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LO PUESTO Y UN PARAGUAS

Jan Harzog, conocido en el mundo del hampa por El Castañas, salió del penal el 8 de mayo, después de haber cumplido cinco años, convicto -y nunca confeso- de haber participado en el robo con escalo de unos grandes almacenes de la capital.

Y nunca confesó su participación en el robo porque sabía que él no había tenido nada que ver con aquello, aunque le fue imposible probarlo y sus supuestos cómplices se negaron a eximirle de la responsabilidad que sólo a ellos atañía. Jan El Castañas fue declarado culpable y purgó una pena por algo que no había cometido. Pero lo tomó con resignación, porque no era la primera vez que le sucedía. A los siete años le dejó su padre sordo de una paliza por algo que había hecho su hermano. A los quince, le metieron en un correccional por haber violado a una muchacha con la que no había estado nunca y de la que sabía positivamente que coqueteaba -con todas sus consecuencias- con el primero que le enseñaba un billete. A los veinticinco tuvo que pasar dos años escondido en una buhardilla porque los amigos del barrio le acusaban de haber dado el soplo de un golpe del que no tenía la menor idea, y le perseguían con el propósito de cortarle algún miembro. Entre los veintisiete y los cuarenta conoció a toda la gente del Hampa de la capital y, gracias a esos conocimientos, pudo ir malviviendo al tiempo que perdía la poca fe que le quedaba en la Humanidad. Tres días después de su cuadragésimo aniversario le pescó la policía, y ahora, un día antes de cumplir los cuarenta y seis, le dejaron en la calle de nuevo, le devolvieron sus ropas y el viejo paraguas que eran toda su pertenencia en este mundo, y le entregaron un certificado en el que se hacía constar que, durante sus cinco años de estancia en el penal, había observado una conducta intachable.

A la puerta del penal, el Castañas observó durante largo rato la carretera, pensativo. Hacia el este, conducía a la capital. Hacia el oeste, se alejaba de ella. Y Jan decidió alejarse de cuanto había sido su vida con anterioridad a los cinco años pasados en el penal. Estaba harto de los que había tenido por amigos, estaba harto de los tugurios de mala muerte donde se pasaban las horas preparando golpes que nunca le habían sacado de la miseria. Estaba harto de las callejuelas de malos olores y de todos sus habitantes. Estaba harto del mundo, tan harto, que se habría tendido en la carretera para esperar el paso de un camión que terminase de una vez con todo. Pero prefirió por fin concederse una última oportunidad y echó a andar apoyándose en su viejo paraguas en la dirección que le alejaba de la capital.

Durmió en la cuneta de la carretera y pasó frío. Y, a la mañana siguiente, sintió un hambre que le corroía el estómago. Caminó de prisa durante una hora, para darse calor y, al cabo de ese tiempo, recordó que aquel era el día de su cumpleaños -cuarenta y seis- y vio la cerca de una granja y un hombre que trabajaba solo la huerta frontera a golpes de azadón.

Se acercó a él y, con la cara más alegre que pudo recordar, le comunicó dos cosas: que cumplía los cuarenta y seis aquel día y que tenía hambre. Y añadió:

– ¿No podría ayudarle en algo, a cambio de un poco de comida?

Al hombre le hizo tanta gracia escuchar algo tan absurdo que le dio trabajo.

– Mire, amigo: allá atrás, en la colina, ¿lo ve?…

– Sí, señor…

– Bien, hace así como cuatro años que no siembro. Hay que remover la tierra cosa de medio metro, desmenuzarla y nivelarla. Cuando haya terminado me avisa.

Y allá a la colina se fue Jan el Castañas, dispuesto a ganarse el sustento. Cavó la tierra durante dos horas y comió con apetito el plato de gachas que le trajo el campesino. Mientras comía, el hombre miró el trabajo y le indicó:

– Luego comience por ese lado… – señalando hacia la parte de la colina que quedaba oculta desde la casa de labor.

Jan comió con hambre de lechoncillo. Estaba ahito y eructó, no con satisfacción, sino como venganza al plato de gachas y a toda la comida hedionda que había tenido que soportar durante cinco años en el penal.

La parte trasera de la colina presentaba una zona chamuscada de unos cinco o seis metros de diámetro. Allí comenzó a cavar el Castañas de mala gana, ¡qué más le daba comenzar por un lado o por otro!

A la media hora de estar trabajando, le pareció notar algo duro bajo al azada. Se inclinó, dispuesto a quitar la piedra molesta y se dio cuenta de que el golpe había arrancado una esquirla de algo que parecía hueso. Una superficie blancuzca aparecía casi cubierta de tierra. Escarbó con las manos y puso al descubierto un cráneo. Era un cráneo grande, de bóveda muy levantada, como si su difunto propietario hubiese tenido la cabeza en forma de torre. El Castañas tuvo un sobresalto, miró por encima de la colina y comprobó que el campesino estaba muy lejos y no se ocuparía de él. Siguió escarbando con las manos y quedó al descubierto todo el esqueleto. Pertenecía a alguien que, en vida, no tuvo más allá de un metro treinta de estatura. Una parte de la columna vertebral, a la altura occipucio, aparecía hundida. Probablemente la muerte le había sobrevenido por un golpe muy fuerte recibido en aquella parte. Cuánto tiempo hacía de aquello, Jan no podía saberlo, naturalmente. Pero el esqueleto conservaba todavía algún resto de vestidura, como de tejido plástico. Junto al esqueleto descubrió una libreta de plástico con números escritos. Jan el Castañas pensó:

“Aquí se ha cometido un asesinato. Y este patrón eventual que me ha hecho venir a cavar aquí para que sea yo quien encuentre el fiambre y cargue con el si la policía lo descubre. Naturalmente, entre un honrado campesino y un preso que acaba de salir de la cárcel, no habría duda”.

Por supuesto, Jan el Castañas fue incapaz de pensar con lógica. El únicamente sabía de palos que había recibido y la suprema razón de que quien ha tenido que ver con la justicia será siempre un sospechoso a los ojos de la ley. Sabía que la proximidad de los hombre le había sido fatal durante toda su vida y sabía también que nunca podría encontrar un rincón donde vivir en paz. Lo sabía ahora más que nunca.

Instintivamente se apoderó de la libreta de plástico y se la echó al bolsillo. Luego, recogiendo su viejo paraguas, se alejó de allí por un sitio donde no pudo ser visto por su patrón. Previamente había tapado con tierra el esqueleto.

Dos días después, sin que pasara por su estómago más comida que el plato de gachas que le había dado el campesino, Jan el Castañas regresó a la capital, subió al piso más alto del edificio más alto, dejó su paraguas en una esquina de la gran terraza desierta, se subió al pretil y se lanzó al vacío. Su cuerpo se estrelló contra la calzada y, cuando el juez ordenó el levantamiento del cadáver y éste fue trasladado al depósito municipal, le desnudaron, le registraron los bolsillos de su viejo traje y sólo encontraron en ellos el certificado de buena conducta del penal y la extraña libreta de plástico llena de números. En lo alto del edificio, días después, hallaron el paraguas destrozado y alguien lo echó en un cubo de desperdicios.

***

– ¿Tú entiendes esto?

– ¿Números? ¡Nada!

– Yo saqué sobresaliente en matemáticas en la escuela secundaria, pero esto no lo entiendo…

– ¡Bah, tíralo por ahí!…

– ¿Y si fuera algo interesante?

– ¿En el bolsillo de un presidiario suicida? ¡Anda ya!…

– Hay dibujos también.

– Sería aficionado. Allí tenía tiempo para todo.

– Yo me lo llevo. Conozco a alguien que…

– Cuidado, ¿eh?… Forma parte del sumario.

– ¡Bah!… Iría al archivo, como todo.

***

– Oye, cuñado, tú que sabes de números, ¿qué te parece esto?

Silencio. Luego:

– ¡Hmmm!…

– ¿Qué es?

– ¡Hmmm!…

– ¿Pero lo entiendes?

– No, pero…

– ¿Qué podrá ser?

– Parece el diseño de una máquina…

– ¿De qué?

– No sé… Estas integrales parecen… Pero no.

– ¿No?

– Las series de las órbitas de electrones son parecidas, pero no son iguales… Más bien…

– ¡Sí!…

– No, nada…

– ¡Dilo!

– No sé, tendría que estudiarlo…

– ¿Pero tú crees que?…

– ¿De dónde lo sacaste?

– Del bolsillo de un suicida.

– O sea de nadie que pueda reclamarlo…

– Pues… no.

– Entonces, me lo llevaré al laboratorio y lo miraré en los ratos perdidos.

***

El profesor Griffin se asomó por la espalda encorvada de su ayudante y miró durante un momento, en silencio, los números y las fórmulas que éste trataba de descifrar. El profesor pudo observarle a sus anchas, porque su ayudante estaba tan abstraído que no se dio cuenta de su presencia. De pronto, algo le hizo dar un respingo. Se quedó sin habla por un instante. Luego trató de sobreponerse y de dar a su voz un aire intrascendente.

– ¿Qué hace, Max?…

– Ah, era usted, profesor… Nada, trataba de descifrar esto.

– ¿Qué es?

– Un cuaderno de notas que encontró mi cuñado. Ya sabe, el policía…

– Ya…¿Y por qué se entretiene usted con eso? ¿Por qué no está usted vigilando el reactor?

– Lo vi hace un momento.

– No hay que descuidarlo, Max… Vaya, vaya a ver…

Una media hora después, Max estaba todavía junto al reactor, cuando llegó junto a él el profesor Griffin, con el cuadernillo de tapas de plástico en la mano.

– Curioso, esto…

– ¿Verdad?…

– Sí… Inútil, claro, pero curioso… ¿Ha sacado usted algo en limpio?

– Nada… A decir verdad, no lo he entendido muy bien…

– No tiene nada que entender. Son sucesiones de órbitas paranormales… De todos modos, déjemelo…

– Como quiera…

***

Max olvidó el cuadernillo. Y su cuñado el policía, también. Y nadie asoció el cuadernillo con el gran descubrimiento que el profesor Griffin sacó a la luz seis meses después. El descubrimiento más importante de los últimos cien años; el que iba a permitir nuestros viajes interplanetarios y ha revolucionado toda nuestra industria y hasta nuestra vida: El reactor Griffin, productor de iones antigravitatorios.

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