Quizás fuera éste uno de los motivos por los que me sentía atraído por Morrie. Él me dejaba estar donde mi hermano no quería dejarme estar.
Volviendo la vista atrás, quizás Morrie lo supiera todo desde el principio.
Es un invierno de mi infancia, en una cuesta cubierta de nieve de nuestro barrio de las afueras. Mi hermano y yo vamos en el trineo, él arriba, yo debajo. Siento su barbilla en mi hombro y sus pies en mis corvas.
El trineo se desliza con estrépito sobre las placas de hielo. Cogemos velocidad según vamos bajando la cuesta.
– ¡UN COCHE! -chilla alguien.
Lo vemos venir calle abajo, a nuestra izquierda. Gritamos e intentamos apartarnos gobernando el trineo, pero los patines no se mueven. El conductor hace sonar la bocina y pisa el freno, y nosotros hacemos lo que hacen todos los niños: nos tiramos. Rodamos como troncos, con nuestros anoraks con capucha, por la nieve húmeda y fría, pensando que lo primero que nos tocará será la goma dura de la rueda de un coche. Vamos chillando, «AAAAAAH», y tenemos hormigueos de miedo, dando vueltas y más vueltas, viendo el mundo del revés, del derecho, del revés.
Y al final, nada. Dejamos de rodar y recobramos el aliento y nos limpiamos de la cara la nieve que gotea. El conductor gira al final de la calle, haciéndonos un gesto sacudiendo el dedo. Estamos a salvo. Nuestro trineo ha chocado en silencio con un montón de nieve y nuestros amigos nos dan palmaditas y nos dicen: «guay», y «podíais haberos matado».
Sonrío a mi hermano y nos sentimos unidos por un orgullo infantil. Pensamos que no ha sido tan difícil, y estamos dispuestos a enfrentarnos de nuevo a la muerte.