En el periódico que está cerca de su sillón hay una foto del lanzador de un equipo de béisbol de Boston que sonríe después de haber ganado el partido sin que marcara el equipo contrario. Pienso para mis adentros que, con todas las enfermedades que existen, Morrie ha tenido que contraer una que lleva el nombre de un deportista.
– ¿Te acuerdas de Lou Gehrig? -le pregunto.
– Recuerdo su despedida en el estadio.
– ¿Así que recuerdas su frase famosa?
– ¿Cuál?
– Vamos. La de Lou Gehrig. «El orgullo de los Yankees». El discurso que resonó por los altavoces.
– Recuérdamelo -dice Morrie-. Repite el discurso.
Oigo por la ventana abierta el ruido de un camión de la basura. Aunque hace calor, Morrie lleva una camisa de manga larga, una manta sobre las piernas, tiene la piel pálida. La enfermedad lo posee.
Levanto la voz e imito a Gehrig, como si las palabras retumbasen por las tapias del estadio:
– Hoooy… siento que soooy… el hombre más afortunadooo… sobre la faz de la tierra…
Morrie cierra los ojos y asiente despacio con la cabeza.
– Sí. Bueno. Yo no he dicho eso.