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Y, de pronto, la mirada rápida en torno, la mirada aún nebulosa y la búsqueda con los ojos. Con las manos.

Fue la primera sensación de Hank al volver en sí, cuando los rayos del sol daban de plano sobre el asfalto, evaporando el agua en vaharadas calientes: ¡No tenía la máquina de matar! Se la habían arrebatado.

Le dolía la herida de la espalda, pero la sangre se había coagulado, formando una costra tirante contra la piel y los restos de ropa. Sentía sed, una sed ardiente e incontenible. Sus ojos empañados buscaron en torno suyo un instante. A pocos metros, un charco de lluvia estaba aún intacto. Hank se arrastró lentamente hasta él, reptando sobre sus codos. Hundió la cabeza en el charco. El agua estaba caliente y sucia, olía mal, como a muerto. Hank, después de beber, contuvo una arcada. Trató de incorporarse, pero era difícil, casi imposible. Reptando siempre sobre los codos, huyó del sol y se refugió en una rinconada, entre las ruinas. Allí volvió a mirar en torno tuyo y, por primera vez, comenzó a darse cuenta de la situación. Sus compañeros habían huido y le habían dejado solo y malherido. Y, al rebuscar en su bolsa y no hallar las cápsulas, supo que se habían llevado con ellos la máquina de matar, su máquina. Tal vez le tomaron por muerto, pero él, ahora, se sentía vivo. Y hambriento.

En la mochila encontró restos de comida. Los devoró, como si alguien fuera a venir a quitárselos. Luego, haciendo un tremendo esfuerzo, pudo incorporarse. Al hacerlo, una de las heridas de la espalda se le abrió y le hizo torcerse de dolor y sujetarse a una roca para no caer. Esperó un instante y consiguió dar unos pasos lentos e inseguros. La línea de la vieja carretera se extendía frente a él, inmensa, infinita bajo el sol, como si rodease en toda su extensión el planeta muerto. Las fuerzas le fallaban, pero sabía que tenía que caminar, que tenía que regresar al valle, que únicamente allí podría sobrevivir a las espantosas heridas de las máquinas de muerte y a los mordiscos tumefactos de las ratas. Allí, donde el Viejo sabía los remedios que habían salvado a muchos de ellos de caídas y mordiscos de lagartos en los peores tiempos de hambre.

Se lanzó carretera adelante, haciendo avanzar penosamente su cuerpo herido, como una pesada mole vacilante, a punto de desplomarse a cada paso.

Cayendo y levantándose, sacando fuerzas de donde no las tenía, Hank anduvo penosamente hasta que la luz del sol comenzó a alargar las sombras, hasta que el yermo paisaje a ambos lados de la carretera se invadió de penumbras. Hank estaba al borde de su escasa resistencia. La herida que se había abierto seguía manando sangre y agua y, a trechos, iba dejando un breve reguero de sangre que se secaba inmediatamente en una mancha negruzca.

Veía mal. Su vista se nublaba por momentos a causa del esfuerzo sobrehumano que estaba realizando al caminar. Pero, de pronto, su olfato percibió algo que le hizo detenerse. El ambiente, en aquel lugar junto a las jaras, delataba olor a muerte. Se olió las ropas, temeroso de ser él mismo quien despedía ya ese olor hediondo. Pero no, no era él. El hedor provenía de las jaras y lo traía hasta él la brisa refrescante del anochecer.

Sus pasos le condujeron hasta allí. Vio tierra removida, rastro de una lucha feroz. Y el olor a muerte llegaba precisamente de un montón de arena. Comenzó a escarbar con sus manos yertas y, de pronto, lanzó un grito.

Era el rostro de Rad, con los ojos abiertos cubiertos de tierra, que le miraban fijamente.

Hank lloró.

El Viejo, desde su camastro, supo muy pronto que Wil había regresado solo. Y le dijeron también que había traído consigo una máquina de matar.

– ¿Una máquina de matar? ¿Qué clase de máquina? -el muchachito que se lo explicó le hizo un resumen de lo que era-. Un fusil… -quedó pensativo unos instantes, luego añadió tristemente, dirigiéndose al muchacho: -Dile a Wil que quiero verle…

Wil tardó en llegar. Llevaba firmemente sujeta en la mano la máquina y Hilla, la que había estado destinada a ser la mujer de Hank, le seguía mansamente, con una especie de orgullo por seguir perteneciendo al más poderoso. El Viejo adivinó la mirada súbitamente insolente de Wil. Le pidió humildemente, en el límite de sus fuerzas de jefe, que le contase cuanto había sucedido y cómo haba sido la muerte de Phil y de Hank y de Rad. Wil le contó la verdad… hasta donde pudo. Al llegar a la muerte de Rad, sus palabras se hicieron vacilantes y sintió que el sudor no le obedecía y le brotaba de las axilas y que la boca se le secaba. El Viejo le dejaba hablar y le observaba en silencio.

– Trató… de limpiarla, ¿sabes? La máquina estaba llena de arena y él no la había… no la había tenido nunca entre las manos. Me crees, ¿verdad?

– ¿Y por qué no tendría que creerte?

– El no sabía cómo funcionaba y… estalló entre sus manos.

Se quedó en silencio, respirando entrecortadamente y procurando que sus ojos no se encontrasen con aquellos ojillos firmes y punzantes del Viejo, que parecían atravesarle hasta lo más hondo. Pasó un instante antes que el Viejo hablase. Y Wil sintió largo ese instante y su mano apretó la de Hilla, tratando de cobrar ánimos en la mano cálida y sumisa de la mujer.

– Debiste enterrar el arma…

– Pensé en hacerlo, Viejo… pero luego… creí que podría sernos útil aquí, para…

– Sólo para matar, Wil… Sólo para matar. La máquina de matar, esta u otra cualquiera, qué más da, ha matado ya a tres hombres. Y seguirá matando, si no se la destruye. Tú debiste hacerlo entonces… Debes hacerlo ahora.

– ¡No!…

– ¿Por qué?

– No podemos quedarnos ahora… indefensos… Pueden venir los hombres de las rocas…

– No vinieron hasta ahora…

– Porque ignoraban nuestra existencia.

El Viejo mantuvo silencio un segundo. Y añadió, tranquilo:

– Aunque vinieran, no tendrían por qué hacernos…

– ¡He estado fuera del valle. Viejo!… He sabido que los que quedan, matan para sobrevivir. Nosotros tendremos que hacer lo mismo, si no queremos desaparecer.

– Los hombres inventaron grandes medios para matar y hemos terminado aquí, destrozados.

– ¡Por eso, precisamente!… Tenemos que ser fuertes y no dejarnos vencer…

– No, Wil, tenemos que ser humanos…

– ¡Fuertes, te digo, Viejo!… Sólo se salvará quien lo sea. La ley es la de matar o dejarse matar…

El Viejo negaba mansamente con la cabeza.

– No sabes nada, Viejo… No has salido de este valle y has olvidado ya lo que son los seres humanos…

– No puedo olvidarlo; te veo a ti…

– … ¡y has pasado hambre, pero has vivido en paz!… ¡Y la paz es una mentira, Viejo, me entiendes!… ¡Una mentira!… Tú ya no sirves para mandar la comunidad. Viejo…

– ¿Quién sirve, Wil?… ¿Tú, acaso?

Y el Viejo negaba apaciblemente con la cabeza y veía mansamente cómo se avecinaba el final inevitable, a medida que las respuestas de Wil se hacían más tajantes y observaba su mano crispada sobre la máquina.

– ¡No, Wil!… -gritó Hilla.

Un segundo después, desde las entradas de las cuevas, desde el fondo del valle, desde lo alto de los riscos de piedra, donde los jóvenes buscaban lagartos para la comida diaria, desde el lecho del río, donde los niños se bañaban al sol caliente, se escuchó el estallido y los ecos lo repitieron por las peñas, haciendo levantar todas las miradas de la comunidad hacia la entrada de la cueva del jefe. Y todos pudieron ver a Wil cuando salía, seguido de Hilla. Vieron a Wil con los ojos fuera de las órbitas, dejando ver la máquina fuertemente asida entre las manos. Buscaba un enemigo, alguien que se le opusiera, para matarle también. Pero nadie -¡nadie!- dio un paso hacia él. Wil era el vencedor, el jefe a quien nadie discutiría el poder.

***

La boca seca, las heridas parcialmente abiertas, despidiendo sangre mezclada con pus, los pasos inseguros, los pies abiertos por la marcha penosa e incesante, unas fuerzas sostenidas apenas por el odio y el deseo de llegar y curar aquel dolor lacerante que acababa con su vida. Eso era Hank cuando, al cabo de cuatro días de marcha inconcebible, llegó hasta las aguas claras del riachuelo que salía del Valle de las Rocas. Se dejó caer destrozado junto a la corriente. Calmó su sed con su agua y remojó en la misma agua sus heridas ardientes. Luego se tendió un instante a la sombra de una roca, para tomar fuerzas que le permitieran llegar. Quería estar descansado cuando apareciera en el valle.

Tendido indolente en la sombra, ardiendo de fiebre, recordó con una sonrisa mortecina lo que había sido hasta entonces su vida entre aquellos roquedales: la lucha constante contra todo, sólo con la ayuda de las manos y de las piedras, sin un arma con qué defenderse o atacar, aparte de las piedras y las rudimentarias azagayas que únicamente servían para cazar lagartos. Ahora, en algún lugar del valle, había un hombre, Wil, que poseía una máquina de matar. Una máquina que le pertenecía a él.

Tenía fiebre muy alta que le quemaba las entrañas. Le subía hasta la boca el gusto salado de la sangre. Escupió y vio un coágulo de sangre en la roca. Se levantó asustado. No podía esperar un segundo más, tenía que entrar en el valle y hacer que el Viejo le curara y destruir el arma. Después del descanso, las heridas le dolieron como si le hubieran clavado en ellas tizones encendidos. Pero contrajo los dientes para emprender la subida del empinado sendero que conducía a la entrada del valle. Más de una vez se detuvo a escuchar. Se escondió, sin saber por qué, al ver pasar a lo lejos a tres muchachos en busca de caza.

Tardó en llegar a la cima del collado el tiempo que el sol tardó en alcanzar el cénit. El calor, la fiebre y la sangre le empapaban la ropa y las gotas de sudor le escocían en los ojos. Se restregó con el dorso de la mano y levantó la mirada: en lo alto distinguió la silueta de un hombre, inmóvil. No sabía quién era, pero gritó con la esperanza de ser auxiliado. El hombre que estaba en lo alto no se movió de su posición extrañamente inclinada. Hank siguió reptando hacia él, gritándole de vez en vez, sin obtener nunca respuesta. Y, al llegar cerca de él, se pudo dar cuenta de la razón de aquel silencio. El hombre estaba atado a un palo y su cuerpo se inclinaba como un peso muerto hacia donde las ligaduras de lianas le permitían. En su frente se abría, horrible, el orificio causado por una cápsula de la máquina de matar. Aquel hombre -lo vio- había sido muerto a sangre fría, atado concienzudamente para que no pudiera huir de su horrible suerte.

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