo llevaron al sótano, a la sala refrigerada donde se guardaban los cadáveres.

– ¿Es éste su padre? -le preguntó el empleado.

Morrie contempló el cadáver que estaba tras el vidrio, el cuerpo del hombre que le había reñido, lo había moldeado y le había enseñado a trabajar, que había guardado silencio cuando Morrie quería que hablase, que había dicho a Morrie que se tragase los recuerdos de su madre cuando él quería compartirlos con el mundo.

Asintió con la cabeza y se marchó. Como contaría más tarde, el horror de la sala le absorbió todas sus demás funciones. No lloró hasta varios días más tarde.

Con todo, la muerte de su padre ayudó a Morrie a prepararse para la suya propia. Sabía una cosa: habría muchos abrazos, besos, conversaciones y risas, y no quedaría ningún adiós por decir; tendría todas las cosas que había echado de menos con su padre y con su madre.

Morrie quería estar rodeado de sus seres queridos, conscientes de lo que le estaba pasando, cuando llegase el último momento. Nadie se enteraría por una llamada de teléfono, ni por un telegrama, ni tendría que asomarse a una ventanilla de vidrio en un sótano frío y desconocido.

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En la selva tropical de América del Sur hay una tribu llamada desana cuyos miembros consideran que en el mundo hay una cantidad fija de energía que fluye entre todas las criaturas. Por lo tanto, todo nacimiento debe engendrar una muerte, y toda muerte produce un nuevo nacimiento. Así se conserva completa la energía del mundo.

Cuando los desanas van de caza para conseguir alimentos, saben que los animales que maten dejarán un vacío en el pozo espiritual. Pero creen que ese vacío se llenará con las almas de los cazadores desanas cuando mueran. Si no murieran hombres, no nacerían aves ni peces. Esta idea me gusta. A Morrie también le gusta. Parece que cuanto más se acerca a la despedida, más siente que todos somos criaturas de un mismo bosque. Lo que tomamos debemos reponerlo.

– Es simple justicia -dice.

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