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ESPACIO VITAL

Lo peor era que aquello estaba ocurriendo en las noches más húmedas y pegajosas de agosto.

Intentaba conciliar el sueño manteniendo la ventana abierta de par en par. Pero aun así, junto con los ruidos nocturnos y las vaharadas de calor húmedo que subían desde la calle, los recuerdos se convertían en sensaciones y se encontraba de nuevo frente a la mesa de mármol, la luz cegadora de las lámparas fluorescentes sobre su cabeza… y el hedor insoportable de los cuerpos putrefactos. Y la sangre, sobre todo la sangre: pegajosa, medio coagulada, entremezclada con pelos rubios y fragmentos de cerebro, convirtiendo las cabezas destrozadas en guiñapos negruzcos de forma indescriptible.

Dio una vuelta en la cama y sintió náuseas. Imposible dormir. A lo lejos, el viejo reloj de la Universidad dio cuatro campanadas. Se levantó y tomó un somnífero. Pero sabía que, si las otras noches le habían hecho efecto las pastillas, esta noche sería inútil. Trató de quedarse quieto durante diez minutos, pero le era imposible relajarse. Se dio la vuelta, encendió la luz junto a la mesilla de noche y buscó los cigarrillos. El humo corrió caliente por su garganta, y los pies, en contacto con el suelo, refrescaron su cerebro embotado por el insomnio.

Cuando sonó el teléfono ya había adivinado que el comisario Kraut estaba al otro lado. Y sabía tambien por qué le llamaba. Las piernas le temblaban cuando descolgó el auricular y sintió en su garganta el gusto dulzón de la náusea, otra vez.

– Lebeau… -dijo, con un hilo de voz.

– Hola, doctor… Aquí Kraut… Le necesitamos.

– Ha… ha sucedido otra vez, ¿verdad?

– Sí…

– Como las otras veces…

– Exactamente igual… Bien, de todos modos, sólo le llamaba por avisarle… Si prefiere usted hacer la autopsia mañana temprano…

– No… En cualquier caso, no podía dormir. Voy ahora mismo…

– Está bien. Le esperaré…

Mientras se vestía, el doctor Lebeau maldijo el día y la hora en que tuvo la humorada de pedir plaza de médico forense adscrito a la comisaría del barrio de la Universidad. Ciertamente, las cosas no habían ido mal hasta entonces. Lo clásico: contusiones, informes, alguna que otra autopsia y un continuo experimentar sobre la psicología de los delincuentes, aunque aquella no era su labor específica. Pero ahora, desde que apareció el primer cadáver con el cráneo destrozado a golpes, una semana antes, su cargo se había convertido en una constante pesadilla. Desde entonces, la visión de aquellos cadáveres se había repetido hasta cuatro veces; hoy era la quinta. Y siempre había sucedido igual, como si cada uno de los cuatro crímenes misteriosos no hubiera sido más que un calco del primero. Siempre se había tratado de hombres de la misma edad aproximada: unos treinta años. Musculosos, de más de uno ochenta de estatura y cabellos rubios. Sus rostros habían sido siempre imposibles de identificar, pero Lebeau habría jurado que los cuatro hombres, cuando vivían, se parecían como gotas de agua. En cualquier caso, sus cuerpos eran muy semejantes y la extraña señal tatuada sobre el antebrazo era idéntica en cada uno de ellos. Los cuatro habían sido hallados en los estercoleros que rodeaban los antiguos edificios de los servicios de la Universidad, ahora abandonados. Y todos ellos mostraban señales de haber sido asesinados entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas antes de su hallazgo por la patrulla de seguridad nocturna. Sobre sus ropas no se había encontrado ningún documento o papel que pudiera arrojar la menor luz sobre su personalidad, pero esas ropas, de buena calidad, aunque de corte bastante burdo, daban la impresión de que sus propietarios habían sido en vida hombres con dinero pero sin tiempo para procurarse un buen sastre.

Lebeau no pudo reprimir una sonrisa al descubrirse con semejante pensamiento. ¡Estaba en contacto con cadáveres horriblemente destrozados y se le ocurría recordar unas características absurdas que, en todo caso, únicamente podrían haber interesado a la policía! A él le habría bastado con certificar, una vez más, que la causa de la muerte se debía a la destrucción total del cráneo, con aplastamiento de la masa cerebral y de todos los órganos vitales. Y ahora, otra vez: la quinta.

El aire de la noche entrando por la ventanilla de su automóvil le despejó y, por unos momentos, le hizo pensar que la cosa no era tan grave. Hasta se rió un poco de sí mismo, por las horas de insomnio que le había estado costando aquella ristra de muertos espantosos. Luego, subiendo las escaleras blancas que conducían a su departamento, se sorprendió a sí mismo silbando una cancioncilla. El somnífero le había servido de sedante y, si no le había permitido dormir, al menos le ayudaría a mantener firme el pulso cuando tuviera que empuñar el bisturí.

El pasillo estaba totalmente iluminado y, al fondo, en la antesala del cuarto de autopsias, vio sentada la figura oscura y rechoncha del comisario Kraut. El comisario se levantó al oír sus pasos y trató de sonreír a través de aquella palidez verdosa que proclamaba la visión desagradable que había tenido que soportar algún tiempo antes. Los dos hombres se estrecharon las manos como autómatas.

– Gracias por haber venido…

– No tiene importancia. De todos modos, no lograba dormir…

– Yo tampoco, Lebeau…

– ¿Alguna cosa especial?

– Nosotros no hemos descubierto ninguna… Todo es exactamente igual que las otras veces, al parecer. Todo.

El auxiliar sanitario se acercó al forense, le ayudó a quitarse la chaqueta y comenzó a ponerle la bata verde.

– Pero tendrán ustedes algún indicio.

– Ojalá… Hasta ahora, nada. Hemos movilizado a las comisarías de todo el país, dando los datos que hemos podido reunir. En ninguna parte se ha notado la desaparición de nadie que responda a las características de… nuestros hombres. Y ése era el único método que teníamos para haber hecho algún progreso. Ni siquiera la policía de fronteras ha registrado desde hace un año ninguna entrada de nadie que pudiera tener las características de éstos…

Y, al decirlo, señaló con el pulgar a sus espaldas, hacia la puerta que daba entrada al cuarto de las autopsias. Lebeau se puso lentamente los guantes de goma y se ajustó el bonete verde y la máscara. Luego se volvió al auxiliar, que le miraba con ojos casi suplicantes. El forense sonrió y le dio una amistosa palmada en el hombro.

– ¡Animo, muchacho!… Es el oficio…

– Ya sé, doctor. Pero de todos modos…

El comisario trató de reír ante el asco de aquel rostro que parecía acostumbrado a las visiones más horripilantes. Pero la mirada del viejo auxiliar le cortó la risa. El hombre dio un paso hacia el comisario, casi con odio.

– No se ría… Usted ha terminado de mirar… eso. Nosotros empezamos ahora…

– Vamos, Fred, si quieres, te sustituyo…

– Si lo dijera usted en serio…

– No. No lo digo en serio. Perdona…

Lebeau y Fred cruzaron sus miradas. Tenían que ir. El médico avanzó con paso firme hacia la puerta del cuarto de autopsias. Fred le siguió, remolón y, unos pasos antes de la puerta, se adelantó para abrírsela a su jefe y dejarle paso. Lebeau se detuvo en el umbral. El cuarto estaba fuertemente iluminado con la luz blanca de los tubos fluorescentes, que parecían reverberar en los azulejos de las paredes. Daba sensación de frío y, sin embargo, al entrar, el olor caliente del formol mezclado con el dulzón de la carne putrefacta le volvió a la horrible realidad de lo que tenía que hacer. Y allí, sobre la losa de mármol, estaba aquello. Otra vez.

***

A las seis y media de la madrugada, las nubes acumuladas durante el calor asfixiante de la noche habían cubierto totalmente el cielo, retrasando el alba y tiñendo las calles del barrio universitario con sombríos ocres. Lebeau dejó su coche frente a la entrada de la comisaría de policía y regresó a pie, para aprovechar el frescor de la madrugada. El barrio estaba a aquellas horas casi enteramente desierto y, cuando abandonó la calleja en la que estaba enclavado el puesto policial, y por la cual llegaban las parejas de agentes de la vigilancia nocturna de regreso al retén, se encontró solo entre aquellas casas que, en su mayor parte, eran pensiones destinadas a estudiantes y que ahora, en época de verano, se encontraban casi totalmente abandonadas.

Sentía la necesidad absoluta de estar solo, de recorrer despacio las callejas desiertas y olvidar, si podía, el espectáculo que había vivido unos momentos antes y que, después de haberse repetido por quinta vez en una semana, se estaba convirtiendo en una obsesión imposible de rechazar de la mente.

Aquello tenía que ser obra de un odio total, un odio que el pensamiento de Lebeau no lograba alcanzar en su absoluta integridad. Únicamente un odio más allá de toda medida humana podía ensañarse de aquel modo con sus víctimas, hasta deshacer en ellas el más remoto recuerdo de lo que habían sido en vida. Aquellos cráneos destrozados clamaban en la cabeza del forense con gritos de rabia. El asesino, quienquiera que fuese, había borrado brutalmente del mundo a aquellos seres, haciéndolos desaparecer y convertirse únicamente en una incompleta ficha policial. Ni rastro de quienes fueron, ni el recuerdo de alguien que pudiera conocer siquiera a uno de ellos, ni una fotografía que les representase en vida, ni un nombre. Nada, absolutamente nada, como si nunca hubieran existido, como si desde el principio del mundo hubieran sido únicamente unos cadáveres putrefactos, destrozados, irreconocibles. La única pista -si es que pista podía llamarse a aquel indicio sin pies ni cabeza- era la comunidad de aquellos hombres, la característica física que los hermanaba: aquella estatura superior, aquella pelambre rubia apenas entrevista entre la sangre coagulada, su edad… y el modo como habían sido asesinados.

Sumido en sus pensamientos, Lebeau apenas se dio cuenta de la figura pequeña y atlética que avanzaba lentamente unos pasos delante de él y que se detenía al escuchar los suyos. Tal vez por eso, tuvo un sobresalto involuntario al oírse llamar por su nombre:

– Buenos días, doctor Lebeau…

La voz tímida y apagada del hombrecillo le hizo volver en sí. Ante él estaba sonriendo, arrugada su nariz aguileña y brillante el cráneo rapado a la apagada luz del amanecer. Lebeau trató de plegarse a la realidad y sonrió con una mueca cansada.

– Buenos días…

– Temprano se levanta usted, doctor…

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