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El cuerpo inmóvil de Hank se empapaba lentamente de lluvia y se hundía en el charco.

– ¿Dónde está Hank? -Muerto. Lo han matado. -¿Dónde?

– Junto a las rocas. Salieron muchos hombres con máquinas de matar… No tuvo tiempo de dispararles… -Pero tú… Tú sí has podido escapar. -No sé cómo pude. He corrido…

– Con la máquina de Hank. -Pude recogerla antes de huir. -Estabas con él, entonces… -Cerca… -Y tuviste tiempo de…

– Vamonos. Nos perseguirán en cuanto despunte el día.

– ¿Quiénes?

– Los de las rocas. Eran muchos. ¡Vamos, Wil!…

Luego, la larga noche de camino. La lluvia incesante. Las continuas miradas atrás de Wil, dominado por la oscura esperanza de ver aparecer a Hank entre las sombras. La mano de Rad aferrada a la máquina, como si la máquina hubiera pasado a formar parte de su cuerpo. Y la marcha continua, pesada, entre los charcos formados en el viejo cemento saltado de la carretera. Y el barro. Y los ojos de Rad que, inconscientemente, se apartaban de los de Wil cada vez que Wil le lanzaba una mirada muda e interrogante. ¿Qué había hecho con Hank?…

– ¡Está muerto!… ¡Muerto, me entiendes!… -gritó, sin poder contenerse.

Luego, con la amanecida, las nubes se disiparon y salió un sol caliente, dispuesto a secar los cuerpos ateridos de los dos caminantes.

En cuanto hubo luz suficiente para ver, Rad se dedicó, sin abandonar su paso rápido, a comprobar el funcionamiento de la máquina, tal como, desde lejos, en la ciudad, había visto hacer a Hank. ¡Hank, Hank, siempre Hank volviendo a apoderarse de sus pensamientos!… Pero ahora la máquina era suya y tenía que aprender a utilizarla.

Sin detenerse, observó luego el contenido de la bolsa, las escasas veinte cápsulas que quedaban. Veinte cápsulas de matar eran pocas. Durarían… Rad no lo sabía. Pensaba que tendría que matar a alguien, siquiera fuera para demostrar el poder que tenía. Pero matar… Se había detenido sin darse cuenta, contemplando las cápsulas atentamente. De pronto, sintió que le miraban. Levantó los ojos y vio a Wil frente a él, preocupado.

– ¿Qué miras? -Te miro a ti, ya lo ves…

– ¿Y qué? -preguntó de nuevo Rad, amenazador. -Nada… Ahora tienes tú la máquina. Eres el más fuerte, ¿qué quieres que diga? -Nada, claro…

– ¿Qué piensas hacer ahora? Con esas cápsulas puedes matar veinte veces…

– ¿Quién ha hablado de matar? -Nadie… Te lo digo sólo… ¿Sabes ya cómo hacerlo?

Rad asintió con la sangre golpeándole las venas a borbotones. Apretó fuertemente los dientes e hizo una rápida señal hacia adelante. – ¡Vamos!… -Lo que tú digas…

Volvieron a caminar en silencio durante toda la mañana. Wil delante, inseguro, con miedo a aquella máquina que llevaba Rad y que, insensiblemente, sentía fija en su espalda. Sin volverse, procurando no hacer ningún movimiento que pudiera poner en sospechas a Rad, le dijo:

– Rad, yo no quiero quitarte la máquina… -Por lo menos -contestó Rad-, procuraré que no lo hagas.

– No, no… No quiero hacerlo. La máquina es tuya. -Eso, al menos, es cierto.

– Te lo digo para que no estés en continua sospecha conmigo.

– Ya sé que lo dices por eso. Para que me confíe…

– Sí.

– …y quitármela entonces…

– No, Rad… Sólo quiero saber qué piensas hacer con ella.

Hubo un silencio largo. Wil no se atrevía a detenerse, ni a volver la cabeza y mirar por encima del hombro a su compañero. Pero sentía cada vez más evidente el cañón del arma sobre su espalda. Dejó trascurrir un instante.

– ¿Quieres que nos detengamos a comer? Estoy cansado.

– Yo también. Vamos ahí, detrás de las jaras.

Se detuvieron a la sombra de unos arbustos casi secos que habían comenzado a rebrotar. Una hondonada daba sombra y relativo frescor. Comieron en silencio, dirigiéndose rápidas miradas que se apartaban cada vez que los ojos de uno y otro se encontraban. Se hablaron apenas lo suficiente para indicar su lamentable estado físico, después de toda la noche de marcha incesante.

– ¿Quieres que durmamos un rato? -apuntó Wil-. Así podremos caminar luego toda la noche y llegar al valle al amanecer.

Rad se estremeció imperceptiblemente. La decisión tenía que ser suya, porque él, el amo de la máquina, era el jefe.

– Sí, descansaremos…

Wil fue a tumbarse lejos de su compañero. Cerró los ojos. El sueño le había abandonado, a pesar de la noche de marcha incesante. Su cerebro había entrado en fase de absoluta actividad. «Rad es muy joven. Demasiado. No puede. No puede ser jefe. Aunque tenga la máquina. La máquina mata. Y Rad matará, no podrá evitarlo, no sabrá contenerse. Gobernará con el miedo en las manos. Con la amenaza. Matará al Viejo, seguro, y a quien se le oponga. Hasta que se le agoten las cápsulas y le maten entonces a él. Con piedras o con palos, no lo sé. Pero habrá que matarle y tal vez sea yo quien tenga que hacerlo. No quiero. Rad no es malo. Es la máquina, la máquina de matar. Como Hank. Hank habría sido un buen jefe. El Viejo lo decía. Pero encontró la máquina y no pensó, desde entonces, más que en matar, para probar que él podía hacerlo. Y, sin embargo… Ahora, Rad y yo solos. Phil fue muerto por las máquinas. Y Hank. Y tal vez yo, si Rad sigue con ella en las manos. Tengo que quitársela. Quitársela y enterrarla muy hondo en el suelo, donde no pueda encontrarla nadie. Solo yo… ¡no, no!… Yo tampoco. Yo tampoco quiero nada de la máquina, sólo que desaparezca, para siempre.»

Abrió lentamente un ojo. Allá, al otro lado de la hondonada, lejos, estaba sentado Rad.

Rad, tratando de no dormir. Tenía la máquina sobre sus rodillas, firmemente sujeta. Una cápsula en el tubo. Y los pensamientos confusos de la duermevela. «Hank está muerto… No podía vivir con aquellas heridas en la espalda, aunque yo le hubiera arrastrado hasta la cueva. Pero Wil no me cree. ¡No me cree!… Y tendré que matarle, como tendré que matar a quien se me oponga. No, no se opondrán… En todo caso, tal vez el Viejo, pero el Viejo vivirá poco… Tienen que reconocerme… Yo soy mejor que Hank. Al fin y al cabo, Hank vivía sólo para vengarse del hombre de la roca… Pero me quedan veinte cápsulas. Una para Wil, otra para el Viejo, serán suficientes… O tal vez otra para Rick, que querrá apoderarse del mando, y para sus hermanos, para David, para Isaac, para Gorel… ¿Cuántas van? Cinco… No, seis; seis cápsulas solamente, si acierto a la primera con cada uno, aún me quedarán… ¿O son siete? No, no, seis… Me quedarán catorce cápsulas, que ya no serán necesarias más que para que sepan que las tengo… ¡Y otra para Law!… Siempre creyó que, por ser un año mayor que yo, podría conmigo… Yo le demostraré que… Wil se ha dormido, pero yo no debo dormirme. Puede despertar antes que yo y, entonces… No, no despertará antes, porque antes de que despierte… Pero ha pensado en quitarme la máquina y, si le mato dormido, nunca sabrá que yo lo sabía… No, no dormiré y, cuando despierte… No dormiré, no, no quiero dormir, tengo que mantenerme despierto y…»

La cabeza le cayó pesadamente sobre el pecho, incapaz de sostenerse alerta. Wil esperó unos instantes que le parecieron largos como años, hasta convencerse de que, efectivamente, Rad se había quedado dormido a la sombra de las jaras. Entonces, con movimientos tan lentos que se hicieron eternos, comenzó a arrastrarse hacia su compañero. La arena, tras él, formaba un surco como la huella de un gran lagarto. Despacio, tan despacio que parecía inmóvil, traspirando de miedo por cualquier ruido que pusiera en guardia a su compañero dormido, Wil se aproximó a él, conteniendo el aliento para no ser delatado.

Ya estaba cerca, tan cerca que, con sólo alargar la mano, podría haber alcanzado la máquina en las manos de Rad. Las suyas temblaban, presas de un horrible pánico a la muerte que significaba la máquina, pero tenía que hacerlo, tenía que hacerlo… ¡ahora!

Rad abrió los ojos. La máquina estaba fuertemente apresada por cuatro manos crispadas. Hubo una lucha. Una lucha breve y brutal, porque era la lucha de dos hombres por su propia vida. Rodaron por el suelo, levantando nubes de arena en torno suyo, revolviendo y arañándose los cuerpos, las ropas, sin soltar el arma ninguno de los dos. Sucios, sudorosos, crispados, los ojos de ambos llenos de espanto, sabían sin decírselo que la lucha terminaría sólo con la muerte de uno de los dos. Y la máquina, entre ambos, se pegaba alternativamente al cuerpo de uno o del otro.

De pronto, en medio de los dos, en medio de los cuerpos unidos por el abrazo de muerte, sonó el estallido de la máquina. Un estallido seco, sin ecos, casi sordo por la presión de los dos hombres.

Unas manos se aflojaron lentamente, deshaciendo su férreo abrazo sobre la máquina y sobre el cuello. Unas manos que habían dejado para siempre de oprimir.

Wil se levantó jadeando. En sus manos estaba la máquina y, a sus pies, con las últimas convulsiones de la muerte, hecho un ovillo trágico, Rad. El espanto asomó a los ojos de Wil, un horrible espanto ante la vista horrenda de aquella gran herida abierta en el vientre del muchacho, por la que se escapaba toda su sangre caliente, ante aquella mirada perdida en el aire del moribundo, incapaz de pronunciar una sola palabra, vueltos los ojos sobre sí mismo… hasta quedar inmóvil… con un último estertor y la ligerísima sacudida del cuerpo antes de la inmovilidad total.

Luego, el silencio. Y el jadeo aterrador de Wil, los ojos fijos en el cadáver, sucio de sangre y de tierra, torcido sobre sí mismo. Y la máquina de matar en sus manos, en las manos de Wil, que había matado a Rad.

Tenía que actuar rápidamente, ahora. Los ojos se le nublaron, porque él no había querido hacer aquello. Pero tenía que terminar. Cavó con las manos un hoyo profundo en la arena y enterró en él a Rad.

Después, lejos de donde reposaba el cadáver del muchacho, comenzó a cavar otro agujero menor. Tenía que enterrar allí la máquina de matar. La máquina tenía que desaparecer, porque había causado ya bastante daño. Y, sin embargo, cuando ya estaba hecho el profundo hoyo y empuñaba fuertemente la máquina entre sus manos, la miró fijamente… y miró también las cápsulas de muerte que estaban esparcidas por el suelo…

Wil tapó rápidamente el agujero que había hecho en la arena y se alejó guardando en su bolsa de viaje las cápsulas. Sus manos empuñaban febriles la máquina de matar.

Primero fue un ligerísimo estremecimiento de la mano bajo el calor del sol. Un temblor imperceptible. Un esfuerzo sobrehumano. La cabeza, levantándose pesadamente. Los labios secos, la garganta que se negaba a tragar.

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